SOCIEDAD › OPINION
› Por Liliana Viola
Ser sobreviviente otorga un sino mesiánico, superioridad regalada, gloria efímera, pero gloria al fin. Aunque a su vez, convengamos, el sobreviviente tiene algo de impostor, es el que estuvo a punto de morir pero no lo hizo. Porque no pudo, no le alcanzó. Quién lo sabe. Como sea, ser sobreviviente es condición inevitable si usted, como yo, estuvo en México la semana pasada. En el Distrito Federal, para más pánico.
Partí con la intención de conocer una ciudad que ya al llegar me dio la estampa monumental de un primer mundo engañoso devoto de la Virgen de Guadalupe a ojos cerrados. Al segundo día me dio un popurrí de frutas caribeñas, unos tacos menos “picositos” de lo que esperaba, un mezcal con su correspondiente gusanito, y al cuarto día me dio 40 grados de fiebre. La de Comala y la de Juan Rulfo, pensé entre cholula, turística y enajenada. Al día siguiente me dio dolor de garganta, dolor de cabeza, una sensación de inapetencia que en cuanto me decidí a probar algo supe que se había convertido en una auténtica anorexia. Tres días más sin comer hasta que se sumó el desgano pulmonar que me impidió trepar las escalinatas imperiales del Museo de Arte Moderno para ver de cerca los murales consabidos. Morir aquí como Leon Trotski, a traición. Morir fragmentada como Frida, por la revolución, por la conquista. Así de patéticos pueden ser los delirios aztecas de alguien que está a punto de convertirse en sobreviviente. Las personas que no suelen acudir al médico cuando están de viaje o los que no lo hacen nunca por añoranza de un Dr. House que no ha nacido, no entran en las estadísticas. Algunas se mueren. Algunas sobreviven. Además, en México, la semana pasada no había estadísticas. Los únicos cerdos eran los políticos y los diarios locales se deshacían en arengas para que la gente acudiera a votar en las próximas elecciones. Por el bien de la democracia. En México el voto no es obligatorio y no es Susana Giménez quien propugna la pena de muerte sino el Partido Verde, que ha empapelado la ciudad avalando este modo de limpiar secuestradores...
No lo soñé. El malestar se fue progresivamente y como ardorosa despedida la ciudad se abrió la última noche con su despliegue de mariachis atrevidos en la plaza Garibaldi. Quedó para el viaje en avión una tos perruna y un dolor en la espalda que aún me trae recuerdos. ¿La fiebre porcina? La fiebre porcina vino después, por televisión y a los dos días de estar acá. No sólo coincidía a la perfección la lista de los síntomas de los noticieros sino que se agregaba el dato de que los enfermos morían a los 10 días de iniciado el mal. “Me faltan dos días,” pensé en un pico hipocondríaco. “Y en estos dos días que pasaron estuve con muchos seres queridos, inocentes argentinos que no viajaron y que seguirán mis pasos al otro mundo”, pensé en un pico de altruismo. Ambos picos me llevaron al Muñiz, adonde la misma televisión aconsejaba acudir ante la duda.
Decir en la guardia que venía de México me agenció, por parte de la enfermera a cargo, la culpa universal. “Fuera de acá, vaya a Zoonosis”, dijo mientras se cubría la boca con un barbijo improvisado con la manga. En un cuartito pequeño acosado por incontables palomas que por lo visto, bien lectoras, saben lo que significa zoonosis, me uní al grupo de “los del dengue”. Las caras pálidas que esperaban los resultados de sus correspondientes análisis, pensaba yo, estaban siendo sometidas ahora a una segunda calamidad, yo misma. El dengue no se contagia de persona a persona, la gripe porcina sí, me dije, pero no en voz alta, por temor a ser expulsada otra vez del paraíso. “Por ahora espere acá”, dijo un doctor que no pareció inmutarse ante mi presencia. Mis compañeros del dengue me distrajeron un buen rato comentando el precio exorbitante que han alcanzado los sapos. Se están vendiendo a 10 pesos gracias a su fama de devoradores de mosquitos. Una señora que acababa de comprar una docena pensaba hacerse una lagunita improvisada en el jardín. Por suerte la disuadieron. Los sapos no son ranas, le aclararon. Durante las dos horas que estuve esperando allí, casi todos mis compañeros salieron airosos con su resultado: positivo. ¿Por qué tan contenta? Me animé cuando vi salir a la última señora. Porque con este papel ahora puedo ir a los medios y reclamar que vengan a fumigar a la villa. En Soldati no fumigan, dicen que vienen y no. Van a las partes más chetas nomás. Ahora vamos a armar una bien gorda con este papel. Ya van a ver. La despedí sin decidir abrir la boca por miedo a empeorar las cosas, aunque me prometí hacer algo por ella en estos dos días que me quedaran de vida. Decirlo en una nota, por ejemplo. “Vengo de México”, le largué a un médico que pasaba diciendo que en un rato iba a llegar el primer caso de influenza porcina, desde el aeropuerto y en ambulancia. Me mandó a la guardia, donde la enfermera del principio me entregó un barbijo. Antes de que llegara el primer caso famoso, un médico especialista se acercó a hablarme. Si no tiene fiebre ahora, no tiene la fiebre porcina. Contagia mientras está con el cuadro, ahora ya no. Si la tuvo, ya no la tiene. No podemos hacer análisis para averiguarlo porque no daría nada ahora. Es tarde. No se enferma el que quiere ni se muere todo el que se enferma, me dijo sacándose el barbijo como quien se quita el sombrero ante un sobreviviente. O ante un impostor.
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