PSICOLOGíA › ESTADO DEL DEBATE SOBRE LA DIFERENCIA
Luego de explicitar el punto desde el cual lee (“soy mujer, feminista, de clase media...”), la autora reexamina el debate sobre la diferencia sexual, para lo cual toma en cuenta los aportes del pensamiento feminista, de los men’s studies, de los gay and lesbian studies y la perspectiva del psicoanálisis.
› Por Irene Meler *
El debate sobre la diferencia sexual se inauguró como un diferendo planteado por el pensamiento feminista con respecto a los modelos androcéntricos sobre cómo se construye, a lo largo del desarrollo, la representación de la diferencia sexual. Después, los disidentes dentro del colectivo masculino hegemónico crearon los Men’s Studies, que destacaron la ausencia de homogeneidad en el interior del mismo colectivo masculino: al poner énfasis en la variabilidad intragénero, pusieron en entredicho el carácter polarizado de la representación social acerca de la diferencia sexual. Finalmente, los Gay and Lesbian Studies, o Queer Studies, aportaron la perspectiva de quienes no se ajustan al binarismo que ordena sexo, género y deseo a cada lado de la línea de demarcación entre varones y mujeres.
Todos estos puntos de vista pueden entablar un diálogo porque, más allá de la prioridad histórica, lo que importa es la interacción entre ellos; sus particularidades derivan de las diferentes posiciones sociales y subjetivas de quienes los han construido. Y ya que hago alusión a la importancia del standpoint o punto de vista, debo exponerme como sujeto del discurso, saliendo del cómodo abrigo que supone una postura pretendidamente universal, renunciando a la ilusión positivista de “una mirada desde arriba”: soy mujer, feminista, psicoanalista de edad madura, de clase media, de origen judío, cuya orientación sexual es, al menos por lo que sé, heterosexual, y cuya marginalidad con respecto a las instituciones oficiales no excluye el respeto por los principios básicos de la teoría psicoanalítica y por su método terapéutico. No pretendo representar otras voces, propias de otras posiciones subjetivas.
Sin embargo, estas precisiones sobre la posición del sujeto deben dejar un espacio para la empatía y para el hecho de que no existen identidades puras, sino que todos somos de algún modo mestizos. La orientación sexual no es más que el resultado de una votación, ganada por una mayoría que nunca se sabe cuánto tiempo va a conservar su predominio; el hecho de haber padecido discriminación me permite simpatizar con otras etnias también discriminadas; recuerdo todavía la pobreza y, en cuanto a la edad, dicen que siempre se tienen veinte años en un rincón del corazón. Si no asumimos esta doble condición de la subjetividad, su multiplicidad inconsciente y el inevitable ordenamiento preconsciente, caeremos en la elaboración de un zoológico taxonómico con ribetes siniestros, una grilla apta para las exigentes demandas de una investigación positivista, pero inadecuada para establecer una política de coalición entre diversos sujetos que se unifican en un malestar compartido con respecto de la cultura hegemónica.
Nancy Chodorow –psicoanalista norteamericana de la escuela de las relaciones objetales, con formación previa como socióloga y antropóloga feminista– advirtió que los sujetos no establecen la diferencia del mismo modo: no sólo somos diferentes, sino que también difiere nuestra representación acerca de esa diferencia. En El poder de los sentimientos (2003) expuso cómo los varones se ven forzados a abandonar la identificación primaria con su madre para realizar un proceso descrito como “desidentificación con respecto a la madre”. La madre trata a los hijos varones, desde el inicio, como diferentes de su ser, y sexualiza de modo virtual el vínculo con ellos. Esto se aplica a madres cuya orientación del deseo es a predominio heterosexual. Los padres, por su parte, se ofrecen como modelos de identificación. Esta situación promueve que, en el psiquismo masculino, los límites que se establecen entre el sí mismo y el otro sean más rígidos e inflexibles, y también más nítidos, de lo que suele ocurrir en las mujeres.
Las niñas tienden a mantener una cierta porosidad de esa discriminación temprana, debido a que su identificación primaria con la madre es más sólida y persistente. Esta tendencia favorece tanto la empatía como la confusión con el otro, según sea el caso.
