PSICOLOGíA › TRABAJO PSICOLOGICO Y SOCIAL CON PERSONAS EN SITUACION DE CALLE
Trabajar con personas en situación de calle es “tratar de revertir el estrago de la devastación social: durante meses, seguir, acompañar y acompasar los tiempos de esa subjetividad o de lo que haya quedado de ella”.
› Por PATRICIA MALANCA *
Juntamente con la crisis manicomial, los que trabajamos con personas en situación de calle percibimos un aumento de la población con perfiles vinculados con padecimientos mentales crónicos en la vía pública. La presión de los vecinos –los solidarios, los piadosos, los querellantes– interpeló la ética de nuestro servicio. ¿Qué hacer con la locura que no se cronifica en una institución, sino que se cronifica en las calles? ¿Es peor, es mejor, es más sana?
El contexto socioeconómico de los ’90 y la globalización no sólo abrieron la importación de productos al mercado, proporcionalmente a la destrucción de la industria nacional, sino también la importación de las más tristes problemáticas sociales de grandes ciudades como Nueva York, Londres, Madrid, Tokio. Así que Buenos Aires fue conociendo los efectos de la exclusión, particularmente en la vía pública. La calle fue el lugar de los más débiles y los más vulnerables del sistema. Nada tienen que ver estos excluidos con aquellos crotos que, en los trenes de los años 20, con el mono y el pase gratis, surcaron el país bajo la égida ideológica del anarquismo.
Feos, sucios y malos, junto a las puertas de los barrios de clase media acomodada que, con asombro y un poco de pacatería, volvían a golpear la puerta del Estado benefactor para exigir que escondiéramos el producto que supimos conseguir. Mientras tanto, el mercado expulsaba cataratas humanas, y el gobierno local tuvo que implementar programas sociales, paliativos para dar asistencia a los desprotegidos de la calle.
No hace mucho, un periodista radial expresó su indignación porque, a la salida de un estreno en el cine Gaumont, de Plaza Congreso, diez personas de manos sucias y pies sudorosos se abalanzaron a exigir monedas e incluso arrebataron los canapés y sandwiches que se habían dispuesto para la prensa. “¿Cómo puede ser?”, se preguntaba el periodista.
Hasta los ’90, Buenos Aires consentía la pobreza recluida en las villas, y la locura en el manicomio. Este universo simbólico entra en crisis cuando la incubadora de pobres de los ‘90 lanza a la gente hacia un escalafón más bajo que el de la pobreza: el excluido. La realidad del excluido desorienta y pone en crisis esas reclusiones, porque, además, en muchos de estos casos se verifica un proceso subjetivo de automarginación, y esto puede pasar en la puerta de la casa de cualquiera o a la salida del cine.
Así, la crisis empieza a desparramarse; la distancia con el espejo de “aquel que está ahí que bien podría ser yo” se acorta, y la percepción de esa proximidad es insoportable. La imagen desgarrante del excluido, su cuerpo mortificado, abierto a lo real, se hace intolerable y toma revancha en el horror devuelto hacia aquellos que lo han producido, generando angustia y culpa que luego lucirán en discursos voluntaristas, benefactores, indignados o querellantes.
En realidad, es para el vecino querellante, molesto por la suciedad del excluido, que el Estado local ofrece sistemas de contención social con hogares de tránsito, paradores nocturnos, subsidios. El excluido, en situación de calle, no suele demandar nada de eso; no querella ni pregunta. Para el excluido, tuvimos que reubicarnos, salir a las calles a replantear preguntas por la singularidad, aprender a tolerar el impacto que pueden generar sus respuestas.
Cuando salimos a trabajar a la calle en interdisciplina con los trabajadores sociales, a mediados de los ’90, los psicólogos éramos pocos; en diez años, los que trabajamos en esta problemática nos cuadruplicamos. El repertorio de respuestas estaba agotado y había que dar paso a las preguntas.
Una de las primeras cosas que advertimos es que, para que alguien esté viviendo en la calle, tiene que haber otro que no se pregunta por ese alguien. Desde esa ausencia de pregunta vital, alguien empezó su derrotero para ser nadie, para ser el que duerme en Alsina y Pasco, o los del cine Gaumont que indignaron al periodista radial; también podría ser un paciente institucionalizado, con número de cama.
