Jue 28.12.2006

PSICOLOGíA

Una latita en la cara de Narciso

› Por CARLOS D. PEREZ *

Algo acontece –una experiencia, una ocurrencia deshilvanada, una fantasía–; el protagonista ensaya una escritura; después, lo escrito es leído, por la misma persona o por otra: el lector imagina que ingresa al momento primero y cierra un circuito, enlazando imperceptiblemente la circunstancia motivadora, la redacción y la lectura. Las cosas suelen presentarse de modo menos simple, por ejemplo: alguien confía a otro incidentes de su vida; luego, éste transcribe –sea que desgrabe una entrevista, pase en limpio las notas tomadas durante la conversación o la reconstruya–. A ese testimonio solemos llamarlo, paradójicamente, “material”; tratándose de trazos entintados, supone la menos certera materia de una vida.

La serie se amplía del siguiente modo: 1) escena de la “vida real” que tiene a alguien por protagonista; 2) relato de lo comentado, escena de un encuentro; 3) establecimiento de un “material”; 4) inflexiones producidas a partir de lo anterior; 5) lectura. Esta simplificación es abusiva, pero es de notar que cada tiempo se vuelve sobre el anterior constituyéndose en relato del mismo, y es dable considerar que, por poco que nos detengamos en cualquiera de las estaciones mencionadas, se revela como un lugar cruzado en múltiples direcciones. Sucede a la manera de un sueño, en el que su aparente sencillez, si la tuviese, disimula el entramado que va desde los restos de la vida diurna a lo remoto de recuerdos que se pierden en lo indeterminable. No obstante, se nos ocurre espontáneamente que un escrito debiera transparentar algún asunto sin mediación.

Con lo que se llega a que, si alguna forma de narrar sugiere transparencia en lo referido a su objeto, ello es a costa de la veladura del ingente entramado interpuesto entre algún acontecimiento y la espesura empleada para dar cuenta de él; implica que este “dar cuenta” sea elidido en lo que consiste: un modo de contar. Entiendo preferible, por lo tanto, que la escritura resulte opaca; esto es, que destaque su condición de tal para comenzar evitando el engañoso efecto de la transparencia que sugiere, al volverse invisible, la presencia real aunque ilusoria del objeto.

Narciso es quizás el paradigma de este atrapamiento, cuando cree ver a un hermoso doncel a través del espejo de agua y permanece cautivado, fascinado, preso de la imagen que sería su perdición al comprobar la esterilidad del esfuerzo por asimilar la ilusión del sí mismo a un semejante de carne y hueso. Conjeturemos: ¿qué hubiese visto Narciso de no haber sido tan narcisista? El agua espejando su imagen, pero agua al fin; para ello necesitaba algo interpuesto, algún material flotando en superficie. Supongamos que, mientras se hallaba extasiado ante la presencia amada, una botella vacía, una lata o un barquito de papel arrastrado por la corriente se hubiese interpuesto entre él y la imagen ideal; el encanto habría cesado instantáneamente. No otra cosa es la función de la escritura, cuya opacidad obliga a leer una sombra, evidencia a la vez de una imposibilidad y la consolidación de otra instancia, la del elemento que, interfiriendo el espejo, reclama consideración.

Quien escribe aludiendo a algo acontecido, minutos antes o años atrás, juega en ese momento su escena; puede creer, por ejemplo, que confía al papel un sueño de la noche anterior, cuando en verdad teje y desteje una escena irrepetible. Hasta que el lector, como renovado Narciso ante su imagen, suponga entrever la escena reflejada en la pantalla de su ilusión, cruzando inadvertidamente innúmeras transposiciones.

La interpretación de los sueños no sería menos ilusoria que En busca del tiempo perdido si pretendiéramos para ambos ensayos –científico, especulativo o literario– que es factible captar, desde un tiempo ulterior, la sustancia de lo acontecido. Lo que Proust “encuentra” –es decir, produce a lo largo de años de escritura– no es tanto el efímero goce que el protagonista habría experimentado en su infancia de Combray, como la magna obra que lo dice; de igual modo que, tornando sus sueños en introspección, Freud realiza su deseo más arraigado en la forma del genio creador que inventa el psicoanálisis.

Shakespeare, en La tempestad, escribió que nuestra vida está hecha de la misma materia, de la misma estofa que los sueños: We are such stuff as dreams are made on,/ And our little life is rounded with a sleep. Cabe inferir la estima sutil que evidencia al sueño en la vigilia a la vez que la inteligencia del soñar, pero también cabe ponderar esa estofa como inefable sustancia de su escritura y gozar de la metáfora. En el primer caso, la obra trasluce el develamiento de un enigma; en el segundo, la mención de vida y sueño son la opacidad que destaca el hallazgo poético de un autor. Una y otra alternativa se dan en simultaneidad, sin que una excluya a la otra.

* Fragmento de “Apuntes para una clínica de la escritura” (www.elsigma.com).

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