SOCIEDAD › EL GOBIERNO PORTEÑO DESPIDIO A EMPLEADOS PORQUE TIENEN ANTECEDENTES PENALES
Página/12 habló con dos de los seis empleados cesanteados por haber cumplido una sentencia judicial. Uno trabajaba en un centro de tratamiento de adictos al paco. El otro, en un programa de prevención del delito. La ciudad les dio trabajo y luego los echó.
› Por Eduardo Videla
“Desde que me dejaron sin laburo se me cruzaron un montón de cosas por la cabeza. ¿De qué sirve el esfuerzo que hice?”, se pregunta Mario Ciselli, que hasta hace unos días trabajó como operador terapéutico en Puerto Pibes, el lugar de atención para los chicos adictos al paco en la ciudad de Buenos Aires. “Yo que ayudé a conseguir trabajo a un montón de pibes, ahora, por trabajar para el Estado, me quedo sin laburo”, se lamenta Víctor Castillo, que trabajaba como promotor ambiental en la Villa 31. Mario y Víctor no se conocen pero sus historias corren paralelas y tienen un punto en común: los dos tuvieron problemas con la ley, pagaron sus faltas con prisión y luego se reinsertaron en el mundo del trabajo. Los dos integran la lista de personas que acaban de ser despedidas por el gobierno porteño, para el que trabajaban como contratados, por tener antecedentes penales. En forma separada, ambos están pidiendo por vía judicial que se declare inconstitucional el artículo de la ley de Empleo Público de la ciudad que establece esa restricción.
Víctor anda con su carpeta debajo del brazo, donde lleva la parte de su historia que más quiere mostrar: terminó la carrera de abogacía y junto con su hermano, Esteban, creó una cooperativa de trabajo en la Villa 31 “para que los pibes tengan posibilidad de laburar, de ganarse un peso dignamente”, dice. En estos años aprendió que “la única manera de salir de la calle es con trabajo y educación”. Y lo repite, por las dudas, cuando se refiere a las causa de la mentada “inseguridad”. Pero ahora es él el que ha quedado en la calle.
Mario, que vive con su mujer y tres hijos en Villa Madero, a dos kilómetros de la General Paz, se define como un “adicto recuperado”. Se internó en una comunidad terapéutica apenas salió de Devoto, dejó las drogas y luego resolvió hacer un curso de “operador terapéutico” para poder trabajar con los pibes adictos. “Era como devolver algo de lo que había recibido”, explica. Pero el intento le quedó por la mitad.
Hasta febrero, Mario y Víctor cobraban entre 1300 y 1500 pesos por mes. Ahora sus nombres, junto a los de otras cuatro personas, figuran en una resolución que firman los ministros de Justicia, Guillermo Montenegro; de Ambiente y Espacio Público, Juan Pablo Piccardo; de Desarrollo Económico, Francisco Cabrera; los titulares de la agencia de Política Ambiental, Graciela Gerola y de Ingresos Públicos, Carlos Walter, y el secretario Legal y Técnico, Pablo Clusellas, disponiendo su cesantía. Se basan en un dictamen de la Procuración de la Ciudad, y en la Ley de Empleo Público porteña, que en su artículo 7 prohíbe darles trabajo a personas con antecedentes penales.
Ninguno de los dos había escondido esos antecedentes: las autoridades que los incorporaron al empleo público lo sabían y decidieron darles una oportunidad.
Mario había ganado su pulseada con la adicción a las drogas y había conseguido una changa en una vidriería cuando lo sorprendió la tragedia de Cromañón entre los fans de Callejeros. Fue uno de los tantos chicos que terminaron escupiendo hollín, que perdieron amigos y cayeron en un pozo de depresión. “Pedí una entrevista con (Aníbal) Ibarra y con Gabriela Alegre (secretaria de Derechos Humanos) para pedirles trabajo –cuenta Mario, sentado frente a una vieja mesa de madera en el comedor de su casa–. Me ofrecieron trabajar en seguridad, pero como tenía antecedentes no pudo ser. Entonces me destinaron al Instituto Espacio para la Memoria, en la ESMA. Me pareció reloco: yo que me había salvado de un lugar donde murieron 184 personas, iba a trabajar a un lugar donde habían matado a miles.”
Entró allí en septiembre de 2005 y por entonces empezó el curso de operador terapéutico en la Casa de la Provincia de Buenos Aires. “A mí me sirvió mucho estar internado. Quedé muy agradecido con la gente que me ayudó a salir y pensé que podía hacer una devolución ayudando a otros”, explica.
Cuando terminó ese curso, le pidió a su jefa el pase para trabajar en Casa Puerto, el centro de tratamiento que se abría por esa época en Curapaligüe y Directorio. “Tal vez ése fue mi error”, piensa ahora. Lo cierto es que de un contrato de locación pasó a planta transitoria y se incorporó al centro de atención.
