PSICOLOGíA • SUBNOTA › VIDA COLECTIVA O SERVIDUMBRE
› Por Simone Weil *
Difícilmente el obrero pueda escribir o hablar sobre su desgracia en la fábrica, ya que el primer efecto de la desgracia es producir la evasión del pensamiento: el obrero no quiere considerar la desgracia que lo hiere. Los obreros, cuando hablan sobre su propia suerte, no hacen más que repetir las palabras de propaganda formuladas por individuos que no son de su misma condición. A un ex obrero le es fácil hablar de su condición primera pero le es muy difícil pensar realmente en ella, ya que nada queda olvidado tan rápido como la desgracia pasada. Un hombre de talento puede, gracias a escritos y por medio de la imaginación, adivinar y describir hasta cierto punto la situación del obrero desde fuera, pero esto no va muy lejos. Las líneas que siguen son el influjo de un contacto directo con la vida de fábrica.
La fábrica podría llenar el alma con el poderoso sentimiento de vida colectiva que otorga al obrero su participación en el trabajo de una gran industria. Todos los ruidos tienen un sentido, todos están ritmados y se funden en una especie de gran respiración del trabajo en común, en la cual se embriaga uno si forma parte de él. Y es tanto más embriagador porque la soledad no queda alterada. No existen más que ruidos metálicos, mordeduras en el metal; ruidos que no hablan de naturaleza ni de vida, sino de la actividad seria, sostenida e ininterrumpida del hombre sobre las cosas. Uno se siente perdido en medio de este gran rumor, pero al mismo tiempo tiene la sensación de que lo domina, porque sobre esta base, sostenida permanentemente y siempre cambiante, lo que sobresale, fundiéndose al mismo tiempo con ella, es el ruido de la máquina que uno dirige. No se tiene, en principio, una sensación de pequeñez como la que se tiene al encontrarse uno inmerso entre la muchedumbre, sino la de ser indispensable. Las correas de transmisión, en donde las hay, permiten beber con los ojos esta unidad de ritmo que siente todo el cuerpo por los ruidos y por la ligera vibración de todas las cosas. En las horas sombrías de la mañana y en las tardes de invierno, cuando sólo brilla la luz eléctrica, todos los sentidos participan de un universo en el cual nada recuerda a la naturaleza, donde nada es gratuito, donde todo es choque, un choque duro y al mismo tiempo conquistador del hombre con la materia. Las lámparas, las correas y las poleas, los ruidos, la chatarra dura y fría, todo concurre a efectuar la transmutación del hombre en obrero.
Si la vida de fábrica fuera solamente esto, sería demasiado hermoso. Pero no es eso. Estas son las alegrías de hombres libres: los que pueblan las fábricas no las sienten sino en cortos y raros instantes, porque no son hombres libres. No pueden experimentarlas más que cuando olvidan que no son libres; y esto raramente pueden olvidarlo, ya que las tenazas de la subordinación los tienen sujetos a través de los sentidos del cuerpo y de los mil pequeños detalles que llenan los minutos que constituyen la vida.
El primer detalle que llega a lo largo del día para hacer bien sensible esta servidumbre es el reloj de control de fichaje. El camino de casa a la fábrica está totalmente dominado por el hecho de que es preciso llegar antes de un segundo, mecánicamente determinado. Es bueno llegar con cinco o diez minutos de adelanto; por este hecho, el paso del tiempo aparece como algo despiadado, que no deja ningún juego al azar. Este reloj de control es, en el día de un obrero, el primer aviso de una ley cuya brutalidad domina toda la parte de la vida pasada entre máquinas; el azar no tiene carta de ciudadanía en la fábrica. Evidentemente, existe –como en todas partes– algún azar, pero no se lo reconoce. Lo que sí se reconoce a menudo, en detrimento de la producción, es el principio de los centros de reclusión: “No quiero saberlo”. Las ficciones son muy poderosas en la fábrica. Hay reglas que nunca se observan, pero que están perpetuamente en vigor. Según la lógica de la fábrica, no existen órdenes contradictorias. A través de todo eso es necesario que el trabajo se haga. Y al obrero le toca arreglárselas, bajo pena de despido. Y se las arregla.
Las grandes y pequeñas miserias, continuamente impuestas en la fábrica al organismo humano, no contribuyen tampoco a hacer sensible la servidumbre. No me refiero a los sufrimientos vinculados con las necesidades del trabajo (éstos pueden soportarse con orgullo), sino a los inútiles. Son éstos los que hieren el alma, porque generalmente nadie va a quejarse de ellos, y se sabe que no se sueña con ello porque por adelantado se tiene la convicción de que uno sería acogido con dureza y, por tanto, es mejor encarar el sufrimiento y la humillación sin decir una sola palabra. Hablar sería buscar una humillación más. Tales sufrimientos son con frecuencia muy ligeros en sí mismos; si son amargos es debido a que cada vez que se experimentan y se experimentan continuamente, se comprueba el hecho de que en la fábrica no se tiene carta de ciudadanía, sino que se es un extranjero admitido como simple intermediario entre las máquinas y las piezas fabricadas; bajo este impacto, la carne y el pensamiento se retraen. Es como si alguien repitiera minuto a minuto, junto a nuestro oído: “Tú no eres nada. Tú no cuentas para nada. Tú estás ahí para doblegarte, sufrirlo todo y callar”. Semejante repetición es casi irresistible. Se llega a admitir, en lo más profundo de uno mismo, que no se es nada. Todos, o casi todos, los obreros industriales –incluso los que tienen un aire más independiente– tienen algo, un algo casi imperceptible en sus movimientos, en su mirada y sobre todo en el rasgo de los labios, que dice que a ellos se los obliga a contarse como nada.
* Fragmento de “Experiencia de la vida de fábrica”, publicado originalmente en 1942, incluido en La condición obrera.
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