Jue 26.10.2006

PSICOLOGíA  › PROBLEMATICA PERSONAL, FAMILIAR Y SOCIAL DE LAS PERSONAS CON DIFICULTADES AUDITIVAS

Filiación del sordo

A partir del relato de una madre que, ante el diagnóstico de sordera de su hijo, cayó en la angustia y el extrañamiento, la autora eslabona los conflictos que pueden marcar la subjetividad de una persona con sordera. “Para este chico todo va a ser más difícil”, temió aquella madre; no siempre es así.

› Por Gabriela Planas *

Una mamá, oyente, contó: “Cuando supimos que mi hijo de un año y medio había quedado sordo, de un día para otro, a causa de una droga, empezamos a ver a médicos. Hubo uno que ni siquiera quiso hacerle los estudios: ‘No hay nada que hacer’, dijo. Es tremendo que un médico no te acompañe en una situación tan angustiante. Vimos tres médicos más. Todos coincidieron en el diagnóstico. De los tres nos quedamos con uno, del Hospital B, que hizo el mismo diagnóstico que los otros pero además nos acompañó como padres, nos orientó hacia la educación del chico, nos mandaba material para empezar a relacionarnos con el chico y orientarnos porque no teníamos la menor idea de lo que era un chico sordo. Es muy importante que, en el primer contacto con la sordera del chico, uno esté bien orientado, porque está en un agujero, no sabe qué hacer con la situación ni cómo manejarla”.

En el relato de esta madre hay un antes y un después, marcado por el anoticiarse de la sordera. Un antes, “cuando mi hijo...”, y un después, “... el chico”. El cambio de “mi hijo” a “el chico” tal vez hable del desconocimiento, de la extrañeza ante lo inesperado; el hijo que se deshereda.

Ya se sabe, desde Freud en Introducción del narcisismo, qué esperan los padres del hijo: “Deberá realizar los deseos incumplidos de sus progenitores y llegar a ser un gran hombre o un héroe en el lugar de su padre o, si es hembra, casarse con un príncipe, para tardía compensación de su madre. El punto más espinoso del sistema narcisista, la inmortalidad del yo, tan duramente negada por la realidad, conquista su afirmación refugiándose en el niño. El amor paternal, tan conmovedor y tan infantil en el fondo, no es más que una resurrección del narcisismo de los padres, que revela evidentemente su naturaleza en esta su transformación en amor objetal”. Si bien el niño nacido jamás puede colmar las expectativas imaginadas de sus padres, la presencia de un déficit orgánico lo torna en un recién llegado ajeno y extraño, inconciliable con lo esperado.

Pero también, en el relato de esa madre, puede destacarse la posición de los padres en busca de ser acompañados como tales. La vivencia del hijo como ajeno no permite que se reconozcan como padres; entonces, a pesar de que el tercer médico les dice lo mismo que los otros, se quedan con él porque “nos acompañó como padres”, para poder, ahora, “empezar a relacionarnos con el chico”. Ellos sabían y podían relacionarse con su hijo, pero ahora, no sólo desconocen a su hijo, sino que se desconocen a sí mismos, ya que “no teníamos la menor idea de lo era un chico sordo”.

Puede marcarse así un primer momento en el cual, ante el diagnóstico de sordera, los padres quedan en el lugar de la ignorancia, atrapados por la angustia: “Uno se encuentra en un agujero en el que no sabe”. Podría definirse la posición subjetiva de estos padres –al fin y al cabo, padres de esta época– como la de un no saber. El lugar de no saber, de Esclavo, se correlaciona con otro, el Amo que sabe. Este relato corresponde al paradigma positivista que impera actualmente: el hombre no sabe, la Ciencia brinda el saber, y poseer el saber es poder.

Piñedo Pereyra, en su libro Una voz en el silencio, cuenta sus recuerdos de cuando, en la niñez, perdió la audición: “Mis padres, sin conocimiento alguno de la problemática de la sordera, dieron intuitivamente con la forma más indicada. Son ellos quienes mejor han de conocer el caso, siempre distinto, de su hijo, y quienes saben mejor que nadie (si son sinceros con ellos mismos) lo que el niño necesita. Mi madre recordó que antes de ser maestra había trabajado en la telefónica y que allí había aprendido un raro sistema de comunicación que quizás pudiera emplear conmigo. Mi madre tenía un conocimiento, muy de andar por casa, pero válido”.

Los padres de Piñedo Pereyra también se angustiaron, entristecieron o desesperaron ante la sordera del hijo, pero aun sin “conocimientos” sobre sordera, supieron hacer. Y encontraron un lenguaje para comunicarse con su hijo, que, aunque “de entrecasa”, era válido. Un conocimiento proveniente por una experiencia anterior, modificado, adaptado, perfeccionado, le permitió a este niño comunicarse con sus padres, luego con el resto de la familia, le abrió las puertas de la escuela y del encuentro con amigos.

Contrariamente en el relato que encabeza esta nota, la posición inicial, del hijo como ajeno y el no saber de sordera, marca el inicio de la búsqueda de un Otro que tiene la verdad. Comienzan las consultas a los especialistas, varios, para que confirmen el diagnóstico que ellos no pueden reconocer, con el anhelo de recuperar al hijo oyente. Pero cuando el diagnóstico no cambia, entonces hay que seguir buscando en el Otro: doctor T, hospital B, ellos saben.

