Jue 22.08.2002

PSICOLOGíA  › SOBRE LA CRIANZA DE LOS NIÑOS PEQUEÑOS Y EL DESARROLLO DE LA CAPACIDAD DE PENSAR

La inteligencia humana y el osito para poder dormir

Este ensayo, sobre las relaciones entre el desarrollo de la inteligencia y la especificidad de la crianza humana, destaca “un desfasaje absurdo, desde el punto de vista de la naturaleza” que sólo puede dar lugar al pensamiento “bajo el requisito de la presencia humanizante del otro humano”.

Por Silvia Bleichmar *

Más acá de la crisis económica, más acá de la corrupción, más acá de la devastación de la Nación que es tal vez la más grave de nuestra historia, el pensamiento sufre un proceso de desmantelamiento que nos deja inermes para enfrentar la resolución de este dolor al cual nos vemos arrojados. Hemos descubierto brutalmente que los recursos naturales no garantizan el bienestar y la riqueza, y que ni siquiera los productos acumulados socialmente a lo largo de generaciones, como el conocimiento y la inteligencia, pueden ser preservados si no realizamos las acciones necesarias para sostenerlos e incluso recuperarlos. También, sin embargo, estamos aprendiendo de la Historia en los últimos tiempos a no ceder a las presiones del pensamiento que se pretende único, no sólo nuestras decisiones sino la comprensión de la realidad, incluido en ello las teorías acerca del mundo y la función del conocimiento, porque es allí donde sabemos que podemos ser despojados de toda racionalidad y futuro.
Es en ese marco que debemos reposicionar la pregunta acerca de por qué vías se produce la adquisición de una inteligencia humana que garantice la adquisición de conocimientos, sabiendo que la cuestión misma acerca de los orígenes del pensamiento y de su regulación lógica no está regida sólo por motivaciones simplemente teóricas o del interés más “puro” de la ciencia. Porque más allá de la conciencia que los actores de la polémica tengan al respecto, de su buena o mala voluntad política o de las contradicciones que esto les significa, se articulan alrededor de ello cuestiones de implicancia profunda para los destinos de los seres humanos a quienes el fin práctico del conocimiento está destinado.
¿Qué tipo de relación, de contigüidad o discontinuidad, podemos establecer no sólo entre la inteligencia humana y la inteligencia animal sino también entre inteligencia humana tal como se encuentra una vez producida, y la inteligencia potencial de la cría humana? No es suficiente para responder a la pregunta diferenciar entre lo humano y lo animal sino que se hace necesario establecer la distinción entre lo humano como producto de la humanización y la cría humana en tanto potencialidad humanizante que debe ser incluida en el interior de la cultura para adquirir las características de la inteligencia humana.
Imaginemos a esa cría en el momento de su nacimiento. Un puñado de reflejos, un conjunto de prerrequisitos biológicos que pueden –aunque no necesariamente– devenir soporte neurológico de la inteligencia sin ser su condición suficiente, una cantidad de necesidades para la conservación de la vida, un pequeñísimo bagaje de información genética absolutamente insuficiente para su supervivencia. Todo esto no dando, por sí mismo, acceso al pensamiento, ya que se puede alimentar a un recién nacido sin que ello implique que logre algo más que la idiotez de su supervivencia biológica, cuestión absolutamente insuficiente para realizarla en el marco de la cultura. Si lo alimentáramos, limpiáramos, le diéramos el calor suficiente para conservarla con vida, maduraría neurológicamente y sin embargo no podría regirse más que por los intereses que le dictan sus instintos de conservación natural: su mirada no se levantaría sobre los bordes de la cuna buscando un objeto tan inútil desde el punto de vista de la preservación natural y al mismo tiempo tan imprescindible para la implantación de un universo humano como una sabanita gastada y vieja que chupar, o un oso cuya única función es enredar el dedo en su pelambre para poder dormir.
Y en este desfasaje, tan absurdo desde el punto de la naturaleza, tan ridículamente poco eficaz para mantenerse en la inmediatez de la vida, desfasaje e incluso ruptura que lleva a dejarse morir de hambre en un marasmo salvaje cuando se pierde al objeto amado, y luego, ya de grande, a dejarse morir de hambre para preservar el ideal amado, están los orígenes mismos de la producción de inteligencia y las condiciones de producción de conocimientos que no se reduzcan al empleo de la información recibida por vía natural.
Ruptura y desfasaje que tiene como prerrequisito la presencia humanizante del otro humano, de ese adulto que por razones históricas y estadísticas estamos habituados a llamar “madre”, y que en su asimetría conserva la vida de la cría al mismo tiempo que la parasita simbólica y sexualmente, genera –aun antes de que el pensamiento se constituya, aun antes de que el niño devenga un ser humano capaz de tomar a su cargo la representación de su propia vida y de poseer los mecanismos que le permitan la producción de conocimientos–, crea, produce, sobre ese producto de naturaleza que tiene a su cargo, una subversión profunda que lo arranca de ese estado natural y lo vuelca a la producción simbólica.
Producción simbólica que no está destinada, de inicio, a la adaptación natural, ni se limita a recrear el mundo exterior tal cual, sino que genera representaciones que siendo residuales de los objetos del mundo son al mismo tiempo neo-creación; producción simbólica que no se reduce, por otra parte, a reflejar la realidad exterior ni tampoco está endógenamente engendrada sino que, con esta materialidad que le llega, autoproduce, autoengendra objetos nuevos cuya única realidad es ser pensamiento y cuyo origen no es efecto de una satisfacción de las necesidades naturales sino de un plus, de un exceso, generado en esta satisfacción.
Elemental, Watson
