PSICOLOGíA › UN CUADRO QUE ESTARIA ENTRE EL DUELO Y LA MELANCOLIA
La persona “no puede habitar bien su propia piel”; se disgusta de sí misma, se fastidia de los otros; su “cara de culo” revela que “no anda feliz por el mundo”: el autor de este ensayo retoma el término “acidia” –rescatado por Giorgio Agamben– para designar ese estado que ubica entre el duelo y la melancolía.
› Por Isidoro Vegh *
Cuando un neurótico nos cuenta su desazón y su sufrimiento, su incapacidad de moverse y su imposibilidad de hallar un espacio que le convenga, su crítica quejosa hacia sí y hacia quienes lo rodean, sus anhelos imposibles desde su perspectiva y su lugar, que sin embargo sitúa como posibles en otro espacio, puede presentarse un cuadro que propongo diferenciar del duelo normal y de lo que Freud llamó melancolía. Al duelo, Freud opone la melancolía, que se podría situar en el campo de las psicosis. Pero hay una depresión que no es el duelo habitual, que implica una dimensión sintomática pero se da en el campo de la neurosis. El término que propongo para designarla, “acidia”, puede encontrarse en un libro del filósofo italiano Giorgio Agamben, Estancias. La palabra y el fantasma en la cultura occidental (ed. Pre-Textos, 1995).
Agamben se refiere a la preocupación por objetos que se caracterizan por tener eficacia a partir de su ausencia: “Durante toda la Edad Media, un azote peor que la peste que infecta a los castillos, las villas y los palacios de la ciudad del mundo se abate sobre las moradas de la vida espiritual, penetra en las celdas y en los claustros de los monasterios, en las tebaidas de los eremitas, en las trapas de los reclusos. Acedia, tristitia, taedium vitae, desidia son los nombres que los Padres de la Iglesia dan a la muerte que induce en el alma”. Pertenece a los pecados capitales.
Donde Freud formuló “Duelo y melancolía”, propongo: “duelo, acidia y melancolía”. Mi idea es que, en lo que Freud llamó melancolía, hay una conjunción, una condensación de la acidia con la melancolía propiamente dicha. La connotación del “duelo patológico”, del que suele hablarse en la literatura psicoanalítica, puede vincularse con la acidia.
Voy a desplegar un contrapunto entre la acidia y la angustia. Dice Agamben: “Los Padres (de la Iglesia) se encarnizan con particular fervor contra el peligro de este ‘demonio meridiano’ –se llama así porque en la iconografía medieval suele aparecer a la hora del mediodía, cuando el sol está en lo más alto– que escoge a sus víctimas entre los homines religiosi y los asalta cuando el sol culmina sobre el horizonte”.
Para los Padres de la Iglesia esto surge por acción del demonio; intentaremos dar la lógica de la estructura. Sigue Agamben: “Apenas este demonio empieza a obsesionar la mente de algún desventurado, le insinúa en su interior un horror del lugar en que se encuentra, un fastidio de la propia celda y un asco de los hermanos que viven con él, que le parecen ahora negligentes y groseros”.
El sujeto empieza a sentir horror del lugar, no encuentra gusto en donde se encuentra. No puede habitar bien los límites de su propia piel. Proclama un disgusto de su lugar y un fastidio dirigido al otro. En nuestra clínica: comienza a dominar la cara de culo. Empieza a ser sistemático: una cara que acompaña el sufrimiento del sujeto, que no anda feliz por el mundo, muestra horror del lugar que habita. Tristitia con acidia, al modo de San Gregorio: el estado acidioso es una tristeza con acidia. Y el asco hacia el otro es un modo fallido de defensa: “No soy yo el negligente, son los otros”. “Le hace volverse inerte a toda actividad que se desarrolle entre las paredes de su celda...”: acusa al otro de negligente pero sufre, no es un manejo instrumental; es un sujeto que sufre y hace sufrir a los que comparten con él ese momento de su vida y lo encuentran así, inerte. “...le impide quedar en ella en paz y atender a su lectura; y he aquí que el desdichado empieza a lamentarse de no sacar ningún goce de la vida conventual, y suspira y gime que su espíritu no producirá fruto alguno mientras siga donde se encuentra”: la queja no resuelve, sino que agrava la encrucijada. La trampa en la que el sujeto ha penetrado hace que no pueda producir los frutos que anhela, su gemido se convierte en profecía autocumplida. Pero también es cierto que el sujeto anhela esos frutos, no es el melancólico que dice: “No quiero nada”.
