PSICOLOGíA • SUBNOTA › SOBRE LA FóRMULA “NO HAY RELACIóN SEXUAL”
› Por Por Guy Le Gaufey
La frase “No hay relación sexual”, proclamada por Jacques Lacan como principio fundamental, obedece al equívoco que mantiene la lengua francesa en torno de la expresión misma: la “relación sexual” designa en primera instancia y sin ambages el acto sexual entre dos o varios participantes, de sexo diferente o del mismo sexo. El término “relación” [rapport] está tomado aquí en su sentido relacional. El que no haya “relación sexual” llega pues a insinuar con bastante rapidez que entre los sexos, aun cuando sean dos, al menos en primera instancia y muy obviamente, no hay vínculo, ni correlación, ni conexión, ni enlace que merezca llamarse “relación”. El hecho es que, a pesar de las alabanzas incansablemente dirigidas al amor, funciona bastante mal entre uno y otro sexo. Que la “relación” entre ellos pueda ser tan desastrosa como deliciosa impulsa a que cada cual ironice, y aquel que llegue a afirmar que “no hay” relación entre los sexos profundizaría hasta la irrisión una fractura digna de remontarse hasta el alba de la humanidad.
Pero, ¿qué se niega en tal formulación? ¿Qué es entonces la “relación sexual” de la que se piensa tan rápido, tan tontamente que sabemos lo que es? Por el simple hecho de que hay dos sexos, ¿mantendrían “naturalmente” una relación? Esa evidencia se disipa apenas se emprende la tarea de darle forma, de sostenerla discursivamente. El amor –primera respuesta– no es en absoluto específico de la relación sexual entre dos participantes, cualquiera sea su género; no es lo que brindará la clave de tal relación. Los roles biológicos, fuertemente determinados a su vez por la procreación y la perpetuación de la especie, no asignan ningún estatuto a los participantes de un acto sexual no procreativo.
Las culturas, por su parte, se esfuerzan en dictar a sus miembros aquello en lo que consiste ser un hombre y aquello en lo que consiste ser una mujer, pero la antropología ha revelado tal diversidad en este punto que uno queda atónito; si hay una “relación”, ¿cómo podría ser tan diversa? Basta con tomar alguna distancia respecto del etnocentrismo y su manera de sugerir a cada uno la excelencia de su cultura contra todas las demás para ser de entrada más receptivo a un cuestionamiento referido a la existencia de tal “relación” y su aspiración a lo científicamente universal, más allá de la situación cultural.
A pesar de los saberes que se acumulan sobre el sexo, del furor discursivo que pretende poner orden allí, del silencio que los poderes inquietos le imponen a su abordaje, subsiste cierta especie de desarreglo subjetivo, cierta ignorancia insondable, frente a la pregunta abismal: ¿por qué tú niña y yo varón? ¿Por qué yo Tarzán, tú Jane? ¿Qué es ese asunto del sexo que un día u otro instala para cada cual, en un parpadeo, un misterio tan denso? ¿Por qué hace falta que al mismo tiempo exista esa separación y el ansia loca de anularla, de ponerle fin, de levantar su hipoteca?
La evidencia de la diferencia sexual encierra algo provocativo para la mente: ¿cómo es que dos seres tan similares pueden ser tan disímiles? Y la conjunción ocasional de los dos en el acto que a la vez los hace unirse y chocar no resuelve en absoluto el problema, no anula la distancia. Una vez efectuado dicho acercamiento, cada uno de los participantes puede sentir como un lejano eco de la fuerte frase de Máximo el Confesor: “Porque la unión, al apartar la separación, no ha mermado la diferencia”. ¿Qué implica entonces ver en esa diferencia ya no el gozne que uniría una puerta y un marco, sino un hiato irreductible, una apertura sin junturas, una solución de continuidad sin remedio: “No hay relación sexual”?
Lo que no allana sin embargo la inaccesibilidad en materia de sexo, esa locura a veces del humano preso de la exigencia de ubicarse en uno de los casilleros sexuales que le ofrece la sociedad en la que creció: no sólo que esa diferencia le es dada sin que la haya pedido para nada, sino que además llega el momento en que, tras haberla descubierto, se insiste mucho en que la reivindique, se inscriba en ella, la haga suya. Yacen aquí las dificultades que bien parecen ser, dentro del inmenso linaje sexuado, el dudoso privilegio de los seres hablantes. Con ellos, ante el abordaje del sexo: se charlotea, se farfulla, se discursea, se discute a más y mejor. Ese otro producto de la evolución natural que es el lenguaje se entrechoca con las necesidades reproductivas y, como el agua, se extiende, se introduce en todos los rincones y recovecos de la actividad de machos y hembras, exigiendo su transformación en hombres y mujeres.
Si la idea de relación sexual tuvo un sostén decisivo en la noción de una “naturaleza” eterna, siempre a favor de los poderes instaurados en la medida en que esta última fundamenta su legitimidad, la negación referida a la existencia de tal relación no puede hacerlo en modo alguno. Es, por el contrario, hija de su época, que ha visto el acto sexual desprenderse de los imperativos reproductivos ligados a la supervivencia de la especie para llegar a colmarse de valor de goce, hasta entonces visto más bien como algo accidental. Coger, copular, coitar, fornicar han llegado a aparecer en pocas décadas y (casi) para todos como un fin digno de consideración, y el goce es juzgado como un valor por adquirir, ya no solamente como un acontecimiento íntimo y secreto o como un vicio aberrante.
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