Jue 19.10.2006

PSICOLOGíA  › EL PENSAMIENTO DEL DESMANICOMIALIZADOR ITALIANO FRANCO BASAGLIA

Ni manicomio ni control social

Los autores rescatan las ideas de Franco Basaglia, impulsor del movimiento que, en 1978, logró concretar la ley de desmanicomiali-zación que rige en Italia. Casi en paralelo con Foucault, Basaglia advirtió cómo la psiquiatría puede ser instrumento de control social, más allá de los muros del hospicio.

› Por Mario Colucci y
Pierangelo Di Vittorio *

El psiquiatra que quiera “enfrentar el problema del enfermo mental en sus términos reales”, vale decir, sociopolíticos, debe “rechazar toda solución reformista y colocarse o, mejor, colocar al enfermo mental en condiciones de ponerse en el plano de la impugnación que comprenda tanto el rechazo de su viejo papel de excluido como del de futuro integrado”, escribió Franco Basaglia en Esclusione, programmazione e integrazione. La responsabilidad del psiquiatra consiste, pues, ante todo en volver a discutir su propia autoridad, que mantiene al enfermo en su papel de excluido; pero “si acepta establecer con el enfermo una relación paternalista, como la proyectada por la nueva política hospitalaria, acepta ‘dedicarse a él’ exactamente como el misionero, que amansa al salvaje de modo que el colonizador pueda dominarlo mejor. Si, entonces, al ignorar los aspectos sociopolíticos del problema, limita su acción al solo aspecto sanitario, se convierte en el técnico que pone a disposición su ciencia para adaptar mejor el oprimido al opresor” (ob. cit.).

Basaglia rechaza tanto la exclusión como la integración del enfermo mental. Elegir entre una y otra significaría partir de un plano de absoluta debilidad, mientras la responsabilidad del psiquiatra se juega en el difícil, riesgoso intento de ir más allá de esta simple alternativa. Se trata de una empresa titánica, pero tal vez sea la única que permita evitar la trampa del modelo estadounidense.

El problema de Basaglia consiste en sustraerse al mismo tiempo a la reactivación reformista del hospital psiquiátrico, que termina por volver a proponer sobre nuevas bases la exclusión del enfermo mental, y a la reorganización extrahospitalaria de la asistencia psiquiátrica, que corre el riesgo de integrar en sentido sociopsiquiátrico a una franja cada vez más amplia del cuerpo social. Sólo a partir de esta doble preocupación se comprende el modo, aparentemente contradictorio, en el que Basaglia considera la abolición del hospital psiquiátrico: se trata de un momento absolutamente necesario, imprescindible, pero en sí mismo “insignificante”, dado que el problema del control social se ha desplazado ahora hacia fuera del hospital, cobrando un alcance por completo nuevo y distinto. El ejemplo más significativo de esta genial forma de estrabismo es la actitud de Basaglia frente a la reforma psiquiátrica italiana. La Ley 180 es el explícito reconocimiento de las luchas que han demostrado que “la asistencia a los enfermos mentales ya no puede gestionarse como en el pasado”, y su interés específico consiste en el hecho de que “ya no se habla más de peligrosidad”. Este juicio de valor –que durante largo tiempo estigmatizó al enfermo mental– ya no puede ser aceptado.

Sin embargo, ahora el enfermo debe ser colocado en el ámbito de la medicina. Surge entonces el peligro de que su problema sea definitivamente “medicalizado”, en detrimento de una toma de conciencia de su dimensión sociopolítica: “Los manicomios deben desaparecer y todo debe ingresar en la vasta área de la medicina”. Pero el problema es que “no todo se puede medicalizar. Queda afuera, en efecto, todo el conjunto de individuos que son paraenfermos, parapsiquiatrizados, drogadictos, alcohólicos, etcétera. Se debe crear entonces un ejército de técnicos para asistir a estas personas que se encuentran entre la medicina y la Justicia, en tanto crean problemas de orden público. Vuelve a proponerse así, de manera macroscópica y mucho más tecnificada, todo el discurso, arcaico y basto, de la medicina del siglo pasado y se cumple, pues, este tipo de racionalización” (ob. cit.).

