Jue 06.10.2005

PSICOLOGíA  › LECTURA PSICOANALITICA DE UN POEMA DE JORGE LUIS BORGES

“Si en aquella mañana hubiera olvido”

A partir de un poema de Borges, el autor de este ensayo propone la noción de un despertar que, a diferencia del cotidiano, “puede liberarnos de la rutina del sueño compartido” y “distanciarnos por un instante de la memoria que, si pautara todos nuestros pasos, nos dejaría sumidos en un sueño sin salida”.

› Por Isidoro Vegh *

¿Qué acerca la literatura y el psicoanálisis? Para un psicoanalista, este encuentro es inevitable. Se lee en la obra y en los decires de los pacientes: en el relato de una película, de una obra de teatro, de un libro. Hubo en la historia del psicoanálisis una posición que irritó a los artistas y con justa razón: la del psicoanalista identificado con los ideales y el saber adecuado a ellos, quien, cómodamente instalado en el legado de Freud, repartía desde allí un esquema que interpretaba, no a la obra, sino a través de ella al autor. Esta posición, además de su cuota de obscenidad –utiliza la obra para dirigir un golpe bajo al autor–, es de escasa o nula creación. Lleva un saber constituido, el Edipo reducido al relato vulgar, y lo aplica sin ningún enriquecimiento para la literatura ni el psicoanálisis.
La historia del psicoanálisis nos permite ubicar otras formas de encuentro, mejores. Las referencias a la literatura son constantes en la obra de Freud, quien elige la denominación “complejo de Edipo” a partir de la mitología griega, como la encontró en la tragedia de Sófocles. La extiende a la obra de Shakespeare, cuando afirma que Hamlet es una versión posterior con las modificaciones inherentes a los cambios en la cultura que acentuaron un aumento en la represión. La que Freud nos muestra es una articulación posible. Descubre una estructura en el decir de sus pacientes, la interroga e indaga en la historia de la cultura hasta que ubica el lugar donde halla desplegada su lógica. La llama complejo de Edipo porque en la tragedia Edipo Rey de Sófocles encuentra la trama que le muestran los sueños o los síntomas de sus pacientes.
Otras llamadas a la literatura las leemos dispersas en las citas reiteradas de admirados versos de Goethe. Para nosotros el referente irremediable es Borges: aunque no nos gustara, es insoslayable. Para Freud, el gran poeta alemán era ineludible y las innumerables citas tienen un doble valor: por un lado, es como si a Freud lo convalidara –no estoy solo en esta epopeya– y por otro es un estímulo, un enigma que lo relanza en sus investigaciones, como sucede con el texto Poesía y verdad.
Otra forma de encuentro sucede cuando Freud acude a Dostoievski. Cuando trabaja el parricidio, establece un correlato entre los textos y la biografía del autor. Tendría entonces que afinar mi anterior cuestionamiento: no considero que para un psicoanalista esté moralmente prohibido establecer relaciones entre la obra y la biografía del autor; no creo que el artista tenga que estar protegido por un tabú especial; el psicoanálisis avanza desmantelando los tabúes y empieza por los propios, no hay analista que pueda serlo si no decide interrogar sus propias marcas. No me opongo a eso, a lo que me niego es a la aplicación de un saber exterior que nada agrega, salvo la ostentación del poseedor de ese saber, que se identifica, además, al ideal. Digo además porque en Kant el ideal no es aquello con lo que el sujeto logre la equivalencia; indica una distancia. Ese psicoanalista que acude con su conocimiento previo cree que es dueño de una verdad. Cuando Freud trabaja la biografía de Dostoievski, está investigando, la obra lo interroga, lo incita a nuevas cuestiones.
Y la teoría del Edipo no es la misma cuando Freud escribe Totem y tabú. Como dice Lacan, esta última teoría tiene una ventaja: es menos cretina. La primera teoría afirma que todo ser humano tiene en su inconsciente el deseo de tener una relación incestuosa con el progenitor del sexo opuesto y que quiere competir hasta la muerte con el del mismo sexo. Si es un varón, acostarse con su madre y matar a su padre: Edipo, la tragedia. Esto lleva a cierto psicoanálisis a una posición moralizante. Supongamos que el paciente nos diga: “Estoy angustiado, me siento mal”. El analista podría sugerirle que deje de fantasear con la mujer de su profesor o la de su jefe y que así la angustia se le irá. En cambio, Totem y tabú, segunda versión freudiana del Edipo, dice que en el comienzo ya hemos matado a nuestro padre; el crimen está hecho, que nadie alegue inocencia. Esta segunda versión es deudora de lo que Freud aprendió con sus pacientes, y también de lo que leyó en Dostoievski.
