PSICOLOGíA › CUANDO “TRATARSE ES DROGARSE”
› Por EMILIO VASCHETTO *
Ya no se trata de que el médico, al recetar un fármaco, se prescribe a sí mismo, como solía decir Michael Balint, sino que ahora el psiquiatra (en el mejor de los casos, dado que la prescripción de psicofármacos es mucho más frecuente entre los médicos clínicos) es un expendedor de moléculas que tienen como función el ingresar en el discurso del paciente sin pasar por la presencia del Otro. Llamo dinámica seudolibidinal a eso que se presenta literalmente de esta manera: “No logro dormir, súbame el medicamento de la noche”, “Todavía me falta un poco más, ajústeme los antidepresivos”, “Bájeme éste y súbame aquél”, “Ahora me fui para el otro lado, estoy muy acelerada, vea si puede darme otra cosa”. Forma retórica de la exigencia que recubre una evidente narrativa libidinal.
El otorgamiento de sentido producido por un fármaco prescinde en nuestros días de la presencia del prescriptor, ubicado históricamente en el lugar del Otro, para concluir en un loop que realimenta el delirio de identidad. Se produce de tal manera un nuevo modo de psicoterapia que podríamos definir paradójicamente como “psicoterapia sin Otro”. Se trata de un lazo del sujeto con un objeto que genera una dependencia confortable, a punto tal de hacer indistinguible el hecho de tratarse con el de drogarse.
Hay un cortocircuito en la demanda, que opera como efecto bucle en aquel que se expresa con su delirio de identidad –“Soy depresivo”– y que espera satisfacciones adecuadas –moléculas psicotrópicas–, eludiendo la puesta en forma de una queja que lo implicaría en lo que de su ser falta; la pregunta por la falta queda sustituida por la búsqueda ansiosa de colmar el déficit. Pero la dimensión humana del ser hablante no puede evitar la emergencia de eso que falla una y otra vez. Existe una clara inadecuación entre la farmacopea, en su versión paracientífica actual, y el sujeto. Interminables listas de pacientes dependientes de psicofármacos presentan poca o nula respuesta a su padecimiento, constituyendo hoy en día un problema sanitario considerable. Tienen efectos devastadores las intervenciones que intentan instaurar un campo de dominio por el uso del psicofármaco a la manera de: “Si no toma usted el medicamento no sólo está en riesgo, sino que estará doblemente enfermo”.
Recuerdo un paciente que se presentaba con una marcada dificultad para responder al mandato de llevar adelante la economía de su familia: “Tengo que trabajar y no puedo, estoy deprimido”. Su padre, alcohólico, al morir su madre se había confinado al ocio; el paciente, mientras tanto, sentía la exigencia de “bancar” a su familia. Se sentía empujado por su entorno a buscar a quien le diera una medicación para reparar esa insuficiencia –alguien que respondiera consolidando ese sentido–. Alcanzó con una sencilla pregunta, en la primera entrevista, para que el sujeto desarmara su retórica depresiva: “¿Quién dijo que usted tiene que bancar a su familia?”. En el siguiente encuentro, el sujeto comenzó a desmadejar su novela familiar, desnudando esos momentos puntiformes de la angustia que precisaban la orientación provista por el deseo, en oposición a la anómica máscara depresiva de su presentación.
Una paciente en el hospital era derivada insistentemente por su psicoterapeuta en busca de una solución por la vía de la farmacología –a lo cual mostraba una sorprendente tolerancia–. Esto no hacía sino perpetuar el cuadro, que en términos clínicos se iba profundizando –“depresión mayor”–: varios ingresos por la guardia, días enteros tirada en su cama, anorexia, ideas persistentes de muerte. Al comentarle simplemente que quizá, dado el actual estado de la medicina, su problema no podía ser resuelto por vía farmacológica, la paciente experimentó una evolución espectacular: empezó a alimentarse, a dormir, a atender a su familia, a pensar en trabajar. Al poco tiempo dejó de concurrir al hospital.
* Extractado de un trabajo incluido en Depresiones y psicoanálisis.
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