PSICOLOGíA › PADECERES CARACTERISTICOS DE LA CONTEMPORANEIDAD
La autora, en un recorrido teórico que incluye tanto a Roger Caillois como a Confucio, examina los males de una época en la que “no hay intercambio en que la mala inteligencia esté ausente”.
› Por Alejandra Glaze *
Hoy se escucha hablar de las nuevas formas de la angustia, y si bien sabemos que la angustia carece de forma, se corporiza muchas veces a través del miedo, el pánico y el vértigo. La angustia carece de forma, pero afecta a las formas. Son sus manifestaciones, los modos de defensa frente a ella, las que producen “formas”, aquellas formas o cuerpos o topografías o localizaciones o agujeros que el psicoanálisis y los discursos sociales encuentran en su práctica.
El miedo, el pánico y el vértigo son también modos de aprehensión del mundo; constituyen en el hombre los objetos de su interés. Es decir que son también coordenadas que ubican al sujeto en su época, su modo de captar y quedar captado por aquello contemporáneo que lo habita.
Roger Caillois, escritor, antropólogo y ensayista francés, en su libro Fisiología de Leviatán, plantea que, en el siglo XX, “ninguna prohibición se halla bien delimitada y, en un universo en el que todo parece sólido, en realidad todo se encuentra secretamente alterado. Las palabras ya no responden a los actos ni las conductas a los discursos”. Y agrega: “La sociedad no existe más que para el control y la administración. Sólo actúa entre límites forzosamente indecisos y sin que su vigilancia pueda revelarse siempre eficaz. Su función no consiste más que en prohibir. Eleva barreras, deja abiertas ciertas vías, prohíbe el acceso a otras. Uno se encuentra en verdad ante una extravagante y peligrosa aventura: las palabras usadas no por el sentido que tienen, sino por el efecto que producen”. Caillois se pregunta: cuando las palabras pierden su claridad, cuando se emplean unas por otras, “¿qué punto de referencia, qué medida común permite a los hombres el menor intercambio en que la mala inteligencia no esté presente?”. Ya no hay enseñanza que pueda transmitirse o aprenderse. Es lo que se define como una era donde la palabra es libre, donde nada de lo que se dice tiene necesariamente consecuencias, como efecto del desencadenamiento de esa palabra, anunciado por Lacan, que nos ubica frente a la encrucijada de una clínica diversa de la de Freud, en la época victoriana de los comienzos del psicoanálisis. Es una palabra que Jacques-Alain Miller ubica en el contexto actual como instrumentalizada en función de la urgencia.
Según Guillermo Belaga, en La urgencia generalizada, “si existe la consulta de urgencia frente al acontecimiento, es porque previamente algo ‘resistía bien’, existía una subjetividad organizada en un imaginario firme que permitía funcionar sin sobresaltos, hacer lazo social, e incluso lograr que se pueda no consultar, ‘no tener urgencias’. A esta construcción, que puede relacionarse con los aspectos narcisistas del individuo moderno, se la describe como ‘imaginario de seguridad’”.
Se dice que preguntaron a Confucio qué medida aconsejaría al príncipe Ling de Wei para restaurar la paz y las buenas costumbres en su reino, donde la anarquía había llegado a su colmo: “Corregir las denominaciones”, respondió. Y explicó: “Cuando las denominaciones son incorrectas, las razones son incoherentes; cuando las razones son incoherentes, los negocios están comprometidos; cuando los negocios están comprometidos, no se cultivan la música ni los ritos; cuando no se cultivan la música ni los ritos, las penas y castigos son inadecuados, el pueblo no sabe con qué pie bailar ni qué hacer con sus diez dedos”.
Y Caillois agrega: “Vence aquel que, por los procedimientos más groseros, sabe mejor servirse de ellos (de esas palabras hechas signo), no en lo que significan, sino como otros tantos incentivos para provocar las pasiones y todo lo que pueden administrar para un fin determinado. Todo se reduce a la técnica”. Es éste, por desdicha, el caso de la mayoría de las palabras para la mayoría de los hombres. No hicieron más que oírlas, leerlas y repetirlas de la manera que les parece más verosímil. Tal vocabulario no representa de ningún modo un aumento de instrucción. Al contrario, constituye un grave peligro. Desarma al hombre. Embrolla su juicio. Hace al mismo tiempo, de esa criatura desconcertada, una presa fácil para el charlatán o para el ingeniero. Jacques Lacan, desde el comienzo de su enseñanza, elabora su propia teoría de lo mental, la manera en que cada uno se apropia del mundo que lo rodea. Para el sujeto, hay algo que falla en la manera de comprender las coordenadas que rodean a ese sujeto, y unas ciertas creencias que no coinciden con ese mundo, lo que hace que el sujeto sufra de su propia falla del pensamiento.