A partir de esta diferenciación entre el sí mismo y el otro propia de los primeros tiempos del desarrollo, ¿cómo se llega a la construcción subjetiva de una representación de la diferencia sexual? Me refiero a los logros evolutivos a los que se adviene mediante la resolución edípica. En el relato de Sigmund Freud (“Sobre la sexualidad femenina”, 1931, y “La feminidad”, 1933), el proceso subjetivo masculino se caracteriza por la ansiedad de castración y el menosprecio triunfante respecto de las niñas. El relato freudiano, aunque sesgado, pudo haber dado cuenta de modalidades de subjetivación propias de un período histórico con fuerte dominación social masculina. En la actualidad, surgen transformaciones subjetivas. Jessica Benjamin (Sujetos iguales, objetos de amor, 1997) considera que hay formas de desarrollo psíquico donde la masculinidad no se construye forzosamente sobre la desidentificación temprana respecto de la madre. Las identificaciones que cruzan géneros no son repudiadas, sino que se integran en el sí mismo, de modo minoritario con respecto a la corriente identificatoria hegemónica. Esta modalidad ya había sido teorizada por Joyce McDougall (“La homosexualidad femenina” en La sexualidad femenina, de Jeannine Chasseguet Smirgel). Estos relatos procuran dar cuenta de la multiplicidad y variedad de lo inconsciente, no sólo de la fachada manifiesta con la que se busca la adaptación, hacia la cual los varones son empujados por una poderosa presión social.
En cuanto a las niñas, el relato freudiano consideraba que se separan con odio de su madre, a la cual hacen responsable de la supuesta desventaja anatómica respecto del varón. Resta para las mujeres la sensación de haber sido defraudadas, la asunción dolorosa y gradual de un estatuto devaluado, o la revuelta –considerada por Freud como casi delirante y travestida–, donde la niña construye un carácter masculino. Esta entrada en la feminidad, signada por la desvalorización de la condición femenina y por la idealización de lo masculino, pudo haber sido observable en sociedades marcadamente sexistas. Como expresó Luce Irigaray (Speculum, 1974), el superyó femenino no ama a las mujeres.
Nancy Chodorow (El ejercicio de la maternidad, 1984) elaboró un relato alternativo de la resolución edípica femenina, en el cual la madre, aunque pase a ser una rival, es conservada como objeto de amor. En cada paso del camino, la niña se vuelve hacia ella para compararse, para ver si está contenta, si está celosa: la madre constituye un punto de referencia vivo y activo en el interior de la subjetividad de las mujeres. No podía ser de otro modo tratándose de un vínculo primario con quien fue, a la vez, el primer objeto de amor y el modelo para el ser.
La masculinidad y la feminidad modernas, como representaciones colectivas, se han construido sobre la base de una escisión. Yessica Benjamin (Revisiting the riddle of sex: An intersubjective view of masculinity and femininity, N. Y., 2003) describe cómo, en la construcción simbólica de la diferencia sexual, lo que en última instancia se tramita es la lucha por la vida, o sea la lucha contra la vulnerabilidad humana y la dependencia infantil: lo masculino escinde de sí mismo a la criatura temerosa y construye, por proyección, una feminidad que alberga en sí ese aspecto disociado; surge así la figura de la hija, personaje denigrado y a la vez excitante, objeto de un deseo incestuoso, la cual viene a constituir una modalidad sexualizada de reunificación del self masculino disociado.
Vemos que esta estrategia de socialización primaria, lejos de conducirnos hacia la discriminación racional, hacia la aceptación de la falta y la instalación de una legalidad que haga posible la convivencia –tal como nos lo han prometido los relatos freudiano y lacaniano–, socava la ley fundante del orden humano, de modo tal que el padre abusa de la hija por nostalgia del propio ser infantil al que debió renunciar para hacerse hombre.
El apego ritual a los relatos elaborados por Freud y por Lacan nos induce a reiterar la lógica patriarcal: no resulta útil para un pensamiento que busque descubrir, alentar, crear y promover formas alternativas de subjetivación, que sienten las bases de un lazo social diferente del que conocemos.
Entre las psicoanalistas feministas con formación lacaniana, el caso de Luce Irigaray merece un comentario específico. Su reivindicación de la diferencia sexual y de la especificidad de lo femenino (Ser dos, 1998) procuró sustraerse a la lógica falocéntrica, en la cual lo femenino podía optar entre ser un reflejo especular de lo masculino o ser un sobrante, una excepción, una anomalía de lo simbólico que debía ser reducida prontamente al orden fálico para advenir a un estatuto subjetivo. Su discurso crítico de “La feminidad” y del seminario de Lacan Encore marcó un hito en el pensamiento feminista. Sin embargo, su insistencia en remarcar el carácter irreductible de la feminidad conduce nuevamente al atolladero de la lógica binaria.