“Quejumbrosamente, se proclama inepto para hacer frente a cualquier tarea del espíritu y se aflige de pasársela vacío e inmóvil siempre en el mismo punto...”: hay aflicción del sujeto por no ponerse en movimiento. Si bien hay complacencia, domina el disgusto, hay lucha; hay tristeza y defensa – más bien fallida– contra esa tristeza. “...él, que hubiera podido ser útil a los demás y guiarlos, y en cambio no ha concluido nada ni ha sido de provecho a ser alguno. Se hunde en elogios deshilvanados de monasterios ausentes y lejanos y evoca los lugares donde podría ser sano y feliz”. El otro lugar sí que vale; mantiene el valor del ideal, aunque no lo puede situar en su propia vía. Para un melancólico, en cambio, nada vale.
“Describe cenobios dulces de hermanos y flagrantes de conversaciones espirituales, y, por el contrario, todo lo que tiene al alcance de la mano le parece áspero y difícil...” Esto es lo que hace insoportable la trama para quienes conviven, y tormentosa la transferencia cuando se despliega en el análisis. “Entonces empieza a mirar en su torno aquí y allá, entra y sale muchas veces de la celda y fija los ojos en el sol como si pudiera retardar el ocaso; y al fin, le cae en la mente una insensata confusión, semejante a la calígine que envuelve a la tierra, y lo deja inerte y como vaciado.” La descripción de Joannis Cassiani, en su texto De institutis coenobiorum, concluye mostrando la desorientación del sujeto, que no sabe dónde está.
Esta estructura, con mayor o menor gravedad, con mayor o menor duración, puede aparecer, irrumpir en el análisis de un neurótico.
Agamben, en ubicación moderna, reconoce en el dandy la posición de la acidia. Menciona el primer poema de Les Fleurs du mal, de Baudelaire, que se titula “La destrucción”: Sin cesar a mis lados se agita el demonio;/ Nada a mi alrededor como un aire impalpable;/ Lo trago y lo siento que abrasa mi pulmón/ Y lo llena de un deseo eterno y culpable./ A veces, toma, sabiendo mi gran amor al Arte,/ la forma de la más seductora de las mujeres,/ Y, bajo especiosos pretextos de hipócrita,/ acostumbra a mi labio con filtros infames./ Me conduce así, lejos de la mirada de Dios,/ jadeante y destrozado de fatiga, en medio/ de las llanuras del aburrimiento, profundas y desiertas,/ y arroja en mis ojos llenos de confusión/ vestidos manchados, heridas abiertas,/ y el aparato sangrante de la destrucción.
(Sans cesse à mes côtés s’agite le Démon;/ Il nage autour de moi comme un air impalpable;/ Je l’avale et le sens qui brûle mon poumon/ Et l’emplit d’un désir éternel et coupable./ Parfois il prend, sachant mon grand amour de l’Art,/ La forme de la plus séduisante des femmes,/ Et, sous de spécieux prétextes de cafard,/ Accoutume ma lèvre à des philtres infâmes./ Il me conduit ainsi, loin du regard de Dieu,/ Haletant et brisé de fatigue, au milieu/ Des plaines de l’Ennui, profondes et désertes,/ Et jette dans mes yeux pleins de confusion/ Des vêtements souillés, des blessures ouvertes,/ Et l’appareil sanglant de la Destruction!)
Es lo mismo, en versión más cercana a nosotros: algo que se le aparece al sujeto como una tentación mortífera, mortificante, cuyo precio mayor es el tedio, el aburrimiento. El sujeto pierde el gusto, incluso por su Arte, por la creación. El poema nos recuerda el valor de su Arte. No es el melancólico, que diría: “Todo es una mierda”; él recuerda el valor del ideal que tenía puesto en el Arte; pero, tentado por el demonio, está pagando el precio del tedio y la confusión.
