No es bueno que el hombre camine solo porque, cuando lo hace, personas y personajes de su pasado comparecen a rendir y a pedir cuentas.
› Por Eduardo Pavlovsky
Ibamos caminando como siempre. Susy se detuvo: “No puedo seguir tu ritmo. Me duelen las piernas y la cadera”. Le contesté que iba aminorar el ritmo, que no tenía ningún inconveniente en caminar más despacio. Susy respondió:
–Es al revés. Tu ritmo es muy lento. Cada vez caminás más despacio y no puedo seguirte. Me acalambro. Necesito ir más rápido. Caminás muy cansino. A los 50 tenías un buen ritmo. A los 60 bajaste un poco. Pero a los 70 tu lentitud es alarmante.
No me gustó la palabra “ritmo”. Me sonaba metafórica.
–Te propongo algo –me dijo–: yo voy al gimnasio, vos seguís caminando solo a tu ritmo y después nos encontramos en casa.
Hace veinticinco años que camino con Susy, y ella me abandonaba así de golpe. No se daba cuenta del sentimiento de orfandad, desamparo, desesperación, que provocaban sus palabras.
¿Por qué las mujeres no perciben nuestra orfandad? ¿Por qué nos creen fuertes?
No imaginaba tener que caminar solo. Pero muy corajudamente salí a caminar al otro día. Tenía una sensación espantosa. De abismo beckettiano. De soledad infinita. El placer de caminar con Susy incluía, además de lo deportivo, la posibilidad de crear un entre muy creativo. Un intercesor ideal para mis ansiedades psicóticas matutinas, diría Félix Guattari.
Me faltaba algo. Me sentía amputado. Con un miembro fantasma. Para colmo, dos o tres personas me preguntaron por mi cambio de “individuación” en el lago, y eso acentuaba mi soledad. Mi dolorosa soledad. Comencé a sentir de golpe una taquicardia paroxística que podía desembocar en un ataque de pánico. Puedo morir. Lo pensé. Pero mi pulso se fue normalizando paulatinamente con la ayuda de dos miligramos de Rivotril recetado por Lipovetsky que llevo en el bolsillo. Caminé ese día una hora. Para aliviar mi sentimiento de despersonalización recurrí a la imaginación creativa. Mientras caminaba hablaba como si estuviera con Susy, después tomaba el rol de Susy y me contestaba. Luego volvía a mi lugar. Otra vez ocupaba el lugar de Susy y así sucesivamente recreaba el diálogo perdido. Me sentía contento hasta que me paró Gerardo Romano: “¿Que hacés, Tato? Estás loco, hablás solo. ¿Te cambiás de lugar y te contestás? La gente te está mirando”. Le miré los ojos a Gerardo y sentí que estaba lagrimeando. Eran lágrimas de pena frente a la decadencia de un padre. Gracias, le dije, y seguí caminando. Me daba cuenta de que tenía que fundar nuevos territorios con mi imaginación, lejos de la realidad dolorosa. Multiplicar mi dolor de abandono en aventuras creativas; dolorizar mi imaginación. Pura contraefectuación. De lo siniestro a lo patético a lo lúdico. Me imaginé como soldado ruso de Stalingrado que estaba por llegar al bunker de Hitler en Berlín. En el camino me violé a una anciana y a su nieta. Estaba lleno de odio. Tenía un cansancio infinito. Falta poco, me dije, y comencé a caminar mas rápido hasta llegar a Berlín (Sucre y Cazadores). Otro día me imaginé que era Cassius Clay caminando hacia el ring cuando peleó en Africa con Foreman en 1975. Sentía nervios y una inmensa alegría. Divisaba la mirada de admiración de los negros que me gritaban “¡Alí! ¡Alí!”. Yo saludaba con la cabeza. Me crucé con Romano y ¡no me habló! Estaba llorando.
Otra imagen que utilicé fue histórica: imaginé que era San Martín minutos antes de encontrarse con Bolívar. Lo importante para mí (San Martín) era: ¿quién iba a realizar la primera pregunta?, ¿cuál iba a ser? ¿Quién la iba a realizar? Sentía gran temor y admiración frente al encuentro con Bolívar. ¿Habrá sido así? ¿San Martín admiraba a Bolívar? Se lo voy a preguntar a Pigna.