“Trabajaba en el cuerpo a cuerpo, en la contención de los pibes, ayudarlos a respetar horarios, a cambiar de hábitos. Muchos son chicos en situación de calle, que no tienen contención familiar –explica Mario–. Y más allá de que el trabajo sea difícil, me gustó.”
El ingreso en Casa Puerto fue en septiembre del año pasado. Todo anduvo bien hasta marzo, cuando cobró su último salario. “Nadie me avisó nada, ni me mandaron telegrama. Simplemente dejé de cobrar y cuando pregunté me avisaron: me dejaban sin laburo porque tenía antecedentes, algo que ellos ya sabían cuando me contrataron”, relata.
“Lo que hicieron no me cierra para nada –piensa Mario en voz alta–: se supone que el Estado tendría que dar el ejemplo. Si están hablando de seguridad, no puede ser que no le den una oportunidad a una persona que ya cumplió su deuda con la sociedad y que ahora quiere trabajar. O que le saquen la oportunidad que tenía.”
¿Qué va a hacer Mario ahora? “Se me cruzaron un montón de cosas por la cabeza –dice en tono sugerente, sin dar detalles, pero en seguida aclara–. Por suerte, mis compañeros me están ayudando, hicieron una colecta y me apoyan en el pedido de reincorporación.”
Mario tiene ahora 28 años. Vive con su mujer y sus tres hijos, de 8 y 3 años y de dos meses. Apoyado por ATE, inició una demanda judicial para pedir su reincorporación. Mientras, está buscando un nuevo empleo.
De pibe, Víctor y sus hermanos habían conformado una bandita temible en la Villa 31. “A los 15 años había perdido a mi madre y nunca tuve un padre que me pudiera decir lo que tenía que hacer. La vida me fue llevando por este camino: yo me mataba en la calle y nos íbamos a robar para comprar ropa o zapatillas”, le cuenta a Página/12. A los 24 años cayó en prisión, junto con sus hermanos. Estuvo dos años, hasta 2001, pero cuando salió volvió a las andadas: “Apenas estuve once meses afuera, volví a caer en 2002 y estuve otros dos años.” ¿Las causas? Tenencia de arma y lesiones. “Esa vez me dije que nunca más me tenía que pasar.”
Con las barajas mezcladas, la mano que vino después, en su retorno al barrio, fue distinta: entró en el Programa de Prevención del Delito del gobierno porteño, a cargo de Claudio Suárez, donde lo ayudaron a conseguir un trabajo. “Hice un curso de promotor ambiental, en el Ministerio de Ambiente”, dice. Después de capacitarse, empezó a trabajar como supervisor entre recolectores y cartoneros.
El cambio de Víctor ocurrió en su última temporada en prisión. “Ahí terminé la secundaria y empecé a estudiar Derecho, en el Centro Universitario de Devoto”, cuenta. Y cuando salió continuó con los estudios hasta que se diplomó. “Un día me crucé con la profesora Patricia Antúnez. Ella me venía a buscar en mi peor época para que yo no dejara la escuela. Ahora, cuando se enteró de que estaba estudiando Derecho, me llevó a su escuela para dar un taller sobre ‘Caminos de la memoria’, sobre derechos humanos y sociales.” Ahora, Víctor es profesor en la ENEM Nº 6, la escuela secundaria del barrio.
En dos ocasiones, el Estado le había dado una oportunidad y él le sacó provecho. En septiembre hizo los trámites para entrar en el régimen de empleo público. “Me pidieron los antecedentes penales y los volví a presentar”, cuenta. Pero el 21 de febrero le notificaron que quedaba prescindible. En marzo cobró su último sueldo, de 1500 pesos.
“Nos cuesta conseguir trabajo del otro lado –dice en alusión al sector privado, fuera de la villa–. Es que cuando das la dirección de acá, no te toman ni de repositor de supermercado.”
Víctor le escapó a la reincidencia, además, con trabajo social. Junto con su hermano Esteban, armó el club Cancha 9 y la Cooperativa El Salvador, donde trabajan una docena de pibes del barrio. “Ellos están en la misma situación en la que estaba yo, pero la diferencia es que tienen una oportunidad de trabajo: no tienen que ir a robar para comprarse un par de zapatillas.”
A Víctor no lo ayudó su gremio, el Sutecba. Por eso recurrió al Inadi, donde los abogados están encuadrando su caso como un hecho de discriminación. Van a pedir la inconstitucionalidad del artículo 7 de la ley de Empleo Público, que le prohíbe al Estado contratar a personas con antecedentes penales, sin importarle si esa persona ha dado muestras de que quiere incorporarse al mundo del trabajo para no volver a delinquir.
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