PSICOLOGíA › MEMORIA DE MAURICIO GOLDENBERG
La empresa que, a lo largo de su vida, desarrolló el legendario psiquiatra Mauricio Goldenberg “puede entenderse como el programa no concluido de una desmanicomiali-zación de la psiquiatría. Su enseñanza fundamental es que no hay reforma que pueda focalizarse sólo en el manicomio: la estructura de la asistencia en salud mental en su conjunto debe ser transformada”.
› Por Hugo Vezzetti
Con Mauricio Goldenberg –que murió el 12 de septiembre, en Washington, donde residía– desaparece un símbolo mayor de la voluntad reformista en la psiquiatría argentina. En 1984, convocado por el presidente Alfonsín, dejó unos Lineamientos Generales para el Plan Nacional de Salud Mental que hoy pueden leerse como la expresión de un proyecto interrumpido, si no fracasado, al menos en la ciudad de Buenos Aires. Hace más de veinte años, el Plan de Goldenberg proponía una transformación integral de la asistencia, incluyendo sobre todo la reforma de los grandes asilos psiquiátricos. ¿Cuánto más hay que esperar para que algo así se encare con eficacia y voluntad política?
La obra de Goldenberg debe seguirse en su acción institucional, ya que escribió muy poco. Había comenzado en la psiquiatría tradicional, junto a Gonzalo Bosch, que era a la vez director del Hospicio de las Mercedes y presidente de la Liga Argentina de Higiene Mental. El movimiento de la higiene mental, que surgió en los Estados Unidos fuera de la psiquiatría y llevaba como bandera la reforma de los manicomios, nació en nuestro país dentro del manicomio mayor de Buenos Aires. En esa mezcla ambigua, francamente incompatible, ya estaba presente el peso de una tradición asilar arraigada, resistente a los cambios, que ha dejado sus huellas en los herederos actuales de Bosch. Goldenberg, hay que recordarlo, empezó allí. Sus primeros trabajos, publicados en la Revista Argentina de Higiene Mental en 1945 y 1946, trataban sobre tópicos muy característicos de esa psiquiatría que desplazaba sus funciones sobre la sociedad: la inmigración y el alcoholismo (que fue el tema de su tesis). La higiene mental argentina oscilaba entre la expresión segregativa de un control sobre el potencial hereditario de la locura degenerativa (con Arturo Ameghino) y el programa de una atención preventiva sobre ciertos ámbitos de la vida social: el hogar, la escuela, el trabajo. Pero la centralidad del asilo (que, con la nueva denominación de hospital psiquiátrico, mantenía las características de una institución cerrada) persistía, más allá de las declaraciones y los buenos propósitos, en el sistema público y gran parte del privado. Goldenberg, nacido de ese mismo dispositivo que vendrá a reformar, tuvo la fuerza y la capacidad para llevar adelante las nuevas ideas que no habían tenido un grupo de gestión con capacidad de llevarlas a la práctica. Sobre todo porque el elenco dominante estaba demasiado implicado en ese dispositivo. Bosch y las principales figuras de la psiquiatría argentina no sólo permanecían apegados a los parámetros teóricos de la vieja medicina mental, también estaban insertados en una trama de prácticas que combinaba la pertenencia al hospicio público y a la cátedra universitaria con la propiedad de un sanatorio psiquiátrico privado, en la capital o sus alrededores, organizado en torno de la presencia fuerte del profesor-jefe (en esa situación estaban, además de Bosch, E. Mouchet, Nerio Rojas, Ramón Melgar, etcétera).
El discurso de la higiene mental, entonces, no se trasladaba en general a la práctica de los psiquiatras que lo enunciaban; su mayor innovación residía en resaltar la necesidad de un tratamiento precoz de los trastornos, lo que suponía un desplazamiento de las formas manifiestas y ruidosas de la locura a las formas leves e insidiosas. Es sabido que por esa vía dejaba un espacio para el psicoanálisis: Enrique Pichon Rivière, Arminda Aberastury, David Liberman, por ejemplo, hicieron sus experiencias en el consultorio de la Liga Argentina de Higiene Mental. Pero ese programa limitado, bien instalado en el aparato del poder psiquiátrico, no trataba en verdad de reformar los viejos manicomios, sino en todo caso de limitar sus funciones a los casos estrictamente necesarios.
Visto desde la perspectiva que proporciona su obra posterior, el primer mérito de Goldenberg es haber sabido romper con ese obstáculo originario: los grandes asilos no se reforman tratando de mejorarlos desde la misma lógica que los produjo. Y su empresa puede ser vista como el programa no concluido de una desmanicomialización de la psiquiatría, a partir del movimiento que, en la segunda posguerra, funda el concepto y el programa de la salud mental. Una enseñanza fundamental que ha dejado es que no hay reforma que pueda focalizarse sólo en el manicomio. Es la estructura y la organización de la asistencia en salud mental en su conjunto la que debe ser transformada para promover un cambio del paradigma que tiene al encierro como fundamento y recurso último del tratamiento, aun para los casos ambulatorios que se incorporan como una variante dentro del sistema.