“¿En qué año vivió Sherlock Holmes?”, me preguntaba hace algunos años una joven alumna, dando por descontado no la época de surgimiento del personaje sino su existencia misma como ser viviente. Daba cuenta con esta pregunta del hecho de que los productos humanos existen, no sólo en el espacio real del libro, no sólo en el espacio virtual de la mente sino en el espacio real de la cultura, más allá de su creación misma.
Si la inteligencia humana no es un producto natural sino social, destinada no sólo a transformar el mundo existente sino a producir nuevos mundos, a generar lo impensado, a construir realidades que no preceden a quienes las pensaron, a diferencia de los castores que fabrican diques, de los horneros que hacen casitas de dos ambientes, de las abejas que ordenan la geometría perfecta de sus celdillas, de la araña que teje la tela fina que atrapa a la mosca sin que ello implique la astucia de producir un engaño capaz de transformarse, los seres humanos crean por carriles que implican no sólo la modificación de lo ya dado sino su deconstrucción, que se afirma en lo existente para dar el salto a lo impensado.
A diferencia de los animales, los seres humanos no sólo transformamos el mundo en el cual vivimos sino que generamos nuevos mundos; mundos que una vez producidos obligan, para su transformación, no sólo a apelar al conocimiento sino a toda la astucia, a la audacia, para sortear el riesgo. La operatoria de supervivencia de la humanidad no se establece ya directamente sobre la naturaleza sino por mediación de otros seres humanos, por interposición de sus organizaciones, de sus modos de concebir la vida y de articular el poder que la conserva o la destruye.
El pensamiento presenta entonces esta paradoja: en ruptura con la información biológica, entrando en los orígenes de la vida en estallido respecto a su adecuación a la naturaleza, no continúa regido por las leyes de una maduración natural, no sigue un simple proceso de desarrollo, sino de una profunda subversión de ese destino de adaptación biológica. Cuando un niño deja de comer hasta morir porque ha sido separado de sus objetos amorosos, cuando se arriesga la propia vida para salvar la de alguien que nunca se conoció, o, incluso, para ser fiel a una idea que representa el núcleo mismo de la identidad de quien la sostiene, cuando se renuncia a medicación o alimentos para conservar una antena de televisión o acceder a un espectáculo, cuando se da un concierto en el marco de una ciudad cercada para mostrar la vigencia del espíritu, cuando se sobrelleva la miseria mediante la organización de la esperanza, se comprueba una y otra vez que los seres humanos no se reducen a su cuerpo biológico y que su inteligencia no está regida por la información genética sino por un tejido representacional específicamente humano que no se contenta con modificar lo ya existente sino que está tendido permanentemente a la creación de nuevos mundos.
Por ello, si lo que está en juego es la comprensión del sujeto psíquico como producción y no como mera segregación cerebral, el modo en el cual se dirima esta cuestión está en el centro de nuestro accionar intelectual. Porque lo que está en el centro de nuestras discusiones, y dejando de lado todo idealismo que forzara las condiciones mismas de partida de la naturaleza, es la posibilidad de que la naturaleza misma sea forzada, vicariada constantemente, desplegada o anulada en sus posibilidades, por la presencia de esta variable interviniente que constituye el proceso de humanización en términos de la presencia de un social humano que no reduce al sujeto a sus condiciones biológicas de existencia.
El modelo de expropiación a que nos vemos sometidos desde hace años ha devastado nuestra economía, ha destruido la política, ha infiltrado de corrupción la democracia. Sin embargo el mal mayor que genera pasa larvado y nos deja despojados de respuesta: se trata, en el límite, de la “naturalización” de todo lo humano, no sólo al presentar la economía como del orden inexorable de lo dado sino mediante el intento de reducción de los sujetos que excluye a mero cuerpo biológico sobreviviendo en el límite mismo de su cuerpo, despojados de toda identidad y proyecto, convirtiendo a la infancia en un espacio de impartición de la instrucción necesaria para subordinar a los que no caigan del sistema en operarios intelectuales de la maquinaria de bombeo construida para arrancar fuerza ya no motriz sino simbólica de riqueza que no revierte sobre nuestro propio futuro.
Los daños materiales que genera no se limitan a una re-expropiación de la tierra que nuestras oligarquías nativas se muestran ya incapaces, en su senilidad, de conservar ni a la posibilidad de extinción de las semillas de cultivo mediante la implementación de transgénicos. Gas y petróleo, ahorros y graduados de todas las universidades, son algunos de los bienes que drenamos constantemente hacia los grandes centros de poder, por la complicidad, estupidez o cobardía de nuestras clases gobernantes.
La reserva de inteligencia acumulada no es garantía si no conservamos la maquinaria de producción simbólica que la genera. Y ella no está sólo en las escuelas que debemos salvaguardar de la depredación y el abandono ni en las Universidades que debemos defender. La maquinaria productora de inteligencia está en cada uno de los seres humanos que constituyen el país, está, fundamentalmente, en la resistencia a la naturalización de la existencia, en la no aceptación de la propuesta de conservación sólo del cuerpo biológico de millones de argentinos, en cuya potencialidad creadora confiamos y en cuya inteligencia basamos el futuro.

* Este texto es parte de la conferencia que dictará la autora en el encuentro a ser realizado por el Consejo de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes de la Ciudad de Buenos Aires y la Cátedra de Psicopedagogía Clínica de la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires: “El placer de criar y la riqueza de pensar”, el lunes 26 de agosto a las 20 en el Centro Cultural San Martín.

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