SOCIEDAD › OPINION
› Por Emilio García Méndez *
Pocas veces las paradojas aparecen en un estado tan químicamente puro como la que plantea la larga entrevista del doctor Raúl Zaffaroni en la edición argentina de la revista Playboy del mes de mayo de 2009. Transcribo textualmente a continuación la muy pequeña parte dedicada al fallo del 2 de diciembre de 2008, que declara constitucional el régimen penal de la minoridad ordenado por la dictadura (decreto 22.278 de 1980).
Playboy: Un planteo en la Corte Suprema pidió que liberaran a chicos detenidos ilegalmente en un instituto de menores porteño. ¿Por qué la Corte no autorizó esa medida?
Zaffaroni: En diciembre del año 2008 dijimos “esto es inconstitucional”, pero por razones coyunturales no lo podíamos declarar inconstitucional.
Playboy: ¿Cuáles son las razones coyunturales para no poder declarar inconstitucional algo que sí consideran inconstitucional?
Zaffaroni: Con los slogans que había dando vuelta, el riesgo era que se generara un gatillo fácil contra los adolescentes. Nosotros hemos tenido epidemias de gatillo fácil en 1984 y 1985 con la policía recién salida de las órdenes de (Ramón) Camps. No le puedo dar el argumento a una fuerza que yo solté 50 para que me maten 100, sobre todo cuando hay slogans políticos que pueden generar ese tipo de riesgos.
Muchas causas de naturaleza bien diversa concurren para explicar, paradójicamente, que una declaración de esta gravedad –por parte de un miembro cabeza del poder cuya única función es decir el derecho– no haya suscitado, por lo menos hasta ahora, ni un único comentario por parte de la clase política, los movimientos sociales o la vasta gama de prestigiosos juristas con los que cuenta el país. Ni qué hablar del silencio de los que cotidianamente se rasgan las vestiduras frente al deterioro institucional del país y lo atribuyen exclusivamente al Poder Ejecutivo. Si argumentos de similar tenor se hubieran vinculado a una causa de contenido patrimonial o donde estuviera en juego lo que con mucha ligereza se denomina la libertad de expresión, para dar sólo dos ejemplos, interminable sería la cola de los defensores del estado de derecho para repudiar el atropello a los fundamentos de la democracia, agraviada por quienes en flagrante violación de la Constitución, las leyes y los tratados internacionales se erigen en “protectores” de la libertad de los “otros”. ¿Puede alguien imaginarse el cierre de un medio de comunicación con el argumento de que los contenidos expresados pudieran irritar a sectores con acceso al “gatillo fácil” y por ese motivo se protegiera de ese modo a los dueños del medio de comunicación? ¿Puede alguien imaginar la convalidación de la expropiación de una empresa ya que el lucro generado podría convertir a sus dueños en presa fácil de un secuestro extorsivo? Así de absurdos, aunque no de evidentes, resultan el fallo de la Corte y las declaraciones del doctor Zaffaroni, con la única diferencia de que no se trata de dinero, sino de la libertad de seres humanos en formación, personas que la injusticia devaluó al grado de convertirlas, en la mejor de las hipótesis, en meros objetos de “protección” en una cárcel donde ninguno de los que suscribieron el fallo dejaría a un hijo por más de diez minutos.
Digámoslo sin ambigüedades, hace mucho tiempo que la libertad de los “otros”, especialmente de estos “otros”, no le preocupa casi a nadie. ¿Qué diferencia en realidad existe entre un Blumberg que quiere encerrar preventivamente a los pobres para que no roben y un Zaffaroni que los quiere encerrar para que no los maten? La diferencia es que el primero no ostenta ningún cargo ni responsabilidad pública, mientras el segundo, cabeza de un poder del Estado, niega (mientras impúdicamente declara que procede) el más supremo y devaluado en estos tiempos de los valores humanos: la libertad.
Legitimar, desde la investidura de un juez de la Corte Suprema, con el peligro de muerte en manos de la policía, el rechazo a una libertad que procede sin presentar una sola denuncia destinada a verificar la existencia de acusaciones de tal gravedad, constituye la negación más flagrante de todos los principios del estado de derecho.
Un Poder de la República puede, tal como de hecho frecuentemente sucede, ver recortadas sus funciones vía la intromisión de otro poder (generalmente el Ejecutivo) en sus áreas específicas. Sin embargo, cuando el recorte de funciones se genera a partir de una iniciativa propia, estamos frente a un suicidio institucional que generalmente acaba de la peor manera. Que lo digan si no los alemanes, quienes, dicho sea de paso, no consiguen olvidar que el fundamento (escrito y documentado) de las leyes que crearon los campos de concentración fue la protección de los judíos para que no cayeran víctimas de los “gatillos fáciles” de la época.
También en estos tiempos, la cuestión de la infancia es la cuestión de la libertad.
* Diputado nacional. Presidente de la Fundación Sur Argentina.
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