Basaglia, quien se limita a repetir a propósito de la recién nacida reforma italiana todo cuanto había dicho a propósito de las reformas inglesa, francesa y estadounidense, está en la misma frecuencia de onda que Michel Foucault, también él preocupado porque la lucha contra el manicomio pueda llevar “a exportar la psiquiatría al exterior, multiplicando sus intervenciones en la vida cotidiana” (Microfísica del poder). En efecto, para Foucault la peculiaridad de las luchas “antipsiquiátricas” es la de volver a discutir las relaciones de poder, cosa que implica de inmediato una “desmedicalización” de la locura.

La crítica que Basaglia dirige a la comunidad terapéutica y a la psiquiatría de sector es en el fondo la misma e insiste sobre dos puntos: 1) es preciso destruir el hospital psiquiátrico; 2) la destrucción del hospital psiquiátrico no debe determinar una psiquiatrización de lo cotidiano. La insistencia de Basaglia sobre la necesidad de abolir el hospital psiquiátrico es conocida por todos. Quienes veían en ella una especie de cacería de brujas, la búsqueda de un chivo expiatorio, descubrieron a la larga que se habían equivocado al ser acomodaticios y que él tenía razones para ser inflexible. Para Basaglia, el hospital psiquiátrico representa el “núcleo central” de la sanción que, históricamente, ha etiquetado y discriminado al enfermo mental. El manicomio puede ser “reactualizado, humanizado, medicalizado”, pero “cualquier forma de supervivencia del hospital psiquiátrico, aunque aparentemente periférica y cuantitativamente reducida, define, a partir de su rol, la lógica de funcionamiento de los circuitos de los que forma parte; viceversa, su destrucción representa la ruptura del propio corazón del mecanismo con el que, en el mundo de la salud, se fabrica la diversidad como ‘inferioridad’ y se preforman las respuestas para invalidar su existencia [...] En este sentido, la superación del manicomio no representa la modernización de una antigua forma de gestión, ni la exportación a las distintas partes del territorio de la misma lógica, sino la penetración sistemática de una profunda crisis en todos los aparatos de control y de sanción: es la ruptura del complejo mecanismo de distribución de los usuarios en su equilibrado dosaje de sanción” (Gli operatori di Trieste. Il circuito del controllo: dal manicomio al decentramento psichiatrico).

Biopolítica

La obstinada negación del hospital psiquiátrico resulta por fin demasiado notoria, pero no se la comprende hasta que en el fondo no se la coloca junto al rechazo igualmente decidido de una difundida psiquiatrización de la sociedad, que desde mediados de la década del ’60 Basaglia vincula con el surgimiento de un paradigma de prevención y de higiene social sancionado por las distintas leyes de reforma del sistema psiquiátrico. Por cierto que estas dos negaciones aparecen de algún modo como contradictorias: ¿cómo se puede destruir el hospital psiquiátrico sin potenciar la prevención, la poscura, la continuidad terapéutica? No obstante, Basaglia parte de otro punto de vista: el hospital psiquiátrico reformado puede coexistir perfectamente con la organización reticular y multidisciplinaria de la asistencia psiquiátrica territorial y éste es el verdadero problema; ésta es la “clausura” del problema sociopolítico del enfermo mental. Todo lo que se puede hacer, entonces, es destruir el manicomio de cualquier forma, hacer explotar la contradicción política de la psiquiatría, tratando de producir una reacción en cadena en la cual la crisis repercuta en las nuevas soluciones sociopsiquiátricas del problema del enfermo mental.

Pero se trata de una estrategia muy exigente, que requiere la máxima responsabilidad de los psiquiatras, dado que, para elegir el vínculo entre el hospital libre y el control territorial, se necesitan ambas manos; esto significa que los psiquiatras deberán volver a poner en discusión, al mismo tiempo, en ambos niveles, el propio poder. Este vínculo no es más que el vuelco más sofisticado, eficaz, totalizador de la trama médico–judicial que se encontraba en la base de la institución asilar: curar al enfermo para garantizar el orden público. Al medicalizar por completo el hospital psiquiátrico y el problema del enfermo mental, una franja mucho más amplia y menos definida de individuos, que se encuentra a mitad de camino entre la medicina y la Justicia, puede controlarse mediante un ejército de nuevos técnicos y puede ser sancionada por una “norma” cuyos límites, al ser imprecisos, se vuelven omnicomprensivos.

La nueva situación es aquella en la que se difunden por todas partes lo que Foucault llama los “jueces de normalidad”: es la sociedad “del profesor-juez, del médico-juez, del educador-juez, del “trabajador social”-juez; todos hacen reinar la normativa universal y cada uno de ellos, en el lugar en que se encuentra, somete a ella el cuerpo, los gestos, los comportamientos, las conductas, las actitudes, las prestaciones” (Vigilar y castigar).