Una opción es ir a la literatura y aplicarle un saber; otra es poner a nuestro alcance la literatura y lo que dicen los analizantes y dejarnos trabajar por sus letras y sus enigmas. Por este motivo, a la pregunta reiterada de si Freud inventó o creó el inconsciente ofrezco la tercera variante: Freud es inventado por el inconsciente; es lo que lo hace un creador.
En Lacan tenemos otros ejemplos. Uno es La carta robada, texto de sus Escritos que despliega la obra homónima de Edgar Allan Poe. Ninguna referencia a la biografía del autor: Lacan interroga la trama en la que encuentra una lógica. Explica la obra consecuente con su postulación de que lo que hace posible ese invento que llamamos inconsciente es nuestra condición de sujetos de la palabra, homóloga –aunque haya también diferencias– con la lógica interna de un texto literario. Doble valor: el que le otorga al texto y lo que de él excluye, la biografía.
En otro ejemplo, Lacan nos muestra cómo un analista aprende cuando acude al texto de un buen escritor: cuando lee El arrebato de Lol V. Stein, una novela de Marguerite Duras. En su comentario no hay ninguna referencia a Marguerite Duras como sujeto, solo a los personajes y a la trama que mantienen entre sí. Lol V. Stein es una joven que acude a una fiesta con su novio: una mujer mayor –que se muestra como una mujer fatal– invita al novio a bailar y éste queda prendado de su abrazo. Lol V. Stein resta petrificada, medusada por la escena, su madre debe ir a buscarla al amanecer. Desde ese episodio, permanece encerrada en su casa durante años. Luego se muda a otra ciudad. Vuelve a la ciudad de origen casada y con hijos. Su amiga –la primera narradora– cuenta que Lol parece estar bien, aunque percibe en ella algo raro. La trama avanza con la genialidad de Marguerite Duras. Se establece un trío entre Tatiana, la amiga de la infancia, Lol V. Stein y un amante de Tatiana que será compartido por ambas. Lo extraño es que Lol V. Stein suele acudir a un campo frente al hotel donde su amiga se encuentra con el amante y desde allí observa la ventana. El enigma: ¿por qué acude a semejante cita y la reitera una y otra vez? Lacan no lo responde desde ninguna teoría, sino con el texto mismo. ¿Qué es lo que Lol V. Stein mira desde el campo? El texto responde: Lol V. Stein mira la cabellera oscura de su amiga, esa cabellera que atrapa la mirada del amante, esa cabellera bajo la cual, ahí sí, hay un cuerpo desnudo.
Lacan concluye: Lol V. Stein es el prototipo de aquellos personajes que andan por la vida con un vestido sin cuerpo para poner adentro. Lol V. Stein precisa el cuerpo de su amiga para sentir que ella misma lo tiene.
Otro ejemplo es James Joyce. Coincido con la tesis que niega el arte psicótico, no estoy de acuerdo con la llamada pintura psicótica: la pintura es o no es pintura. No existe novela esquizofrénica: es novela o no es novela, buena o mala. Lacan trabajó extensamente la obra de Joyce y se permitió hacer una articulación entre su obra y su biografía. Nunca dijo que Joyce fuera psicótico; dijo que Joyce sufrió de una ausencia de hecho del Nombre del Padre. En la teoría lacaniana, el Nombre del Padre significa una operatoria –que, en términos freudianos, podría ser homóloga a la prohibición del incesto– por la cual se pasa o no. Si no se pasa, lo más probable es que se padezca una psicosis. Lacan sostiene que su obra hizo en Joyce de barrera protectora ante la psicosis. Es exactamente lo opuesto a decir que es una obra esquizofrénica. Su obra sirvió de envoltura necesaria a las epifanías que recogió en la vida y que insertó en sus textos: en el Retrato del artista adolescente, en Stephen Hero, en Ulises. En ellas, vuelve tolerable algo que de otro modo hubiera sido arrasador.
Lacan, cuando transita la obra de Joyce –en el seminario “Le Sinthome”–, no va con un esquema hecho. Su lectura lo conmueve y a partir de ella revierte una vez más la teoría. Dice: “Si seguimos con la teoría del Edipo como Freud la propuso, nunca saldremos de la religión del padre”. Plantea algo distinto, hay un efecto de creación. No va a la obra para demostrar lo que ya sabe sino para dejarse interrogar por ella, a tal punto que toca uno de los pilares de la teoría psicoanalítica, con fuertes consecuencias en el abordaje de la psicosis.

