PSICOLOGíA
› CAUSAS Y CONSECUENCIAS PSICOSOCIALES DEL MIEDO AL CRIMEN
Calles de inseguridad
Al examinar la “percepción de inseguridad”, el autor vislumbra “un convite al crimen potencial para conjurar la potencialidad criminal, un crimen fundado en el miedo al crimen, una aterrorizante fuente de peligrosidad”.
› Por GREGORIO KAMINSKY *
El temor se expande, dicen, por las calles de la inseguridad. Cierta ciudadanía procesional presume blanduras, vocifera dureza y toda causa pública le parece reblandecida. Auspician más criminalidad pública para el conjuro de las criminalidades realmente existentes. Quienes protestan quieren acorazar, en sede privada, cierta sociedad civil frente a la vaciedad de acciones públicas prusianas.
La única libertad es, dicen, aquella que galvaniza seguridad.
Airadas y pendencieras, esas imprecaciones auspician su desvinculación hermenéutica de los horrores multiplicadores de la exclusión que deniegan, (tele) videntes del delito y miopes de sus genealogías.
La criminalidad es, dicen, maldad intrínseca.
Aún se invocan modalidades sociales acuñadas por viejas realidades amoldadas por el espectáculo y morosamente inscriptas en sus estridencias. Seguras eran las calles derechas y humanas.
Modos de vida que exigen más policía –fiera pero honesta–, mayores prisiones para una conducente putrefacción y seguridad en los codos y recodos de aquellos que a(r)man odiando.
Los problemas de la violencia y la seguridad ciudadanas conciernen a los usos y costumbres que rubrican los movimientos del hábitus. Resultan auspiciadas formas tradicionales de reacción urbana en manifestaciones masivas del sentimiento pánico que potencian y reciclan los propios fenómenos de inseguridad concernidos. A falta de otras satisfactorias evaluaciones, los medios revisten de puro color rojo las notas que ilustran delitos y comunican acciones que integran el dominio de lo inseguro.
La violencia y la inseguridad se han enseñoreado de los escenarios de grandes y pequeñas urbes. Los emplazamientos territoriales ya no se dividen solamente en barriales o municipales, populares o elegantes, modernos o tradicionales. La taxonomía actual los ordena en seguros o inseguros.
Se advierten expresiones de sentimientos masivos de desprotección que alcanzan el contraefecto de exhortación –hasta clamor– por el endurecimiento de normas judiciales y actividades policiales, cuyas formas de ejecución son conocidas como políticas de mano dura. Esos procedimientos se acompañan con un mayor armamentismo, la sustitución de la acción pública por la sobrecustodia de la esfera privada y la denominada justicia por mano propia. Así, la seguridad pública de la vida ciudadana se invirtió en modos de privatización de la seguridad individual.
Las calles circulan de otra forma, se meten adentro, son otros sus registros y otras son sus custodias. Endocircuitos. Se auspicia vigilar más el custodiado shopping, esos reclusorios donde nadie se amotina, y desechará la circulación por la plaza pública. Lo cerrado se ofrece como el imaginario relevo pero clausurado por seres de clausura, anhelos entre semejantes que recusan el espacio abierto porque, dicen, nos exige el acarreo de sospechas. Violencia virtual continuada, polución social y riesgos de seguridad que (nos) someten a una socialidad impugnada. Es notable un impulso vigilante que hasta regula los tiempos.
La vida del paseante, figura proverbial de la literatura moderna, trocó en transeúnte de anonimidad absoluta. La novela negra, policial, ha devenido caricatura, burdo maquillaje en blanco, teleteatro de terror banal.
Una curiosa racionalización es aquella a través de la cual parecen medicalizarse fenómenos y violencias del discurso social. La enunciación arrasa con lo enunciado cuando se imputan al delito diagnósticos de enfermedad metastásica, un mal social terminal de las sociedades modernas, al modo de epidemias que azotan con pronósticos reservados de mortandad,de carácter epidemiológico y sanitario. El pronóstico se agrava cuando se trata de un delito que contagia.
