PSICOLOGíA
› DISTINTAS DIMENSIONES DEL QUERER
Patologías de los amores
El autor discierne cuatro modalidades del amor, con sus respectivos “correlatos dolorosos”: hay quien ama la ausencia; hay quien busca que el amor cristalice en un “proyecto”; hay quien –“entre temor y truenos”– ama al cuerpo; hay quien accede al don de amor. Y hay todavía un paso más.
Por Raul A. Yafar
Podría decirse que hay tantas formas de amor como sujetos capaces de amar, pero una consideración tan particularizada del acto del amor nos alejaría de nuestro cometido: reflexionar sobre las dimensiones del amor y sus correlatos en la patología. Empecemos por aclarar que la palabra misma “patología” suele ser impugnada por los psicoanalistas, por resonar inserta en el discurso psicológico más usual, el que se nutre de las fuentes del discurso médico. Pero si nos adentramos un poco más, la “patología” es el logos –discurso– sobre el pathos –lo que se padece, siente, experimenta– y no nos encontramos lejos, entonces, del tema del amor. Tendremos entonces cuatro dimensiones distintas del amor y sus correlatos dolorosos en aquel que las “padece”.
Amor-poema
Cuando el otro es una abstracción, cuando es el mero soporte de un discurso que hinca los dientes sobre sus propias letras, se trata, entonces, de amar su ausencia. Será un hombre lejano, preso, atado por sus nupcias; se tratará de una mujer esquiva, huidiza, aquella que encontramos en tantos relatos y canciones, especialmente en la poesía del amor cortés. Se tratará de las huellas del amor, más que del espesor de los cuerpos de los amantes.
En todos esos poemas se ensaya la letra del amor, pero no sólo en ellos, sino también en el fecundo género epistolar de las cartas de amor. La escritura encuentra no sólo en los papeles sino en el amor a hablar, a “versear”, aunque sea exclusiva y limitadamente con los ojos, vías diversas.
Siempre la ausencia evoca el real que se viste de los cuerpos fugitivos del dolor del amor. Como nos lo muestran, aun en/con la crudeza de la evocación del centro ignoto –amado y angustiante– del cuerpo femenino, meollo de las vicisitudes edípicas en ambos sexos, estos fragmentos de un poema de Miguel Hernández, escrito desde la cárcel, denominado La orilla de tu vientre: “¿Qué exaltaré en la tierra que no sea algo tuyo?/ A mi lecho de ausente me echo como a una cruz/ de solitarias lunas de deseo, y exalto/ la orilla de tu vientre”.
Amor-proyecto
Esta dimensión del amor deambula desde la amistad hasta el contrato, desde el matrimonio hasta la simple cita “para conocerse”, desde el negociado hasta el acuerdo publicitario, desde la batalla narcisista por quién atraviesa primero un pasillo hasta la delicadeza cruel de las formas diplomáticas con que debe desenvolverse la guerra más ensordecedora. Halla en el “hablarse” unos a los otros, operación simbólica por excelencia, su fundamento y sustento posibles.
¿Qué busca esencialmente un proyecto? Anhela los ideales comunes, los señuelos compartidos, aquello que amistosamente reúne y religa, lo que hace religión del asociar-se, del confundir-se, del emparejar-se, del dirigir-se hacia ciertos fines colectivos o individuales (si es que éstos existen, pues todos los ideales están sobredeterminados simbólicamente). Es lo que se consuma en los diversos modos de la identificación. Será la pareja, los hijos, el techo, será la sociedad –con minúsculas o mayúsculas– en la que nos “asociamos” con un bien común.
Pero sus fantasmas “patológicos” son archiconocidos:
1) Los apetitos de las masas, prestas a anular las diferencias que pudieran en su seno suscitarse, con el resultado de aquello que va desde las persecuciones más solapadas hasta la “caza de brujas” más despiadada y feroz.
2) La burocratización insoslayable de la institución del matrimonio, con sus devaneos, giros y circunloquios hacia la degradación y clandestinización de la vida amorosa. Apetitos triangulares en un dúo siempre demasiado calibrado.
3) La exclusividad incierta de la amistad, con su sesgo siempre adolescente –por ende, “padecible”, “adolescible”–, con su demanda de fidelidad y aun lealtad, con su correlato de “traición” estructural, siempre asumida como dramático final.
4) En fin, las necesidades de la lógica del Todo trazando las patologías del amor-comunión, empujando hacia aquellos objetivos que todos deben compartir, pese a la furia y el escándalo de cualquier otro deseo.
Los hijos del tótem terminan siendo esclavos culposos y/o socios sufrientes de sus más igualitarios cerrojos.
Amor al cuerpo
En su punto originario, el amor al cuerpo nos lleva a las reminiscencias de lo materno, siendo teóricamente difícil determinar si su ubicación podría ser llamada pre-pulsional, pulsional o, en un punto intermedio, referida al punto de la “pulsionalización” como tal.
Las cuestiones remitibles al autoerotismo, a las etapas previas al estadio del espejo, no implican las tres dimensiones del cuerpo, sino sólo la tercera. Allí no se juegan tanto los temas del contorno o la silueta corporal, sino las temáticas de la piel y el tacto, del peso, el espesor, de la masa y del volumen. También, el valor de lo térmico, el “calor” trasmisible que estos cuerpos producen.
Desde el punto de vista religioso recordaremos: la temática de la fiesta, en todas sus vertientes histórico-seculares; las prácticas de la rama tántrica del budismo, el tao del sexo y del amor, con su diferenciación tajante entre erección, orgasmo y eyaculación; la religiosidad ínsita en la obra del Marqués de Sade, en la de Bataille o los últimos desarrollos de Michel Foucault, siempre buscando respuestas al interrogante último del goce de los cuerpos amados, más allá de las vicisitudes del dolor y la piedad que el narcisismo, en su ámbito protector, renueva y solicita. Un más allá de la homeostasis, buscado entre temor y truenos.
El amor al don
(el don como amor)
Se trata del tema del padre y del don de su amor: la fórmula que lo define es la que dice que se trata de dar lo que no se tiene a quien no lo es. El narcisismo es una dimensión en la que, por el contrario, “se da lo que se tiene al que (sí) lo es”. El padre corta en acto con la presunción narcisista e instaura la falta. La frase “sólo el amor permite al goce condescender al deseo” es esencial para entender la operatoria del padre, como vacío fundante, sostiene incluso las leyes de toda trasmisión y permite entender todas sus falencias e imposibilidades. Y todos los dolores del hijo en las herencias fallidas de cada paternidad.
Pero si la falta se abre para el sujeto al compás del padre, hay un último paso que dar: en el horizonte un dios de rostro femenino se asoma y, como una estrella, se eleva renovado, libre y feliz, pues ha asumido su propia falta-en-ser. Estamos llegando al límite extático de un amor al infinito. ¿Spinoziano o nietzscheano? ¿Intelectual y divino o embriagado y sensual? ¿Cuál será el género del dolor que en su agonía alimenta todas las creaciones? Estas son preguntas aún no contestadas.
* Fragmentos del trabajo “Cuatro dimensiones del amor y del dolor”.