PSICOLOGíA
› UN NUEVO TEXTO DE SLAVOJ ZIZEK
Sexualización del sexo
› Por Slavoj Zizek *
El cognitivista Geoffrey Miller (Mating Mind. How Sexual Choice Shaped the Evolution of Human Nature, Vintage, Londres, 2001) planteó recientemente que el impulso fundamental para la impresionante explosión de la inteligencia humana no fue directamente el asunto de la supervivencia (incluyendo a todos los sospechosos de siempre: la pelea por el alimento, la defensa contra los enemigos, la colaboración en el proceso de trabajo, etcétera). Afirma que, de manera más indirecta, lo que determinó esta explosión se basa en la competencia en relación con la elección sexual, es decir, en el esfuerzo para convencer al compañero de que me elija como partenaire sexual.
Las características que me darán una ventaja en la competencia sexual no son directamente aquellas que señalan mi superioridad sobre los otros, sino indicadores de esas propiedades, los así llamados “indicadores de aptitud”. “Un indicador de aptitud es un trazo biológico que evolucionó especialmente para demostrar la aptitud de un animal. (...) Esta no es una función como cazar, fabricar herramientas o socializar, que contribuya directamente a la adaptación promoviendo la supervivencia y la reproducción. Por lo contrario, los indicadores de aptitud sirven como una especie de metafunción. Se posicionan por encima de otras adaptaciones, proclamando sus virtudes. (...) Existen en un espacio semiótico de simbolismo y estrategia, no en el mundo resuelto de las producciones industriales.”
En tanto los indicadores de aptitud son signos, la primera pregunta que surge aquí es: ¿por qué un animal no haría trampa (mentiría) de forma de producir signos que lo presentaran como más fuerte, etcétera, de lo que realmente es? ¿Cómo puede un posible partenaire discernir la verdad? La respuesta apunta al así llamado “principio de desventaja”, el cual “sugiere que ese gasto prodigioso es una característica necesaria del cortejo sexual”. El pavo real como especie sería mucho mejor si no tuviera que gastar tanta energía haciendo crecer su enorme cola. Pero, como machos y hembras individuales, tienen el incentivo irresistible de hacer crecer su cola tanto como puedan, o de elegir al partenaire sexual con la cola de mayor tamaño que puedan atraer. “En la naturaleza, el gasto involucrado en ser llamativo es la única garantía de verdad a la hora de exhibirse. Esto sucede de la misma manera en la seducción humana. Si una chica recibe un gran anillo de diamantes de su amante, esto no es sólo un índice de riqueza sino que simultáneamente es una prueba de ello, él debe ser suficientemente rico como para poder costearlo.”
No es de sorprender que G. Miller no se resista a formular el cambio que propone a la moda en términos antiproductivos. “Propongo un tipo de revolución marketinera de la biología. La supervivencia es como la producción y el cortejo es como el marketing. Los organismos son como los productos y la preferencia sexual del sexo opuesto es como la preferencia del consumidor.” Y, de acuerdo con lo que dice G. Miller, las habilidades mentales propias de los humanos son indicadores psicológicos primarios de aptitud: “Aquí es donde encontramos habilidades enigmáticas como la inteligencia creativa y el lenguaje complejo que muestran estas enormes diferencias individuales, estas herencias ridículamente altas y los gastos absurdos de tiempo, energía y esfuerzo. (...) Si observamos al cerebro humano como un set de indicadores de aptitud seleccionados sexualmente, estos altos costos no son accidentales. Los costos cerebrales son aquello que lo transforma en un buen indicador de aptitud. La selección sexual hace de nuestros cerebros un gasto constante, cuando no los convierte en totalmente gastados. La selección sexual ha transformado un pequeño y eficiente cerebro de mono en uno gigantesco, ávido de energía, escupiendo comportamientos lujosos tales como conversación, música y arte”.