“Tiempo sin memoria”
Con las distancias del caso, intento una intersección de la literatura y el psicoanálisis. Como vivo en Buenos Aires, ya lo dije, es irremediable –y, para mí, de lo más grato– mi encuentro con Borges. Podríamos hacer un ejercicio de lectura de El despertar, poema de su libro El otro, el mismo, de 1964 (ver recuadro).
El título de una obra, cuando se trata de un escritor que ha probado su valía, no es arbitrario. Así, pues, El despertar: “Entra la luz y asciendo torpemente/ De los sueños al sueño compartido”. Es posible distinguir metáforas milenarias que sostienen la oposición entre luz y tiniebla, superficie y profundidad. “Entra la luz”, el durmiente despierta, “...y asciendo”; Borges sigue la tradición, la luz y el ascenso a la superficie. ¿Asciende de dónde? “De los sueños”: de la profundidad y oscuridad de los sueños. A todos nos pasa, el valor del sueño no nos resulta transparente: ¿tiene sentido, es un mensaje, un presagio, es algo que llega del ayer? Y me resulta inevitable, no sueño cuando quiero, ni lo que quiero; me encuentro con el sueño.
Ese ascenso de los sueños lleva “al sueño compartido”. El despertar no nos lleva a la vigilia, nos acerca a otro sueño que es con otros. Dice: “Y las cosas recobran su debido y esperado lugar”. Ese sueño compartido se caracteriza por cosas que encuentran un lugar “debido”, en el orden moral pero también en el orden de lo que uno adeuda. ¿Deuda con qué? Si mantenemos la letra, diremos: “...con el orden compartido”. Estar en el orden compartido es asentir a una demanda: las cosas en su lugar.
Pero agrega: “En el presente, converge abrumador y vasto el vago ayer”. Problema: ese sueño compartido tiene algo que abruma, ese lugar para cada cosa parece que no se decide desde hoy; se decidió ayer, e incluso en un ayer muy lejano. Nombra a Roma y a Cartago: si nombrara sólo a Roma se podría pensar en el esplendor, pero también es Cartago, que perdió la guerra y fue destruida, nombra imperios y también imperios perdidos. “Las seculares migraciones del pájaro y del hombre, las legiones que el hierro destrozó”: el ayer acude, muestra lo que fue y lo que dejó de ser.
Y se produce un cambio: “Vuelve también la cotidiana historia”. Ya no es la historia en general, esa que llega desde el pasado y nos recuerda aquello que fue y ya no es, anticipando lo que me puede suceder a mí que soy apenas un ser humano. Ahora vuelve a la historia cotidiana: “Mi voz, mi rostro, mi temor, mi suerte”. Ese “mi”, que se repite, sitúa a un sujeto. Y dice: “¡Ah, si aquel otro despertar, la muerte...”: nuevamente va en contra de ciertas metáforas coaguladas; se suele decir “el sueño eterno”, “que descanse en paz” y no la muerte como despertar (no obstante, hay versos que así lo anticipan en la mística cristiana: Santa Teresa, San Juan de la Cruz).
¿Cómo podría la muerte ser un despertar? “¡Ah, si aquel otro despertar, la muerte, me deparara un tiempo sin memoria...”. Anhela un tiempo sin memoria, liberarse de la memoria. No es forzado relacionarlo con aquel “abrumador ayer”. La muerte podría ser liberarse ¿de qué memoria?: la que coagula en “...de mi nombre y de todo lo que he sido”. Un nombre implica un conjunto de articulaciones, un lugar en ese sueño compartido. Cuando uno dice “Soy fulano de tal”, dice mucho más que un simple nombre. Borges lo muestra en el orden que sigue: primero el nombre y luego el ser, “de mi nombre y de todo lo que he sido”.
Otro poema de Borges, El Golem, empieza: “Si (como el griego afirma en el Cratilo)/ El nombre es arquetipo de la cosa,/ En las letras de rosa está la rosa/ y todo el Nilo en la palabra Nilo”. Si uno quisiera encasillarlo diría que es ejemplo de una posición nominalista pero me parece que no, que está diciendo el valor fundante del nombre en el mundo de las cosas compartidas; cómo el nombre distribuye el lugar de las cosas en este sueño compartido. Por eso, olvidarse del nombre es también dejar de lado lo que ha sido.