Hoy en día, nos encontramos con un mundo donde la construcción del sujeto de la ciencia es correlativa a la caída de los grandes relatos legitimadores, impotentes para regular lo desencadenado por el abroquelamiento obstinado del capitalismo, la ciencia y la técnica, que lleva al extremo lo descripto por Caillois a mediados del siglo XX. Según Lacan, en su relación con el saber, el sujeto se encuentra inmerso en “la misma ambigüedad que manifiestan los efectos de la ciencia en el universo contemporáneo”, el desconocimiento absoluto acerca de los efectos que su discurso produce sobre ese mundo.
La moral civilizadora de la época victoriana, que orientaba y regulaba las relaciones entre los hombres, poniendo barreras y prohibiciones, hoy no tiene efectos como en ese entonces. Incluso, varios son los que acusan a la civilización actual de echar a perder las costumbres, en un llamado a un padre terrorífico, llamado al que debemos oponernos enfáticamente; pero el diccionario sostiene que desmoralizar no significa corromper, sino desalentar, “perder las esperanzas”. Esperanzas del conocimiento defraudadas por estructura, y por insistencia incluso de la ciencia, atada como está a la ideología del progreso que tanto prometió.
Para Lacan, parafraseando a Epicuro, “la fe nació de la observación mil veces repetida de que la mayoría de nuestros actos no alcanzan su objetivo. Siempre queda necesariamente un margen entre nuestros designios mejor concebidos y su cumplimiento; permanecemos así en la incertidumbre, madre de la esperanza y del temor”, presos del miedo con el que no sólo nos protegemos, sino que adquirimos alguna certeza sobre qué hacer con una existencia que por estructura es injustificable, concurriendo en su ayuda esos relatos que de algún modo otorgan un ser en el mundo.
El miedo organiza una topografía social. Ubica con precisión aquello a qué temer, creando al mismo tiempo el objeto de temor, localizando y precisando la angustia en un punto definido y claro. La seguridad se convierte así en el motor de lo social, y de allí a la paranoia generalizada hay un solo paso. Lo amenazante queda identificado con un objeto del mundo, mientras que la angustia, lo que no engaña, es un punto de captura del sujeto en aquello más propio, aquella falla estructural, que define al sujeto en relación con una decepción radical respecto de aquello que uno creía ser. De aquí surgen “los decepcionados del deber ser”, como llama Miller a aquellos sujetos que llegan al analista porque quisieran ser diferentes de lo que son, en clara relación con el Ideal.
Pero ¿qué sucede cuando ese miedo atrae y el vértigo es lo que manda? Cuando, en vez de huir, el sujeto se ve conminado a caer en él, a buscarlo, a sentirse atraído por ese fuego, quedando paralizado, arrastrado a su pérdida; y, por la visión misma de su propio anonadamiento, convencido de no resistir a aquello que lo seduce por medio del terror, muchas veces en la posición esclavizada de quien, sin voluntad ni posibilidad de decidir, queda seducido por el consentimiento a lo irremediable del estrago, como tipo eminente de efecto de toda práctica humana.
Este vértigo destruye la autonomía del ser, que la sociedad capitalista dice proteger. En esta aspiración por un abismo, una inoportuna parálisis que invade a quien se entrega a su fascinación. Se quieren hacer los movimientos que separan del peligro pero se hacen los que corren hacia el objeto de su espanto, en un pasaje al acto, hoy a la orden del día, donde la certeza subjetiva se constata a nivel de la pulsión, esto es: un acto gracias al cual el sujeto, en vez de ser, hace, para liberarse de los efectos del significante. Eric Laurent plantea que, en esta época, “el sujeto prefiere su goce antes que su autoconservación”, en una búsqueda desesperada por la “presencia del Otro en nosotros”, en lo que también define como una sobredosis generalizada, un empuje al goce desenfrenado. Es la época de la desvergüenza frente al goce, y Miller dice que “nos encontramos en el punto donde el discurso dominante prescribe no tener más vergüenza del goce. De lo demás, sí. Del deseo, sí, pero no del goce”.
* Fragmento del prólogo a Una práctica de la época. El psicoanálisis en lo contemporáneo, por Alejandra Glaze (comp.), ed. Grama.
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