Uno debe entonces revertir la visión estándar según la cual la dimensión simbólica es un suplemento secundario del valor de uso de un producto. Es más bien el valor de uso aquello que es una “ganancia secundaria” de un objeto inservible cuya producción ha costado muchísima energía para servir como un indicador de aptitud. Inclusive herramientas elementales como hachas prehistóricas de piedra eran “producidas por los machos para su exhibición sexual”, desde que la excesiva y costosa perfección de su forma (simetría, etcétera) no servía a ningún valor de uso directo: “Entonces, tenemos un objeto que pareciera ser a primera vista una herramienta práctica de supervivencia, pero que ha sido modificada de manera importante para funcionar como un costoso indicador de aptitud. (...) Las hachas de mano pueden haber sido los primeros objetos de arte producidos por nuestros ancestros y los mejores ejemplos de la selección sexual favoreciendo la capacidad artística. En un solo prolijo envoltorio, el hacha de mano combina instinto y aprendizaje, fuerza y capacidad, sangre y piedra, sexo y supervivencia, arte y manufactura, familiaridad y misterio. Uno podría incluso mirar toda la recopilación de la historia del arte como una consecuencia del hacha de mano, que reinó cientos de años”.
Pero no es suficiente con llegar al lugar común de afirmar que la dimensión no funcional de exhibición “estética” suplementa la funcionalidad utilitaria básica de un instrumento. Esto es más bien al revés. La exhibición no funcional estética de un objeto producido es primordial y su eventual utilidad viene en segundo lugar, es decir, tiene el status de un efecto colateral, algo que parasita la función básica. Y por supuesto, el caso paradigmático aquí es el del lenguaje en sí mismo, el indicador de aptitud por excelencia, con su excesiva exhibición de retórica inútil: “El lenguaje humano es el único sistema de señales que transmite toda otra clase de información en el cortejo. Sigue siendo un indicador de aptitud, pero es mucho más al mismo tiempo (...) El lenguaje ha evolucionado tanto para mostrar nuestras aptitudes como para comunicar información útil. Para muchos investigadores del lenguaje y filósofos, ésta es una idea escandalosa. Ellos toman la comunicación altruista como la norma, de la cual nuestras fantasías autoprovechosas pueden desviarse algunas veces. Sin embargo, para los biologistas, la exhibición de aptitudes es la norma y el lenguaje es una forma excepcional de ella. Somos la única especie en la historia evolutiva de nuestro planeta que ha descubierto un sistema de indicadores de aptitud y de ornamentos sexuales que también coincide en transmitir ideas de una cabeza a la otra con eficiencia telepática, una distinción para Cyrano y un placer para Scheherezade”.
Sin embargo, lo que G. Miller deja fuera de consideración es la desviación fundamental en la relación entre los sexos que caracteriza al animal humano. Mientras que en el reino animal es norma que el macho debe cultivar atributos atractivos y llevar adelante complicados rituales (cantos, danzas) de seducción, en la especie humana se espera de las mujeres que se vistan y comporten provocativamente de manera de atraer la atención del macho. ¿De dónde proviene esta inversión?
G. Miller, por supuesto, registra la diferencia: “Biológicamente, los woodabe (una tribu de Nigeria) se comportan de manera perfectamente normal, los machos exhibiéndose y las hembras eligiendo. Los concursos de Miss América son los inusuales”; pero no da explicación alguna de esto.
Desde una mirada más detenida, el cortejo estándar es más complejo: implica un tipo de división del trabajo. Si, en el caso de los animales, el macho exhibe sus aptitudes y la hembra realiza la elección, en el caso de los humanos la hembra se exhibe a sí misma, ofreciéndose a la mirada del macho, y luego el macho prosigue con la seducción activa, a la cual la hembra consiente (o no). La función de seducción unificada en el caso de los animales se divide aquí en dos: la hembra toma a su cargo la exhibición pasiva de atributos de belleza y el macho, la exhibición activa de prácticas de seducción (hablando, cantando, etcétera).
Quizá la clave de este desvío reside en otro desvío. Sólo en humanos, lo que originalmente servía como un indicador o instrumento es elevado a un fin en sí mismo. En el arte, la exhibición de atributos se convierte en una actividad que brinda satisfacción en sí misma. Cuando Steven Pinker (How Mind Works, Penguin Books, 1998) se refiere al arte, propone la fórmula básica de esta “mala aplicación”: “Algunas partes de la mente registran la obtención de incrementos de aptitudes mediante la liberación de una sensación de placer. Otras partes utilizan el conocimiento de la causa y efecto para la obtención de logros. Uniendo ambas, el resultado es una mente que se enfrenta a un desafío biológico sin sentido: resolver cómo llegar a nivel de los circuitos de placer del cerebro y entregar pequeñas sacudidas de satisfacción sin el inconveniente de la extracción de genuinos incrementos de aptitud del mundo displacentero”.