Corresponde admitir que existen muchas semejanzas entre varones y mujeres, no sólo La diferencia. En la medida en que compartimos las diversas áreas de la experiencia social, nuestra subjetividad se va asemejando. Aun en el caso, mayoritario, de la elección heterosexual de objeto, el “carácter masculino” y el “carácter femenino” (que han dado lugar a tantos escritos discriminatorios en el campo psicoanalítico) están dando espacio a un carácter mixto, que integra liderazgo y firmeza con vulnerabilidad y necesidad de afecto, aspectos que se despliegan de acuerdo con el contexto y la ocasión. Elizabeth Badinter (El uno es el otro, 1987) considera que, si bien esta tendencia disminuye la atracción pasional entre mujeres y varones, permite ganar en empatía y camaradería.
Existe una gran diversidad en los estudios sobre la masculinidad: algunos autores no esconden su añoranza por los viejos tiempos modernos; otros ensayan modelos alternativos. David Gilmore (Manhood in the making. Cultural concepts of masculinity, Yale University Press, 1990), si bien registra la diversidad entre las múltiples formas de masculinización que existen sobre el planeta, encuentra un hilo conductor en torno de imperativos sociales como la protección, la provisión y la fecundación. La masculinidad es según él una estrategia grupal para hacer frente a los desafíos de la existencia (Gilmore parece aprobar esa estrategia: construye un universo funcionalista de armoniosa complementariedad).
Otros autores, en cambio, han señalado los aspectos ofensivos de la masculinidad con respecto a las mujeres y los niños, así como la diversidad en el interior del colectivo masculino. Esta diversidad proviene de la ubicación en una jerarquía, ya que la masculinidad es de por sí una construcción asociada con el poder y la estratificación jerárquica. Robert Connell (Masculinities, Cambridge, Polity Press, 1996) diferencia entre la masculinidad hegemónica, característica de los varones dominantes, de otras formas de masculinización propias de quienes se inscriben en estamentos subordinados. Un resultado colateral, aunque muy importante, es que esta variabilidad pone de manifiesto la asociación contingente que mantiene la masculinidad con los cuerpos masculinos y destaca la asociación estructural que existe entre masculinidad y poder.
El antropólogo Maurice Godelier (La producción de grandes hombres. Poder y dominación entre los baruya de Nueva Guinea, 1986) considera la masculinidad como fundante de la estratificación social, en lo cual coincide con Pierre Bourdieu (La domination masculine, Editions du Seuil, 1998), quien estudia las sociedades humanas como caracterizadas por la dominación masculina.
Existen penas de suma crueldad para los varones poco dominantes y todas ellas implican una feminización degradante. La subordinación, que resulta naturalizada para las mujeres, adquiere ribetes de infamia cuando se adjudica a los varones. Michael Kimmel (en Fin de siglo, Nº 17. Género y Cambio Civilizatorio, Santiago de Chile, 1992) se refirió a la “policía de género”, un recurso de control social para promover la masculinización de los varones y sancionar a quienes no la logren.
Las teóricas feministas han puesto de manifiesto la forma en que la pretendida diferencia sexual es en realidad una jerarquía en la que ocupamos una posición subordinada; los relatos acerca del desarrollo evolutivo no han hecho más que especificar los estadios por los que cada ser humano debe atravesar, no sólo para crecer, sino también para ajustarse a la dominación social masculina; y los investigadores de los men’s studies han destacado el carácter opresivo que adquiere, para ellos mismos, el imperativo de ser dominantes. Los queer studies surgieron como expresión de la posición subjetiva y social de aquellas personas que, de modos diversos y en formas diferentes, no se ajustan al binarismo del modelo simbólico que parte la experiencia en dos universos: el masculino y el femenino.
La autora más conocida y apreciada en el campo de estos estudios es Judith Butler (El grito de Antígona, 2001). Ella logra sustraerse a la paralizante paradoja que deriva de preguntarse cómo es posible que un sujeto, constituido en el interior de los ordenamientos culturales vigentes, pueda modificarlos. Lo hace mediante una astucia de la razón: dice, sencillamente, que es posible hacerlo de a poco. A medida que fraseamos las viejas melodías vamos introduciendo acordes diversos, que abren posibilidades de inteligibilidad y de dignidad para la experiencia subjetiva de muchas personas. Dentro de los estudios psicoanalíticos de género, leer a Judith Butler implica abandonar los modelos únicos del desarrollo para aceptar la posibilidad de que coexistan diferentes modos de construcción del psiquismo, no todos los cuales pasan por el modelo edípico convalidado en el campo psicoanalítico.