Hubo un nuevo descubrimiento. Al caminar solo se me acercaban personas para contarme su vida. “Nunca pude acercarme a vos porque siempre estabas con tu mujer.” Esa era la fórmula. “Quería decirte que yo estuve con vos en un grupo en el año ’67, no sé si te acordás de mí, Marina, iba al grupo de los martes.” La caminata se alargaba y ella recién comenzaba a conversar. “Estuve dos años, era flaquita y rubia, vos decías que me parecía a Shirley Temple.” Pensé que hoy era una señora muy gorda y aproximándose a los 60 años. Imposible para mí descubrir a Shirley Temple en su figura actual. Me sentí mal, pero había algo de ridículo y gracioso en el diálogo. Me contó que después se había analizado veinte años más, pero recién ahora que estaba en análisis con un lacaniano se sentía bien. Ya habíamos caminado juntos un kilómetro. Se despidió diciendo: “Lo tuyo lo recuerdo siempre como algo muy divertido”. No sabía si era una puteada velada o un piropo psicodramático.
Otro día se me acercó un viejo de 65, 70 años, y me empezó a reprochar la guita que había gastado conmigo. Sacaba cuentas y llegó a los 5000 dólares. “¡Plata tirada al piso! Eso lo vi con mi analista actual. Una actitud mía de identificación autodestructiva con mi padre.” Tuve ganas de pegarle una piña, pero a los quinientos metros de caminata sólo le dije: “Ahora me acuerdo de vos: ¿vos eras el cornudo que no se podía separar nunca?”. Estuve brutal, pero me sentí bien. No estaba en terapia. Ibamos caminando juntos, me dije, ¿por qué tenía que aguantar todas las cosas que dijo? Se quedó parado, pálido. Me di cuenta de que era el cornudo. Generalmente no me equivoco cuando me pongo agresivo.
No todas fueron frustraciones. Algunos acercamientos, ninguno menor del kilómetro, fueron alentadores. “Tato, la experiencia que hice con vos en grupo fue lo más importante que me pasó en mi vida. ¿Te acordás el día que me hiciste hacer de serpiente venenosa para mostrarte cómo era la actitud de mi madre? ¿Y el día que nos hiciste cagar a almohadonazos durante veinte minutos con alguien que hacía de mi hermano? Qué grande, Tato. Inigualable.” Me dio dos besos y al irse me preguntó: “¿Vos sos psicoanalista?”.
Otro día alguien me agradeció que le hubiera salvado la vida. Me miraba emocionado. “Yo soy Jorge, del grupo de los miércoles a la mañana.” Lo recordé por su sonrisa. Año 1974, 75. “Claro que me acuerdo de vos. Pero si vos no hablaste nunca. Ni una palabra.” Y me contestó: “Pero estuve dos años escuchando los problemas de otros y eso me hizo mucho bien. Y además, estar con vos es estar con un gurú”, y salió corriendo de golpe.
Esta semana se me acercó una joven de veintidós años, calculo yo. Era morocha, divina, de ojos verdes. Durante los primeros cien metros caminando juntos no habló. Sólo se oía el ruido de nuestros pasos. Yo hubiera caminado hasta Mar del Plata al lado de ella sin hablar. Sólo nuestro ritmo, nuestros pasos. El momento al llegar al kilómetro fue intensísimo. Ella dijo: “Yo lo admiro mucho a usted”. Yo la miré y ella me miró. ¡Qué ojos! Y cometí un grave error. Siempre los ojos verdes me hacen cometer atroces errores. “Si hubiera tenido cuarenta años menos me hubiera enamorado de vos.” Ella me respondió: “No arruine el momento. No arruine el momento, doctor. Yo sólo lo admiro. Nada más”. Y se paró de golpe. Yo seguí caminando solo y humillado, llegué a casa y me tomé cinco miligramos de Losacor (mi hipotensor actual). No sé qué seguirá pasando, pero me hago una pregunta: ¿sabrá Susy que, al dejar el lugar, otros lo ocupan de múltiples maneras? Con intensidades muy diversas. Con multiplicidades y afectos muy diferentes. La vida es maravillosa, pensé. Cosas de la vida, diría Laing en El yo dividido. Experiencias. Yo por las dudas voy a llevar Viagra junto con el Rivotril.
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