No es para sorprenderse que el primer ejemplo que Pinker brinda de este tipo de circuito-corto se trate de una rata atrapada en el ciclo vicioso de satisfacción letal. “Cuando una rata tiene acceso a una manija que envía impulsos eléctricos a un electrodo implantado en el embrollo central de la parte anterior de su cerebro, presiona esa manija furiosamente hasta que cae rendida, exhausta, relegando oportunidades de comer, beber y tener sexo.”
Abreviando, la pobre rata literalmente “se quemó el cerebro”. Este es el modo en que funcionan las drogas. En un modo de afectar directamente al cerebro; lo que obtenemos aquí es un afrodisíaco “puro”; no un medio de estimular nuestros sentidos en tanto instrumentos que proveen placer a nuestro cerebro, sino una estimulación directa de los centros de placer dentro del cerebro mismo.
El paso siguiente, más mediato, es el acceso a los circuitos de placer “por vía de los sentidos, que estimulan los circuitos cuando se encuentran en un medio que habría llevado a un desarrollo de aptitud en generaciones pasadas”, según Pinker. En generaciones pasadas, cuando el animal reconocía un patrón en su medio ambiente que comprometía su chance de supervivencia (de conseguir alimento, evitar el peligro, etcétera), este reconocimiento estaba señalado/acompañado por la experiencia de placer. Ahora, el organismo produce directamente estos patrones como una manera de obtener placer. Esta matriz se aplica al alimento, la bebida y los placeres sexuales e incluso al arte. El fundamento de una experiencia estética es el reconocimiento de patrones sensuales (simétricos, claros, etcétera) que originariamente nos permitían orientarnos en nuestro medio ambiente.
Por supuesto, el enigma aquí es: ¿cómo surge este circuito-corto? ¿Cómo puede la experiencia de placer, que originalmente era un producto secundario (efecto colateral) de una actividad orientada a una meta que aspiraba a la supervivencia (es decir, una señal de que esta meta era conseguida), haberse transformado en una aspiración en sí misma?
El caso paradigmático aquí es, por supuesto, el de la sexualidad. El placer sexual, el cual originalmente señalaba que la meta de la procreación había sido alcanzada, se transforma en una aspiración en sí misma, tanto que el animal humano gasta enormes cantidades de tiempo persiguiendo esta aspiración, planeándola en detalle, bloqueando incluso directamente su meta original (por medio de la anticoncepción). Es la actitud católica, al permitir el sexo sólo para la meta de la reproducción, aquella que la rebaja al apareamiento animal.
La mayor de las lecciones freudianas de G. Miller se refiere a que la explosión de las capacidades simbólicas no se expande simplemente al alcance metafórico de la sexualidad. Es decir, que actividades que son en sí mismas profundamente asexuales pueden ser “sexualizadas”, todo puede ser “erotizado” y comenzar a “significar que...”. Más profundamente esta explosión sexualiza la sexualidad misma. La cualidad específica de la sexualidad humana no tiene ninguna relación con la realidad inmediata, un tanto estúpida, de la cópula, incluyendo los rituales preparatorios de cortejo. Es sólo cuando la cópula animal se enreda en el círculo vicioso autorreferencial de la pulsión, en la prolongada repetición de su fracaso de alcanzar la Cosa imposible, cuando nos encontramos con aquello que llamamos sexualidad, es decir, cuando la actividad sexual misma se sexualiza.
En otras palabras, el hecho de que la sexualidad pueda ser desbordada y funcione como un contenido metafórico de toda (otra) actividad humana no es un signo de su poder sino, por el contrario, un signo de su impotencia, de su fracaso, de su bloqueo inherente.
Y, quizás, es desde aquí que uno debería retornar a los indicadores de aptitud. ¿Acaso la singularidad humana no reside en cómo estos indicadores –el placer que extraemos de lidiar con ellos– se convierten en un fin en sí mismo, de manera que, en última instancia, la supervivencia biológica misma es reducida a un simple medio, a la base para el desarrollo de “actividades superiores”?
* Fragmento de un trabajo incluido en la revista Enlaces, Nº 10, de inminente aparición.