“¡Ah, si en aquella mañana hubiera olvido!”, concluye “El despertar”: ha irrumpido algo que no es homogéneo con el resto del poema. Casi todo el poema se podría contar en estilo indirecto: hay un poeta que escribe cómo entra la luz y se despierta, cómo se siente otra vez inmerso en una rutina que lo abruma, con un ayer que vuelve a reclamarlo y del que quiere liberarse hasta que encuentra que la muerte es un alivio y un olvido. Lo que no puedo contar sin forzamiento en estilo indirecto es la interjección, que se repite, “¡Ah!”. La interjección prefiere el estilo directo.
Cuando dijo “¡Ah, si aquel otro despertar, la muerte, me deparara...”, transmitió un anhelo. En los estudios de gramática, la interjección suele ser citada como el lugar donde se muestra el afecto. Nosotros decimos: un lugar donde se muestra el sujeto. Este “¡Ah...!”, que no es decible en estilo indirecto y que se repite, nos ubica entre la palabra y el suspiro. “¡Ah...!”, donde la voz, el tono, nos acerca a su valor. En este caso el contexto nos guía hacia su tono de anhelo, en esa contraposición de liberación y pesar.
¿Cómo puede ser que la muerte sea un despertar? ¿Tiene Borges una creencia en el más allá? En este punto tenemos que pasar del enunciado a la enunciación: es muerte invocada en un poema, no jugada en el pasaje al acto. Es una muerte que se introduce en la vida, que puede liberarnos de la rutina del sueño compartido, si por un instante pudiéramos despertar de nuestra condición. Si pudiéramos recordar que si Roma y Cartago, con todo su esplendor, desaparecieron, y es lo que nos aguarda a cada uno, tal vez intentaríamos distanciarnos por un instante de la memoria que, si pautara todos nuestros pasos, nos dejaría sumidos en un sueño sin salida.
No es suficiente admitir que la literatura y el psicoanálisis comparten el campo del lenguaje y la función de la palabra: hay algo más. En el poema, hay algo que las palabras dicen en el límite de la palabra; allí donde las palabras se extreman y encuentran lo indecible; algo que Steiner nombró como presencias reales (Steiner, George, Presencias reales, Ediciones Destino, Barcelona, 1991). Se suele creer que los psicoanalistas nos dedicamos al relato, incluso el del sueño. Sí y no. Freud afirmó que el sueño era la vía regia al inconsciente. Yo lo digo de este modo: el sueño, cuando es descifrado, es una formación del inconsciente que nos conduce por buen camino hasta el encuentro con lo real. La literatura y el psicoanálisis se acercan, no sólo en su relación con el lenguaje, sino con lo que se encuentra en su extremo: el enigma que apunta a lo real.
La cuestión del enigma no es unívoca. Dos autores donde la cuestión del enigma se coloca en primer plano muestran articulaciones diferentes. En El proceso y en El castillo, de Kafka, el enigma aparece en primer plano. En el primer caso es imposible saber para el sujeto la razón de su proceso, enigma que nunca develará. En El castillo, es imposible para el sujeto saber quiénes deciden y sobre qué, si tiene derecho o no a formar parte de esa comunidad, de encontrar un trabajo, de ser reconocido. Son enigmas queno se responden. Manera que tiene Kafka de oponerse al racionalismo extremo de la época que le tocó vivir; un modo de presentificar en la literatura que la razón tiene un límite. Lo que sucedió poco después de su muerte verificó que nuestro reino no es el de la razón.
En Joyce el enigma tiene otra estructura. En Ulises y en Finnegan’s Wake armó juegos de palabras en múltiples lenguas, dialectos, referencias históricas, que propuso como enigmas a descifrar. Existe una asociación internacional de lectores del Finnegan’s Wake que se van pasando los descubrimientos. Joyce dijo que su obra iba a provocar por lo menos trescientos años de universitarios dedicados a descifrarla. En este caso el enigma tiene otro valor, ya no llevar al sujeto al límite de lo indecible, sino recrear a Joyce, sujeto de su obra. Mientras sigamos descifrando su obra, Joyce seguirá existiendo. Son dos ejemplos donde se puede ver que el enigma no es unívoco en el efecto que causa, se articula de modos distintos.
Si elevamos el poema de Borges a la dignidad del enigma, además de descifrarlo, si encontramos el buen sentido, tal vez nos acerque al enigma de la otra orilla que nos sitúe mejor en la impureza del ser.

* Fragmento del libro El sujeto borgeano, de próxima aparición.

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