La desimplicación entre homosexualidad y psicopatología es un logro histórico que nos rescata de los modelos normalizadores, donde el psicoanálisis se transformaba en una especie de carrera de la cual se emergía con un certificado de salud mental. La elección homosexual de objeto amoroso no es un indicador que permita establecer un diagnóstico de personalidad. Por el contrario, existe entre los homosexuales una diversidad subjetiva semejante a la que encontramos en sujetos cuyo deseo es heterosexual. La homosexualidad como dadora de identidad es una creación moderna, lo cual destaca el carácter histórico y construido de esta representación.
En El grito de Antígona, Butler plantea que la legalidad llamada femenina podría constituir “el inconsciente de la ley pública, la condición femenina no consciente de su posibilidad”. Y, según esta autora, la familia fue concebida inicialmente como proveedora de soldados para el Estado; en esta paradoja fundacional del orden simbólico, el cuidado de la vida ha estado, en última instancia, al servicio de la destrucción.
Para una perspectiva psicoanalítica conviene tener en claro que la subjetividad se crea en un contexto vincular. Las disposiciones subjetivas, que se refieren a la imagen del sí mismo y de los otros, al amor al propio self y al semejante/diferente, se articulan con las representaciones colectivas, una vez establecidos los fundamentos del desarrollo psíquico en el contexto de alguna forma de familiarización. El análisis de los estilos de familia es un punto estratégico de enlace entre las teorías feministas y las psicoanalíticas, ya que, en ellos, una institución social fundamental se articula con la subjetividad de quienes se constituyen en su interior.
El parentesco ha sido el modo primario de organización del intercambio social y la interiorización de estas regulaciones implica que el sujeto es apto para convivir en el interior del universo simbólico que lo recibió al nacer. Pero cualquier matiz sacralizado que pudiera atribuirse a esta normativa se diluye si recordamos que las uniones sexuales permitidas y las prohibidas fueron establecidas en un régimen de dominación masculina.
Podemos acordar en la condición necesaria de alguna clase de normativa, pero esto no implica una adhesión irreflexiva y conservadora a las reglas vigentes. Y la realidad cotidiana nos presenta a muchas personas que, calladamente y sin conciencia cabal de estar creando modelos alternativos, se han ido liberando del corsé de la modernidad temprana para disfrutar y padecer la amplitud de opciones que ofrece la posmodernidad. Nada es claro cuando se está inmerso en un proceso; nada, excepto que ya no es posible admitir que existan regulaciones simbólicas universales y atemporales. Nuestros modelos, valores y símbolos son productos históricos, y la historia se escribe al ritmo de las relaciones de poder y de sus desenlaces, siempre provisorios.
El psicoanálisis había entendido las familias mediante una lógica que jerarquizó la sexualidad y la ley. Pero, de acuerdo con tendencias psicoanalíticas contemporáneas, la sexualidad comparte su importancia con otros sistemas motivacionales (Hugo Bleichmar: Avances en psicoterapia psicoanalítica, 1997). Entre éstos, la noción de apego pasa a protagonizar los modelos explicativos de las teorías que atribuyen gran importancia a los primeros estadios del desarrollo y que fundan el lazo social en los cuidados maternos, en lugar de hacerlo sobre la base de pactos entre varones. Si el apego es nuestro eje primario y la ley es contingente, todo arreglo que garantice cuidados a los infantes inmaduros, todo pacto de convivencia y alianza pasan a adquirir legitimidad; la proliferación de modos de familiarización deja de ser percibida como un caos y la diversidad de estilos subjetivos se ve como comprensible y aceptable.
El modelo moderno de familia nuclear ha sido más hegemónico en el imaginario colectivo que en la realidad social. En todos los períodos críticos de la historia –y estas crisis son cíclicas– surgieron arreglos familiares no convencionales a fin de promover la supervivencia de los niños y la alianza entre los adultos.
La modernidad tardía se caracteriza por su clima de desamparo, pero ofrece alternativas de libertad. Entre ellas, la posibilidad de construir un género personal, una versión idiosincrásica de feminidad o de masculinidad o, incluso, una alternativa que se arriesgue a negarse a la definición.
* Directora del Curso de Posgrado de Actualización en Psicoanálisis y Género (UNSL y APBA). Extractado de un trabajo que se presentó en las VIII Jornadas de Actualización del Foro de Psicoanálisis y Género (APBA), agosto de 2006.
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