El hospital psiquiátrico es uno de los laboratorios en los que –por medio de la aplicación, al espacio confuso de la exclusión, de tecnologías disciplinarias que individualizan los cuerpos potenciando, al mismo tiempo, su utilidad y su docilidad– se experimenta el poder normalizador que luego comprenderá a la sociedad por entero. El problema no es, pues, tanto la exclusión de los locos, sino las técnicas y los procedimientos de la exclusión: “No fue la burguesía la que pensó que la locura debía ser excluida o que la sexualidad infantil debía ser reprimida. Fueron, en cambio, los mecanismos de exclusión de la locura, de vigilancia de la sexualidad infantil, los que, a partir de cierto momento, revelaron un beneficio económico, una utilidad política e, inesperadamente y de modo completamente natural, se encontraron colonizados y sostenidos por mecanismos globales y por todo el sistema del Estado” (Foucault, ob. cit.).

En otras palabras, “a la burguesía le importan muy poco los locos, pero los procedimientos de exclusión de los locos –a partir del siglo XIX y, una vez más, sobre la base de ciertas transformaciones– evidenciaron y pusieron a disposición un beneficio político y eventualmente también cierta utilidad económica que solidificaron el sistema y lo hicieron funcionar en su conjunto”. No obstante, muy pronto las disciplinas, al funcionar como técnicas para producir individuos útiles, “se liberan de su posición marginal en los límites de la sociedad, se despegan de las formas de exclusión o de expiación, de la reclusión o de la internación”. Se asiste entonces a una proliferación de los mecanismos disciplinarios y si, por un lado, los institutos de disciplina se multiplican, por el otro “sus mecanismos tienen una cierta tendencia a ‘desinstitucionalizarse’, a salir de las fortalezas cerradas donde funcionaban y a circular en estado ‘libre’; las disciplinas macizas y compactas se descomponen en procedimientos flexibles de control, que se pueden transferir y adaptar” (ob. cit.).

En ese sentido, el hospital es concebido cada vez más “como punto de apoyo para la vigilancia médica de la población externa”. Foucault da el ejemplo de lo que sucede después del incendio en 1772 del Hôtel Dieu (gran hospital general en el centro de París, con una enorme concentración de enfermos): desde muchas partes se reclama “reemplazar los grandes establecimientos, tan pesados y desordenados, por una serie de hospitales de reducidas dimensiones; los mismos tendrían la función de acoger a los enfermos de los barrios, pero también la de reunir información, vigilar los fenómenos endémicos y epidémicos, abrir dispensarios, dar consejos a los habitantes y mantener al corriente a las autoridades sobre el estado sanitario de la región” (ob. cit.).

La tendencia que Basaglia halla en los programas de reforma psiquiátrica de Inglaterra, Francia y Estados Unidos en un proceso histórico encaminado en el siglo XIX. Las instituciones compactas y cerradas en las que se experimentaron las tecnologías disciplinarias (el manicomio, la cárcel, la fábrica, el ejército) tienden a desaparecer en favor de la proliferación y la dispersión reticular de los mecanismos disciplinarios dentro de la sociedad. No obstante, de tal modo, junto a las técnicas disciplinarias que comprenden al individuo, se desarrollan técnicas que afectan directamente la vida de la “especie”, a través de la regulación de todos los aspectos (nacimiento, envejecimiento, salud, etcétera) que tienen que ver con la existencia de una determinada población. Basaglia es perfectamente consciente de este proceso: “Las instituciones totales tienden a abrirse, pero en una sociedad totalmente institucionalizada, bajo el control de técnicas totalizadoras: fábrica, manicomio, cárcel, escuela, familia, se encuentran todas en el mismo nivel en cuanto instituciones en las que se tiende a importar las nuevas técnicas de manipulación, originariamente nacidas a partir de la búsqueda de una nueva respuesta técnica al problema psiquiátrico. Mientras estas instituciones totales siguen siendo las horribles realidades que siempre han sido –de gestión represiva o tolerante–, las nuevas técnicas sobre las que se basa la rehabilitación de la enfermedad mental, centrada en la comunicación controlada, en el reaching a consensus, en la manipulación del grupo, son exportadas como nuevo medio de manipulación de las masas” (“Riabilitazione e controllo sociale”, en Scritti).