No le van a la zaga las hermenéuticas que optan por asociar lo delictivo y sus sujetos a la moralización de esas circunstancias, a la pérdida de escrúpulos, desprecio de clase o revancha social, odio o innata malignidad. También cuenta la psiquiatrización de los actores concernidos, imputables de sociopatías, paranoias y otras truculencias que aderezan subjetividades execrables, aunque expuestas con regocijo cuando se lo vocifera por los medios.
Un análisis merece esa comprensión no como un puro y simple método descriptivo sino, antes bien, como una hermenéutica de análisis microsocial. El estudio de los imaginarios de las violencias y las culturas de la seguridad contribuyen a formular una etnología de nosotros mismos.
Sucintamente, esos modos de uso cultural cristalizan formas eminentes en su presente deterioro, esto es: la estrecha relación entre cultura institucional-imaginarios sociales-formas de violencia-seguridad pública.
Todo acontece en momentos en que no se dispone más que de la formulación de conjeturas amañadas por los usuales recursos informativos disponibles. Se sabe y existe una extendida certeza, tan verosímil como inexpugnable, que asocia pobreza con delito o viceversa. En tanto latiguillo retórico es ligera, simplista y superficial, pero como discurso ciudadano es peligrosa e incivilizada, criminal ella misma. Es claro, no obstante, que participa un plexo complejo de determinaciones que repudia toda causalidad limitada a su imputable excelencia. Pongamos, por caso, la perspectiva jurídica. Esta circunscribe su análisis en la dureza o benignidad de la ley criminal; o las interpretaciones que explican las formas de la delincuencia como obra exclusiva de las contradicciones sociales, o las culturales que las entienden como un producto de una degeneración antropológica y hasta ontológica. Existen también aquellas que aluden a los planos combinados de descenso en la instrucción pública y el deterioro moral. Ninguna de esas perspectivas puede ser desdeñada, la recomendación más aconsejable parece ser aquella que incorpora y no prejuzga preponderancias.
Queda aún más inexplicada la degradación del odio social expuesto ante el odio correlativo al delito mismo y las miradas mediáticas que redoblan odios e invocan tipos fundamentalistas delictivos para combatirlos.
Digamos que, además del hecho de que se piense, la inseguridad se siente. Formulado ante la sensación de inseguridad, el miedo asociado a la delincuencia y el crimen es un tema que mantiene una atención exasperada.
Poco se reflexiona ante lo que se coloca burdamente como irracionalidad. Percepción, sensación, miedo, ante las presencias posibles del sujeto delictivo, acto obnubilado de un temido encuentro con lo fuera-de-la-ley. Estas operaciones de amenaza son menos un reclamo razonado que un temor que traspone la esfera de lo racional colectivo y adopta un componente de desestructuración subjetiva.
Este sentimiento colectivo, exponencial respecto al temor individual que irrumpe y cristaliza en terror, se convierte en un movilizador de manos duras de sectores degradados por culturas conservatistas neoliberales que desconciertan incluso a los distribuidores públicos de la fuerza punitiva. El miedo virtual pero continuado, permanentemente amenazante de un delincuente potencial-real también se extiende, de modo difuso, en los que deben disipar la vulnerabilidad del orden. El miedo generalizado al crimen configura estados subjetivos que las psicologías reducen cuando lo (in)explican como patologías colectivas. Se instala en la mayoría de los actos en que lo privado y lo público se indistinguen, y cuyos desenlaces tienen el rostro del sentimiento pánico. Pánico como entidad que agrupa afectos sin origen, males improcedentes, presunciones corporalizadas y porvenires ciertos pero poblados de incertidumbre. Esta generalización de emociones propaga percepciones de las que no se puede estar ajeno. Un problema reside en que este miedo masivo, el temor a la criminalidad, es a la vez fuente de otra criminalidad. Se trata de una esfera de ilegalidad legitimada de las legalidades de la ciudadanía asediada por sentimientos asociados a la victimización social. Un convite al crimen potencial para conjurar la potencialidad criminal, un crimen fundado en el miedo al crimen, una aterrorizante fuente de peligrosidad expandida, expansiva.
