SOCIEDAD › UNA RECORRIDA EN LA NUEVA ZONA ROJA DE LA CIUDAD
› Por Emilio Ruchansky
Es medianoche y Cenicienta no perdió su zapatito. Sigue parada a metros del pórtico de la avenida de los Ombúes, donde un cartel alerta sobre la prohibición de circular con moto o auto los fines de semana y feriados entre las 8 y las 20. Ella está tan en regla como su flequillo rubio al estilo Nazarena Vélez y rebosa malhumor. No quiere dar su nombre ni hablar. Es la primera travesti en la larga fila de las que se mudaron del Rosedal a la nueva zona roja, aunque no saca ventaja de su ubicación. Escasean los clientes y sobran los mirones tocándole bocina desde el auto. Cenicienta les sonríe. No espera a su príncipe azul pero si no pierde el zapatito se le complica saldar el mes que acaba de terminar. “Así que andate, que tengo que laburar”, le ordena al cronista de PáginaI12.
A 20 metros, Viviana comparte la preocupación. “Hay pocos clientes, un cincuenta por ciento menos”, calcula. Para ella, una de las más veteranas, los más perjudicados con el cambio son los clientes que andan a pie o en colectivo. En ese sentido, el lugar impuesto por el gobierno porteño resulta inaccesible. La plazoleta Florencio Sánchez está detrás del Hipódromo, muy cerca del Lawn Tennis Club, en pleno bosque. “Ni los tacheros saben venir hasta acá”, dice Viviana, que antes de venir pasó por el Rosedal para ver si alguna de las chicas se había quedado. “Estaba vacío”, comenta y en seguida corrige: “Bueno, no, en verdad estaba lleno de policías”. Eso había anunciado el gobierno porteño.
“Tenemos que valer más que el hotel, es una regla. Y los hoteles de acá son más caros, no conseguís un cuarto por menos de 75 pesos”, explica Daniela para justificar una eventual suba de tarifas. Está parada junto a una amiga que relojea los autos y saluda a una familia que da vueltas en una chata vieja con las ventanas cerradas, como si estuvieran en un zoológico de animales sueltos. Daniela no está de acuerdo con el traslado, pero como las casi 150 travestis que merodean el bosque estuvo en la asamblea informativa organizada el domingo pasado por las dirigentes Claudia Pía Baudracco y Marcela Romero, de la Asociación Travestis Transexuales Transgénero Argentinas (Attta).
Allí se enteró de que al otro día había que cambiar de parada. “No quedaba otra, si no agarrábamos este lugar nos mandaban a la Costanera y estoy segura de que a la semana iba aparecer alguna chica ahogada en el río”, reconoce. De pronto, cinco muchachos bajan de un Fiat uno. Son de Avellaneda y se conocen del barrio. “Primero los vamos a entrevistar nosotras”, interrumpe la amiga de Daniela el intento de PáginaI12 de dialogar con ellos.
Hace sólo dos días que Héctor abrió su garita de choripanes por la noche y es el único que no tiene quejas. “Una masa, muy buena gente”, dice sobre las travestis, con las que suele tomar mate durante la noche. Cuenta que recién las conoce, que son muy ubicadas y que hasta les guarda las cosas en su puesto.
“Estoy agradecido –confiesa–. Hago la misma plata que hacía de día y ahora tengo el boliche abierto las 24 horas.” De día atiende su mujer y según él no se inmutó por el cambio: “Es obvio, los dos necesitamos la plata”.
Testigo privilegiado del movimiento de la nueva zona roja, el parrillero confirma lo que juran muchas travestis, que no hubo peleas para definir quién y dónde pararse. “Gracias a ustedes estoy laburando, así que si tienen algún problema me avisan”, fue la primera oferta que les hizo al llegar. “Y todo bien –agrega–, además está mejor iluminado el parque y se saben defender.” La mayoría atiende acá mismo o dentro del coche, asegura Héctor.
Claro que no todos los que trabajan en el bosque hicieron un buen negocio con el traslado. A Iván Marino, que maneja una barredora mecánica, por ejemplo, le perjudica el tránsito lento de los autos. “Antes tardaba media hora en pasar, ahora una hora y media”, protesta desde el camión. “Encima mi mujer me bardeaba los primeros días hasta que se acostumbró”, comenta. ¿Y cómo hiciste?, pregunta el cronista. “Muy fácil, le dije que si la quiero engañar, la puedo engañar a la vuelta de la esquina.”