No es fácil reconstruir la formación de su voluntad reformista. A la luz de esos primeros artículos, es claro que el psicoanálisis no cumplió un papel determinante; tampoco es una presencia destacada en los trabajos que, a fines de los cincuenta, anuncian su programa de reformas. En todo caso, la experiencia adquirida en su estadía en París, con Ajuriaguerra, y sus contactos con la renovación psiquiátrica de la posguerra en Europa y los Estados Unidos cumplieron un papel decisivo en su vuelco hacia el enfoque social y comunitario. Pero hay otro componente, que él destaca en su construcción autobiográfica: su identidad de izquierda y su afinidad con el socialismo (Mauricio Goldenberg. Maestro, Médico, Psiquiatra, Humanista, Secretaría de Cultura, Facultad de Psicología, UBA, 1996).
Como es sabido, la empresa reformista comenzó en el servicio de psicopatología del Hospital de Lanús (Goldenberg se hizo cargo del servicio hace cincuenta años, en octubre de 1956) y continuó con lo que realizó posteriormente en el mismo sentido en los hospitales de Buenos Aires. Como resultado, produjo la transformación más significativa del dispositivo psiquiátrico desde los tiempos de Domingo Cabred. En Lanús comenzó con un equipo mínimo y con el paso de los años llegó a tener una sala de internación para 32 pacientes, 20 consultorios externos y un hospital de día con 30 plazas; lo integraban profesionales con diferente formación distribuidos en doce departamentos. Ejerció la dirección del servicio hasta 1972; había comenzado con seis profesionales y cuando dejó el servicio había 150 (Mauricio Goldenberg, “Relato de mi más querida experiencia docente-asistencial”, en Primeras Jornadas-Encuentro del Servicio de Psicopatología del Policlínico de Lanus, Trabajos pre-publicados, 1992).
Las ideas que acompañaron la experiencia de Goldenberg están presentes en un primer artículo de 1958 que es un verdadero programa de renovación psiquiátrica basado en la superación de la vieja psiquiatría asilar por el modelo de la asistencia abierta (M. Goldenberg, “Estado actual de la asistencia psiquiátrica en el país”, Acta Neuropsiquiátrica Argentina, 1958).
Aunque admite la existencia de hospitales psiquiátricos reformados en el sentido de una “comunidad hospitalaria”, el eje del programa es la descentralización que apunta a la creación de servicios de psicopatología en hospitales generales y a la novedosa forma del hospital de día, inspirado en la experiencia americana. Apuntaba a que los consultorios externos y los servicios de psicopatología en hospitales generales se convirtieran en el instrumento principal y el más extendido de la asistencia psiquiátrica. Y, en la medida en que la visión psicopatológica se desplazaba hacia los conflictos subjetivos y tomaba en cuenta la dimensión social de la patología, quedaba destacado el papel terapéutico de una nueva socialidad construida a partir de un hospital que funcionara como una comunidad. La idea de una terapéutica “socializadora” se expresaba igualmente en la importancia atribuida al ambiente psicoterapéutico, el trato de los enfermeros, la intervención del asistente social y el papel de la laborterapia. Ese fue el marco inicial de la incorporación de un psicoanálisis que exigía la necesaria pluralidad de los enfoques y los procedimientos.
Hay que destacar que la voluntad reformista se acompañaba de una visión favorable a la transformación modernizadora de la sociedad. Y en esa voluntad coincidían tanto la expansión de la enseñanza de la “psicología social” de Enrique Pichon-Rivière como el auge del proyecto de la “psicohigiene” impulsado por José Bleger en la carrera de Psicología de la UBA. La salud mental nacía fuera de los hospitales psiquiátricos y de las cátedras médicas, en las que por décadas siguió reinando la vieja burocracia asilar. Por una parte, impulsaba una renovación del cuerpo de los saberes, de los modos de diagnóstico e intervención y de las formas institucionales y, sobre todo, coincidía con la irrupción de las nuevas disciplinas: psicoanálisis y psicología social, sociología, antropología, teoría de la comunicación. Por otra, producía un cambio global de los temas de la locura de cara a las representaciones culturales; y, en ese sentido, se insertaba en una sensibilidad y un dinamismo que provenía de la sociedad y del campo cultural. En efecto ese programa venía explícitamente a proponerse como una respuesta preventiva a los malestares que, en el plano de las costumbres, acompañaban los cambios sociales globales, en ese período de transformación modernizadora, los años sesenta. En fin, esos años quedaron definitivamente atrás: perdura, para algunos, la nostalgia, y algunas ideas. Lo que no se ve es dónde puede anidar una voluntad reformista a la altura de estos tiempos.
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