SOCIEDAD › OPINION
› Por Pedro Lipcovich
Hoy por hoy, ¿alguien puede decir que jamás tomó Viagra? Aunque parezca mentira, hay uno. A esta altura, es el último hombre sobre la Tierra que jamás tomó Viagra. Esta rara condición no va a durar: él es hombre de su tiempo y, más temprano que tarde, accederá a la certeza eréctil del varón contemporáneo, pero, mientras tanto, ¿por qué se empecina en negarse?
No porque presuma de una performance inclaudicable. Casi al contrario: él sostiene que un hombre debe defender su derecho a la impotencia. Esto parece incomprensible, pero quizá las mujeres puedan entenderlo. Supongamos que existiese un Viagra del orgasmo femenino: una pastilla que le asegure a una mujer lograr el orgasmo siempre, no importa cómo sea cada encuentro, no importa quién sea el hombre, no importa qué sienta ella ni qué, cada uno, sueñe. Cabe la probabilidad, o la esperanza, de que muchas mujeres no aceptarían la pastilla: que defenderían su derecho a sólo gozar cuando valga la pena y con quien lo merezca.
A él, el que nunca tuvo Viagra, lo afectan como a cualquier hombre las situaciones de impotencia pero, cuando se permite revisarlas, encuentra que cada una de ellas tuvo su razón: que alguna otra cosa andaba mal en él, en ella, entre los dos, algo que no pudo saberse entonces pero que se pudo reconocer después.
Además –medita el abstemio de Viagra–, ¿por qué tendrían que andar bien las cosas en el sexo? Pero si es casi inconcebible que los humanos, seres que habitualmente andan vestidos, casi no se tocan y se comunican a distancia mediante ondas emitidas por sus aparatos fonadores, de pronto se desnuden, se aferren, se huelan, se penetren... ¿Cómo puede ser que, en vez de morir de angustia, lo soporten e incluso, a veces, lleguen a gozar? En la adolescencia –recuerda–, en aquel terror, en el extrañamiento del adolescente ante el sexo se albergaba, como en toda la experiencia adolescente, una verdad que después suele olvidarse. Aunque ahora, con el Viagra, quizá los adolescentes no se angustien ya.
En todo caso, pese a lo que imaginan los encuestadores, la impotencia es una desdicha de juventud: con los años –reflexiona el que nunca tomó Viagra–, la mayoría de los hombres y de las mujeres obtienen, cada uno a su modo, una suerte de precaria habilidad para enfrentar el pavor del encuentro y la decepción del desencuentro; creaciones secretas, teatritos leves, participaciones especiales, amabilidades del amor.
Cierto que esta íntima artesanía tal vez pierda razón de ser ante el proclamado “uso recreativo” del Viagra. Aunque –pregunta el hombre sin Viagra–, ¿cómo puede ser recreativo tener que tomar una pastilla porque a uno no se le para el pito?
Pero éstos quizá sean los últimos pensamientos sin Viagra: el último sobre la Tierra ya no se soporta. ¿Qué clase de tipo es él, nunca va a cambiar? Flojo, castrado que no se atreve a tomar Viagra como los hombres de verdad. Está harto de inventarse problemas, esto no se banca más y, sí, ya sostiene ante sus labios la pastillita que le cambiará la vida. La mira. Justo antes de llevarla a su boca, piensa que cuando él, el último, pase a ser como todos, la impotencia habrá desaparecido de la faz de la Tierra. Restará la “disfunción eréctil”, un problema médico como tantos. La impotencia sexual, experiencia límite del varón, se habrá perdido para siempre, dice el último hombre y, por un momento, se siente responsable de esa pérdida.
“Pero qué estupidez”, resuelve. Y traga la pastilla.
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