Marino pasa con la barredora y saluda a las travestis como si las conociera. “Después de verte todos los días, nos terminamos tratando como vecinos”, señala. Aunque tarde más en hacer su trabajo, no le desagrada el movimiento. Antes, recuerda, este lugar era la “Villa Cariño” gay y se veían autos estacionados “en el medio del bosque, a escondidas de la policía y con los vidrios empañados”. Ahora, a este sector le dicen “travalandia” y la policía brilla por su ausencia pese a la promesa de las autoridades, aunque nadie parece preocupado por el tema.
En la esquina formada por el cruce de las avenidas de los Ombúes y Alcorta se para Ivana, una señora rubia enfundada en un tapado de piel gris, con un cierto parecido a la vedette Alejandra Pradón. No le gusta la nueva parada. “Es la peor de todas y yo lo puedo decir porque estuve en Godoy Cruz y en el Rosedal y acá no tenemos ni vereda”, se queja. Y enseguida enumera los defectos: “Es un mal circuito, las calles son angostas, cuando llueve te llenás de barro y el taxi te cuesta cinco pesos más”.
¿Y la seguridad? “Cero. Hay una garita con dos policías, es todo”, responde. Ivana cuenta que está aterrada por lo que le pasó a Jésica La Ecuatoriana, la travesti asesinada y descuartizada en Mar del Plata. Dice que el móvil del crimen fue la venganza de un cliente estafado, pero se reserva las fuentes. Ella enterró a muchas amigas por la violencia y el abuso de clientes y de policías, por eso sale a la parada armada hasta los dientes. Dentro de la manga del tapado tiene una vara de acero retráctil como esas viejas antenas de televisión pero más ancha, en la cartera lleva un nudillo de bronce y un gas para tirar a los ojos de algún potencial agresor. Si tuviera más plata, confiesa, le gustaría comprarse una pistola de descarga eléctrica o tasers guns.
A cien metros de Ivana están los famosos baños químicos, símbolo de la “preocupación” del gobierno porteño por las necesidades de las travestis. Son solo tres y no los usa nadie. Enfrente, seis chicas hablan con el cafetero y saludan con desgano a los automovilistas. “Las mejoras son para el cliente, no para nosotras”, afirma Delfina, una de las pocas porteñas de la parada (la mayoría de las chicas son salteñas). Tiene 21 años, viene de una familia de clase media y estudia diseño gráfico. No está conforme con el cambio pero apuesta al tiempo. “Dale un mes y vas a ver cómo levantamos el lugar”, promete.
Han pasado casi cuatro años desde la sanción del nuevo Código de Contravenciones porteño que prohíbe la oferta y demanda de sexo a menos de 200 metros de casas, iglesias, templos y escuelas. Las travestis de Palermo fueron expulsadas de todas las paradas y ese dato tiene su peso para Delfina. Por eso, rescata que lo más positivo del cambio es que “por lo menos el gobierno no nos van a poder mover de acá porque ellos nos dieron el lugar”. En su familia no saben que se prostituye y ella entiende que no se puede trabajar “de esto”, pero cree haber resuelto esa contradicción: “Si no lo ves como un laburo, te quema la cabeza. Yo tengo familia, estudio y vivo con mi pareja. Lo que hago acá queda acá, afuera soy otra persona”.
“Andá a mirar el tacho”, propone Luján, la última de la parada. El tacho está por la mitad. “Anoche lo llené de preservativos”, asegura. “Es otra oficina, otras reglas pero hay más ofertas”, dice sobre el traslado. “Como todo negocio nuevo tenés que empezar de abajo”, admite, aunque no le vaya nada mal. Jura que no perdió gente porque los viejos clientes son a domicilio y los más pobres “vienen a verme en bicicleta”.
Las cosas, comenta con una buena dosis discriminatoria, mejoraron desde que echaron a las peruanas de la parada del Rosedal. “Eran todas una ladronas y además, primero venimos nosotros”, incrimina. “¿A dónde se fueron?, Y a dónde van a ir... a Constitución. Palermo es la zona VIP, las travas más penosas están allá, no acá”, define Luján para rematar su diagnóstico rayano en el racismo.
Enseguida para un auto y la levanta. Son casi las tres de la mañana, hora pico de esta nueva parada. Sobre Valentín Alsina, a metros de la avenida de los Ombúes, sólo queda una chica, muerta de frío, que acaba de bajarse de un taxi y hará guardia hasta las 6. No quiere hablar pero pide cigarrillos. “Gracias, amor”, dice. Y fulmina: “Ahora esfumate, que estoy trabajando”.
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