Pero sucede que tienen nombres. Y, si se trata de los del Gaumont, se llaman, por ejemplo, Rubén, Guillermo y Roberto. Rubén tiene 66 años: trabajaba en una carnicería; con la plata, siempre vivió al límite. Residía en el oeste, en Moreno, con su familia, pero por discusiones repetidas, finalmente se fue de su casa y se vino a vivir en la calle. Hacía algunos trabajitos, changas: barría el cine Gaumont. Lo conocemos porque lo visitamos. Costó, pero cinco meses de visitas semanales lograron que Rubén viva en un Hogar permanente.
Guillermo, uruguayo, dejó periodismo a medio terminar, se vino en los años de la dictadura, hizo trabajos libres para el diario Crónica, formó familia en el barrio de Parque Patricios. Pero, por su adicción alcohólica, su mujer no lo aguantó más, lo echó. Hace cinco años que está en la calle. En estos cinco años no ha visto a su hija; melancolizado, no quiere verla, ni que nadie lo vea así.
Roberto es el de más difícil acceso. Sabemos muy poco de él. Después de siete meses de trabajo, ni un solo día hemos podido encontrarlo sobrio.
En unas jornadas que compartí con colegas especializados en adicciones, pregunté si podía derivarles a Roberto, persona alcoholista crónica en situación de calle en plena intoxicación, para que lo trataran: contestaron que, como primera indicación, debería volver al consultorio sobrio.
Pero a Roberto, del cine Gaumont, lo real no para de acontecerle; es un real de todo momento y que interpela en todo momento al otro para que lo aloje en una escucha inmediata.
Entre tanto, cada uno en su lugar: cada profesional de la salud mental en su puesto específico. El loco crónico en el manicomio o en las calles, como problemática social; los profesionales de la salud mental en los hospitales. Y el pobre en las villas.
El problema del excluido, del loco excluido, cronificado en el manicomio o cronificado en las calles, es una pregunta que cualquiera se formula, pero obedece a una pregunta que alguien no se formula. ¿Qué hacer con la locura que se instala en la calle? ¿Cuál es el lugar del excluido, del loco, del pobre? ¿La calle, el alcohol, el delirio? La casa del loco, la del excluido, no es ni un parador nocturno, ni un hogar de tránsito, ni una casa de medio camino. La casa del loco o del excluido es una pregunta que todos debemos hacer para enlazar a ese alguien que no se la hace.
Recordemos la insistencia de las preguntas que en nuestra historia, con una valentía fundacional, restituyeron su lugar a los desaparecidos. La indiferencia, que puede disimularse en la indignación, hace desaparecer a la persona, la convierte en brazos, piernas, la convierte en nada.
Así, quienes nos desempeñamos en las calles comprendimos que revertir el estrago de la devastación social en la subjetividad es una utopía e iniciamos un largo, tedioso y a veces incomprendido trabajo artesanal, uno a uno. Un agente de acción social por cada una de las personas que viven en la calle. Un profesional destinado tiempo completo, por meses, para seguir, acompañar y acompasar los tiempos de esa subjetividad o de lo que hubiere quedado de ella.
Estas experiencias derivaron en la apertura del Programa de Externación Asistida para la Integración Social de Casas de Convivencia, en respuesta al artículo 15 de la Ley 448 de Salud Mental, que se desarrolla en el ámbito del Ministerio de Derechos Humanos y Sociales: la locura y la exclusión son así pensadas desde la lógica de restitución de derechos ciudadanos. Tampoco los neuropsiquiátricos son un tema a plantearse sólo desde la Salud Mental, sino que también deben serlo desde los derechos humanos. Desde nuestra experiencia en el trabajo con población en situación de calle, empezamos a repensar esas cuatro líneas del artículo 15 de la Ley de Salud Mental, que dicen: “Las personas que en el momento de la externación no cuenten con un grupo familiar continente serán albergadas en establecimientos que al efecto dispondrá el área de Promoción Social”. Nos hemos planteado que, si no podemos recuperar la ideología que atravesó la lucha antimanicomial de los ’60 y ’70, lo que nos queda a esta generación de profesionales, vapuleados por el terrorismo económico que nos puso a cada uno en su lugar de reclusión, es dejar fluir la utopía. Parafraseando a Silvia Bleichmar en No me hubiera gustado morir en los ’90, la utopía tiene que ser el horizonte ético que dirija la acción en un sentido en el que la inequidad no puede ser el destino.
* Directora general del Sistema Social de Atención Inmediata, Ministerio de Derechos Humanos y Sociales, Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires.
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