El rasgo genial de Basaglia consistió en volver a poner en discusión (en el ámbito específico de la psiquiatría) tanto el poder disciplinario como el “biopoder”; en haber captado, en suma, que ésta era la única estrategia practicable, dado que las dos dimensiones no son antitéticas, sino que se entrelazan y funcionan conjuntamente. A partir de su trabajo en el hospital de Gorizia, desarrolla un itinerario paralelo al que llevará adelante Foucault en Vigilar y castigar, en los Cursos de Collège de France sobre la biopolítica y en La voluntad de saber. La biopolítica surge hacia fines del siglo XVIII, cuando los procesos de natalidad, mortalidad, longevidad de una población se vuelven al mismo tiempo objeto de saber y de control. En particular, la biopolítica asume el problema de la morbosidad, no ya la de las epidemias de la Edad Media, sino la de las “endemias” (pensemos en la tuberculosis y en la operación biocrática de Edouard Toulouse), es decir, enfermedades que reinan en una población como “factores permanentes de mengua de las fuerzas, de disminución del tiempo de trabajo, de reducción de las energías” y “son consideradas en términos de costos económicos”. Se trata, en suma, de la “enfermedad como fenómeno relativo a las poblaciones”. Estos fenómenos “llevarán a la instauración de una medicina cuya principal función será, entonces, la de la higiene pública. Esto se llevará a cabo mediante organismos que coordinan las curas médicas, que centralizan la información, normalizan el saber, hacen campañas para enseñar y difundir la higiene y actúan en pro de la medicalización de la población” (Foucault, Defender la sociedad).

Sexo y norma

Otro campo dominado por el biopoder es el de la sexualidad, campo fundamental, porque en él se realiza la articulación entre las tecnologías disciplinarias y las biopolíticas: “Por un lado, en tanto comportamiento exactamente corpóreo, la sexualidad depende de un control disciplinario, individualizador, conducido en forma de vigilancia permanente [...]; no obstante, por otro lado, a través de sus efectos de procreación, la sexualidad se inscribe y adquiere eficacia en el interior de procesos biológicos más amplios, que ya no tienen que ver con el cuerpo del individuo, sino con aquel elemento, con aquella unidad múltiple constituida por la población” (Foucault, ob. cit.).

El conjunto formado por la medicina y la higiene recubrirá en amplia medida el campo de la sexualidad, colocándose en la intersección entre el cuerpo y la población. Y, puesto que lo que circula entre el control disciplinario de los cuerpos y la regulación biopolítica de una población es la “norma”, la medicina es, sin más, un saber-poder fundamental en la organización de una “sociedad de normalización”, vale decir, de una sociedad en la que se superponen e intersectan “la norma de la disciplina y la norma de la regulación” (ob. cit.).

El biopoder que, a diferencia del clásico derecho del soberano de “hacer morir” es esencialmente el derecho de “hacer vivir”, resulta paradójicamente también el lugar donde se implanta el racismo de Estado, es decir, aquel en el que se absolutiza el derecho de matar. El racismo es, en efecto, “la condición de aceptabilidad de la ejecución de personas” en una sociedad de normalización, en tanto permite pensar la muerte del otro, de la raza inferior o del degenerado, del anormal, como una estrategia para tornar más sana y más pura la vida de la especie en general. La sociedad nazi tiene esto de excepcional: “Se trata de una sociedad que generaliza de modo absoluto el biopoder, pero que al mismo tiempo ha generalizado el derecho soberano de matar”. Sin embargo, Foucault reconoce que esta paradoja funciona en todos los Estados y que el socialismo también fue, desde el siglo XIX, un racismo. No asombrará entonces que Toulouse –humanista y liberal, consejero técnico del ministro de Sanidad bajo el Frente Popular– sea también autor de estudios biopsicosociales sobre la sexualidad como Les conflits inter-sexuels et sociaux (1904) y La questión sexuelle et la femme (1918). Preocupado por la crisis de la moral y la emancipación de la mujer, Toulouse plantea el problema de la repoblación de la nación e indica el camino para el mejoramiento de la raza: creación de un “servicio de maternidad” para las mujeres sobre el modelo del servicio militar, premios a los niños de hermoso aspecto, esterilización de los enfermos mentales confirmados y de los demás rechazados por la sociedad. La psiquiatría, que ocupa un puesto de primer plano entre las ciencias biológicas, tiene la misión de seleccionar a los mejores elementos de la población para fundar la futura biocracia.

* Fragmento de Franco Basaglia, de reciente aparición (ed. Nueva Visión).

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