En la patrística cristiana se habla de las filiae acediae, las hijas de este diablo meridiano, cortejo infernal que se caracteriza por malicia, rencor, pusilanimidad, desesperación, somnolencia y también la evagatio mentis, aceleración imaginaria sin anclaje que puede derivar en un movimiento maníaco, donde a una idea le sigue otra sin posibilidad de que el sujeto ancle en ninguna. Se manifiesta en “la verbositas, la monserga vanamente proliferante sobre sí mismo”. Agamben lo resume como “hipertrofia de la imaginación”. Yo diría: aceleración de la imaginación sin anclaje.
En el mundo capitalista, burgués, nos recuerda Agamben, desgraciadamente esta tristitia acidia fue muchas veces estigmatizada como pereza, “Vos no querés hacerlo”. Pero no es un problema de pereza: el sujeto es desdichado, por más que tenga complacencia con su posición. Lo vio bien Santo Tomás, que lo aclara en la Suma teológica: no corresponde ponerla bajo el signo de la pereza, sino de la angustiosa tristeza y de la desesperación. Domina en ella la imagen del recessus, del retirarse atrás. Punto esencial de la acidia: se inicia en el recessus, en la renuncia. Ya digo su contraparte: la angustia se inicia con el anuncio. Acidia y angustia se inician como renuncia y anuncio. Pero se trata de una renuncia que no es la del melancólico, no es la renuncia de alguien que dice: “Nada vale”. El sujeto retrocede ante lo mejor que le puede arribar, lo que Dios le ofrece. Sigue la cita de Agamben: “El sentido de este recessus a bono divino, de esta fuga del hombre ante la riqueza de las propias posibilidades espirituales...”. El sujeto no reniega. En el poema, Baudelaire escribe Arte con mayúscula.
“Que el acidioso se retraiga de su fin divino no significa, de hecho, que logre olvidarlo o que cese en realidad de desearlo”: a Agamben le interesa porque quiere investigar la eficacia de este objeto perdido. “La suya es la perversión de una voluntad que quiere el objeto, pero no la vía que conduce a él y desea y yerra a la vez el camino hacia el propio deseo.” La acidia no se opone al deseo, no lo ignora, sino que se opone a la satisfacción del deseo, al encuentro del sujeto con el objeto de su deseo. Un autor medieval que podría muy bien inscribirse en los prejuicios burgueses, Jacopone da Benevento –también citado por Agamben–, decía: “La acidia cada cosa quiere tener, pero no se quiere fatigar”. Tiene un tono superyoico. Mucho mejor es la cita que Agamben hace de Kafka: “Existe un punto de llegada, pero ningún camino”.
El cuadro Retrato del Doctor Gachet, de Van Gogh, presenta una figura típica del acidioso: un hombre apoyando su cara en la mano derecha, mientras deja caer la mirada desolada. En una carta a su hermano Theo, Van Gogh escribe: “No lo voy a ver más al doctor Gachet. Es muy amable conmigo, bondadoso, pero está más triste que yo”.
Por último –por eso cité a Baudelaire– sería un error ver en esta disposición a la acidia sólo algo negativo. En la historia del arte, es frecuente que la lucha contra la acidia haya generado obras importantes. Para Agamben, la obra de Baudelaire podría situarse en esa perspectiva. Es la tristitia salutifera. Aunque no lo recomiendo, es el luto que crea alegría.
El último párrafo de Agamben nos salva de tentar una posición única: “En la medida en que su tortuosa intención abre un espacio a la epifanía de lo inasible, el acidioso da testimonio de la oscura sabiduría según la cual sólo para quien ya no tiene esperanza ha sido dada la esperanza, y sólo para quien en cada caso no podrá alcanzarlas han sido asignadas metas. Así de dialéctica es la naturaleza de su ‘demonio meridiano’. Como de la enfermedad mortal que contiene en sí misma la posibilidad de la propia curación, también de ella puede decirse que la mayor desgracia es no haberla tenido nunca”.
* Texto extractado de “Duelo, acidia y melancolía”, que puede leerse en www.efba.org.
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