Mar 14.07.2009

SOCIEDAD  › OPINIóN

Sobre presos y jueces

› Por Roberto Gargarella *

Hace unos pocos días, la jueza Claudia Dávalos desestimó un hábeas corpus colectivo, presentado por el Comité contra la Tortura de la Comisión Provincial por la Memoria, en donde se denunciaban las graves condiciones de detención que afectaban a las 34 personas presas en la Comisaría Tercera de Avellaneda. La respuesta de la jueza fue curiosa, ya que ella pretendió negar uno a uno los cargos señalados por los abogados del comité, al mismo tiempo en que –naturalmente, y con sus propias palabras– describía una situación espeluznante. Así, la doctora Dávalos reconocía abiertamente que los detenidos dormían sobre el cemento (un hecho que la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha reconocido repetidamente como violatorio de la dignidad humana de los detenidos), sin advertir algún problema en ello; admitía la inexistencia absoluta de calefacción con la que enfrentar el invierno, pero –dada la luz que apenas se filtraba por los techos– deducía que la temperatura de la cárcel debía ser “agradable” (¡!); y corroboraba la situación de hacinamiento existente en la comisaría, pero desestimando toda posible crítica al respecto. Para ello, aludía al testimonio de algunos de los detenidos, como si la violación en cuestión se tratara de una cuestión privada, y no de una falta de orden público.

Hace unas pocas semanas, el juez federal Claudio Bonadío dictaminó la prisión preventiva para nueve militantes sociales del Movimiento Teresa Rodríguez, acusados de haber incurrido en manifestaciones antisemitas, el 17 de mayo último. La figura penal utilizada por el juez para fundar su pobremente fundada decisión fue el art. 213 bis del Código Penal, que refiere al delito denominado de “prepotencia ideológica”, y que se dirige contra quien “comete, organiza o toma parte en agrupaciones que tengan por objeto principal o accesorio imponer sus ideas o combatir las ajenas por la fuerza o el temor”. El artículo podía haber sido atacado en su constitucionalidad, por penalizar la simple pertenencia a un grupo ideológico, y sin tomar en cuenta la circunstancia de que uno haya cometido, o no, daños contra terceros. Sin embargo, el juez apeló a dicho artículo no para descalificarlo, sino como base para privar a un grupo de personas de su libertad, despreocupándose de las historias personales y responsabilidades individuales de cada uno de los detenidos.

Los dos casos citados tienen diferencias importantes entre sí, pero merece la pena examinarlos juntos, ya que entre ambos expresan bien los modos –clasistas, racistas– en que se administra la justicia en nuestro país. Una primera cuestión, común a ambos casos, es la siguiente: uno puede, y debe, criticar los sesgos inadmisibles de nuestra justicia, sin necesidad de negar que los condenados del caso hayan cometido alguna falta (aunque ello no sea cierto o no esté demostrado, en una enorme cantidad de casos). Tenemos que dejar de lado, de una vez y para siempre, el prejuicio que convierte toda preocupación por los derechos de los detenidos en un insulto o una ofensa hacia las víctimas: si hablamos de los derechos de alguien (y los detenidos, como personas, tienen derechos), entonces nadie puede sentirse ofendido. No hay un juego de suma cero entre los derechos de las víctimas y los derechos de los detenidos. La afirmación de los derechos de alguien no puede ser ofensiva para nadie: lo que nos ofende es su ausencia.

En segundo lugar, ambos casos sirven para insistir sobre un punto importante, referido al castigo y la privación de la libertad: una persona puede incurrir en una conducta ofensiva, pero no toda conducta ofensiva merece un reproche; no todo reproche, a la vez, debe convertirse en un reproche penal, y así en un castigo; y además, no todo castigo penal debe traducirse en penas privativas de la libertad. Desgraciadamente, muchos de nuestros jueces actúan como si la única respuesta pública que tuvieran bajo su control fuera esta última, la privación de la libertad. La cárcel se convierte así en la moneda corriente, la lengua común de nuestra (in)justicia penal.

En tercer lugar, ambos casos nos exigen una reflexión sobre los usos de la coerción penal en sociedades tan desiguales como las nuestras. Es dudoso que una comunidad, cualquiera sea ella, cuente con autoridad moral para imponer la violencia pública sobre alguien. Tal situación es mucho más dudosa cuando se trata de una comunidad injusta, que crea y reproduce desigualdades socio-económicas capaces de colocar secciones enteras de la sociedad en una situación de miseria desesperada. En dicho contexto, es el Estado el primero que debe ser puesto contra la pared, y obligado a dar cuenta del modo en que cumple sus obligaciones constitucionales hacia los más pobres, cumplimiento que daría alguna inteligibilidad a su pretensión de sancionar las eventuales faltas de aquellos.

Finalmente, ambos casos dicen mucho sobre nuestros jueces. Presionados por sus propias ambiciones, urgencias o limitaciones, ellos toman a los pobres como variable de cambio en sus decisiones. Nuestros jueces deciden como si la vida en prisión fuera el estado natural de los pobres; como si las condiciones animales de detención que imponen (condenadas por la CIDH, la Corte Argentina en el fallo “Verbitsky”, y la propia letra explícita de la Constitución) fueran permisibles, dadas las faltas en juego, o la calidad de los detenidos. Para hablar de nuestros jueces penales, ya no es necesario apuntar a la mala fe: ellos se muestran simple y naturalmente ciegos a las necesidades y derechos de las personas sin recursos. Son ellos, y no las víctimas de sus decisiones, quienes tienen la obligación de justificar frente a nosotros las vergüenzas que, actuando como lo hacen, nos imponen a todos.

* Doctor en Derecho. Profesor de Derecho Constitucional, UBA-UTDT.

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