Policía desnudo
El Imperio hace lo suyo y siguiendo el polémico, tenso, trazado conceptual abierto por Carl Schmitt y Walter Benjamin, Giorgio Agamben continúa este tópico no menor sino estratégico y global: la excepcionalidad como grado cero de la normalidad: “El hecho es que la policía, en contra de la opinión común que ve en ella una función meramente administrativa de ejecución del derecho, es quizás el lugar en que se muestra al desnudo con mayor claridad la proximidad, la intercambiabilidad casi, entre violencia y derecho que caracteriza la figura del soberano (Moyens sans Fins, Ed. Rivages, París, 1995).
La notoria implicación entre violencia y derecho no constituye un hecho novedoso, existe una siempre afiebrada interacción que no se disipa sino que consagra un estado de indiferenciación de fronteras que existían entre unos y otros.
Asociación, interacción e indiferenciación son los modos de proximidad que pueden ser considerados como la primera secuencia de intercambio entre las instituciones policiales –aquellas que ejercen el poder de policía– con los nuevos fenómenos de violencia militar internacional y la sucedánea inseguridad bajo las modalidades que inviste la delincuencia y la criminalidad.
Las razones de orden público y de seguridad interior en las que la policía invoca sus formas de decidir procedimientos, refuerzan y simultáneamente deniegan la zona de indistinción entre violencia y derecho, perfectamente simétrica a la de soberanía.
Violencia y derecho en estado de indistinción: ¿es posible dimensionar su gravedad cuando se indiferencia y no distingue protección jurídica con delito, prevención con represión del delito, legalidad con ilegalidad, es decir, la seguridad respecto de la inseguridad?
Parece colisionar de modo traumático y posiblemente definitivo el fundamento jurídico-político de las soberanías porque se pone en entredicho su permanencia en el espacio/tiempo, su imprescindible separación dentro de un estado de derecho.
Estas zonas de indistinción impactan, además, la urdimbre de representaciones, desde jurídicas y económicas hasta culturales y morales, que configuran los requisitos indispensables de soberanía para una sociedad civil y política dadas.
Zonas de indistinción e indiferenciación, que la institución policial constituya o tan sólo participe, activa o pasivamente, de estas desdibujadas fronteras entre la legalidad y su contrario, es aquello que la expone a un ejercicio bifronte de permanentes y continuadas dobles prácticas y discursos.
Cuando la excepción adopta la posición de norma instituida y la norma instituida ocupa el espacio de lo puramente excepcional, la cuestión de la violencia y la inseguridad ciudadana pasan a ocupar la agenda de las cuestiones soberanas de existencia o sobrevivencia de un Estado. En el presente, ésta ya no parece constituir una excepción sino que constituye de hecho la regla prescripta de aplicación. El estado de excepción haredefinido estratégicamente la estructura, función y objetivos de las agencias policiales nacionales. Acontece una ambigüedad de agenciamientos no diferenciados al punto de que las actividades policiales pueden adoptar la modalidad de las fuerzas armadas y éstas las modalidades policiales de seguridad interna. Se recategoriza de manera continuada el rol, la organización y el cometido de las policías. Se pone de manifiesto ese aspecto indiferenciado de las fuerzas disponibles en una sociedad.
En un estado formalmente democrático o sea, autoritario, se presupone, concede, la condición policial excepcional de las fuerzas militares externas, respecto del cuadro interior/exterior de las máquinas de violencia de Estado. Máquinas que funcionan bajo el dudoso eufemismo balístico de accionar.
En las calles de la inseguridad, no importa quién carga las armas, interesa su accionar impersonal.
* Profesor titular regular de psicología social en la UBA. Fragmentos de un artículo publicado en el último número de la revista Pensamiento de los Confines.