La medicina y la educación son invocadas para que, desde el lugar del saber, reparen lo que falta. El intento de reparación será vano, incesante, mientras los padres se mantengan en esa posición. Así, en otra reunión, esta madre, como muchas otras, expresó: “Para este chico todo va a ser más difícil”. Nombrado como “chico”, nombrado como “sordo”, ¿podrá ser inscripto como “hijo”, inscripto en una filiación y perteneciente a un linaje? ¿Todo va ser más difícil?

No necesariamente todo va a ser más difícil. Estos significantes señalan un lugar en el deseo del Otro; el enunciado es fuerte, sí, pero lo enunciado debe distinguirse del deseo, que opera en otra escena. El lugar al que cada sujeto es destinado está limitado por lo imprevisible, ya que se trata de significantes y no de signos. ¿Cómo anticipar por dónde irá a saltar el sujeto de entre todo lo que le ofrece, malo o bueno, la red identificatoria del mito familiar? El saber absoluto de la ciencia encuentra aquí su límite, dado por el acontecer único y singular que constituye la historia de cada sujeto.

“Ser sordo”

Los términos sordera, hipoacusia, sordo o hipoacúsico suelen usarse en forma indistinta, pero muchas personas con deficiencia auditiva marcan diferencias sustanciales. ¿Por qué se elige uno u otro? ¿Por qué algunas personas se presentan como sordas y otras como hipoacúsicas? ¿Hay diferencias entre uno y otro término? ¿Hacen referencia a una misma realidad?

Las personas con sordera de nacimiento, cuyos padres o abuelos tienen sordera, suelen autodenominarse sordos. Fueron en general educados con la llamada lengua natural de los sordos, la lengua de señas. De esta forma, desde su nacimiento han participado en una comunidad lingüística particular, que trasciende la disfunción auditiva. La línea de filiación, ser hijo o nieto de sordos, marca como natural la falta de audición.

En estos casos, las identificaciones de los hijos hacia los padres y abuelos incluyen, entre otros rasgos físicos o de carácter, el rasgo “ser sordo”, lo cual pasa a constituir, en general sin mayores dificultades, su identidad. Pero a su vez adquieren modalidades propias de personalidad, de carácter social, no directamente relacionadas con la deficiencia auditiva, sino con el hecho de que la sociedad les atribuye características particulares, reforzando la “identidad de sordo”. Es muy frecuente que personas oyentes se acerquen a instituciones o estudien lengua de señas con la inquietud de conocer “ese mundo”, en referencia a las supuestas particularidades “del sordo”.

De esta forma, los niños con deficiencia auditiva se educan en ámbitos escolares y sociales donde circula una fuerte representación de la sordera como ausencia de audición y con rasgos propios de comportamiento. Indudablemente esto se internaliza y actúan como se espera que actúen; terminan confirmando las creencias culturales, formando un círculo perfecto: imagen y prejuicios que circulan en la sociedad-adhesión a la imagen social de sordo-confirmación de las creencias.

Diferente es el caso de las personas con pérdidas auditivas en diferentes grados producidas, por ejemplo, durante la infancia, a causa de una enfermedad. La enfermedad y el diagnóstico de la disfunción auditiva dejan sellado el término médico “hipoacusia”. Este término hace referencia a que la pérdida de audición es parcial y adquirida, lo cual a su vez permite que adquieran sin dificultad la lengua materna y que concurran a escuelas comunes. Los niños con pérdidas auditivas parciales suelen autodenominarse hipoacúsicos; en general, sostienen esto a lo largo de toda su vida.

Los niños, hijos de padres sin trastornos auditivos, que nacen con anacusia –pérdida total de audición– la experimentan en los primeros años de vida, también suelen ser denominados sordos. A diferencia de los hijos de padres con sordera, este “sordo” es vivido como discapacidad. Quedan marcados por lo que no fueron: oyentes. Los padres pueden perseguir este ideal de hijo oyente, sin aceptar tener un hijo diferente de ellos. Es frecuente que los hijos de padres oyentes sean implantados o realicen interminables tratamientos fonoaudiológicos; suelen ser educados en escuelas oralistas y de adultos se autodenominan sordos oralizados.

Las personas que han adquirido el trastorno auditivo en la vida adulta suelen adherirse a “tengo hipoacusia”, estableciendo mayor distancia entre el trastorno y su identidad. Es poco frecuente que se denominen a sí mismos como sordos; no se identifican con la sordera, entendida como pérdida total de la audición, ni con la identidad de sordo. Es muy frecuente que estos adultos experimenten la llamada “pérdida de audición” como enfermedad, en forma melancólica. En estos casos suelen sentirse totalmente discapacitados, se sienten inhibidos para toda actividad.

En otros casos, niegan la deficiencia auditiva, a pesar de las dificultades en la comunicación oral que ésta acarrea. Su ideal sigue siendo escuchar como un oyente, ya que hasta hace poco lo fueron. Esto suele motivarlos a proveerse de muy buena audiología o a recurrir a implantes. Conviene distinguir en estos casos cuándo la motivación pasa por el deseo de escuchar y cuándo se trata de negar la pérdida.

Desde luego y en definitiva, la denominación tiene que ver con cuestiones personales en cada caso: según la historia particular de cada sujeto, según el significado que haya tenido y tenga para él y para su familia la perdida auditiva, será su denominación o autodenominación.

* La autora es uno de los tres psicólogos con sordera de la Argentina.

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