SOCIEDAD › OPINION
› Por Roberto Gargarella *
El 5 de noviembre de este año tomé parte de los debates convocados por las comisiones de Familia, Niñez y Adolescencia, y de Legislación General, sobre los proyectos de ley para permitir el matrimonio entre personas del mismo sexo. Me interesó afirmar fundamentalmente un punto, que considero central en la discusión. No hay ninguna razón para rogarle al Estado por la concesión de “más derechos” apelando a su generosidad y tolerancia. Por el contrario, es el Estado el que debe dar explicaciones frente a todos los ciudadanos acerca de por qué es que trata peor a algunos individuos o grupos, cuando tiene la obligación de tratar a todos con igual consideración y respeto. El principio de trato igual es obligatorio para el Estado, en relación con personas revestidas de una igual dignidad moral, y cualquier desviación que quiera consagrar, a través de la letra de sus normas y/o en la práctica que promueve, debe ser considerada impermisible, a menos que tenga a su favor una justificación de peso extraordinario. Y hoy, el Estado está muy lejos de contar con algún buen argumento a su favor, para mantener una discriminación odiosa y jurídicamente insostenible.
En este sentido, la discusión que se dio en las comisiones fue muy interesante e ilustrativa, y nos permitió reconocer la pobreza de las argumentaciones propias de quienes se oponen al matrimonio gay. Aquí presento y refuto algunas de esas argumentaciones:
- El matrimonio gay va contra las tradiciones argentinas. Este es uno de los argumentos más difundidos, pero a la vez más endebles, en contra de los proyectos bajo análisis. En primer lugar, este tipo de afirmaciones son problemáticas por querer asignar la etiqueta de “tradición” a prácticas que –normalmente– no es fácil describir como tales. Pero aún si concediéramos que el matrimonio heterosexual constituye una “tradición argentina” ¿cuál sería el problema de desafiar dicha tradición? Tal vez, la violencia marital o la infidelidad sean prácticas tradicionales en la familia argentina, pero ello no dice absolutamente nada a favor de las mismas, o acerca de nuestro deber de preservarlas.
- Desvirtúa el concepto de matrimonio. Para algunos de los expositores, el matrimonio gay es insostenible porque el concepto de matrimonio está reservado a “hombre y mujer” y no a parejas del mismo sexo. Este argumento, sin embargo, es muy malo, porque presupone que los conceptos preexisten a nosotros cuando en verdad se trata de creaciones humanas, que elaboramos y precisamos con el tiempo, para comunicarnos y entendernos mejor. Hace algunas décadas, por ejemplo, la idea de “voto” se asociaba con los varones propietarios y hoy, por suerte, dejamos esa vieja definición de lado. Hubiera sido insólito, entonces, que alguien dijera que –al universalizar el sufragio– estábamos “desvirtuando” la naturaleza del concepto de “voto.”
- Socava la finalidad del matrimonio. Algunos de los expositores sostuvieron que el matrimonio gay era inaceptable porque él no permitía asegurar la finalidad del matrimonio, que tiene que ver con la procreación y la preservación de la especie. Este argumento peca por varias razones, y entre otras por ser extraordinariamente sobre abarcativo. Si el argumento fuera válido debiéramos impedir también, por caso, el matrimonio de parejas imposibilitadas de procrear o decididas a no procrear, algo que nadie está dispuesto a hacer y que demuestra que, en verdad, quienes alegan este argumento lo hacen por razones ajenas al mismo.
- Fomenta un modelo de familia indeseable. Notablemente, algunos profesionales presentes en el debate recurrieron a llamativas estadísticas que, según ellos, demostraban que las familias de personas del mismo sexo resultaban, comparativamente, y para el Estado, menos atractivas que las familias “tradicionales”. Por ejemplo, en tales familias se reconocía una tasa mayor de divorcios, mayor consumo de alcohol, mayor uso de estupefacientes (¡sic!). Las estadísticas citadas resultaban muy poco confiables, pero aun concediendo que ellas fueran verdaderas, ellas no dirían nada en contra del matrimonio gay. Por tomar un caso fantasioso, pensemos en el siguiente ejemplo. Pudiera ocurrir que el matrimonio entre argentinos/as y escandinavos/as resultara, conforme a las mismas estadísticas, uno en donde se registra un mayor consumo de alcohol o de estupefacientes (supongamos que ello es así porque, en promedio, los escandinavos consumen más alcohol o estupefacientes que los argentinos). ¿Nos darían esas estadísticas razones para prohibir tales matrimonios? Por supuesto que no. No incurriríamos, además, en una generalización impermisible, que termina identificando a todo escandinavo con un estereotipo que tal vez no se ajuste en absoluto a la persona del caso? Esto es así y, por eso mismo, el derecho no puede comprometerse con este tipo de categorías sobre-abarcadoras, y mucho menos para restringir los derechos de nadie.
Las distinciones legales entre los que no son iguales resultan permisibles. Para algunos de los oradores presentes, la prohibición del matrimonio gay no responde a prejuicios ni a discriminaciones. Lo que ocurre es que no se puede tratar igual a los que no son iguales. El derecho discrimina cuando trata de modo desigual a los iguales, pero no cuando trata diferente a los diferentes. El argumento del caso apela a lo que denomino una idea “boba” de igualdad, que se utiliza habitualmente para hacerle decir al derecho cualquier cosa. Finalmente, y si no cuidamos nuestra argumentación, todos somos iguales o diferentes a los demás, en alguna dimensión. Juan es igual que María porque los dos son seres humanos, pero Juan es diferente de María porque uno es varón y la otra mujer. No se trata, entonces, de gritar “¡eureka!” frente a cualquier diferencia que encontramos entre dos personas. Nos interesa ver, primero, si la diferencia que se alega es moralmente relevante para ameritar un trato jurídico diferente y, luego, discutir cómo es que debe reaccionar el derecho en ese caso. Mi sugerencia, en tal sentido, sería la de considerar a blancos, negros, mujeres, varones, heterosexuales y homosexuales como lo que son, es decir, como sujetos iguales en su dignidad. Y si alguna diferencia se quiere afirmar entre ellos, en este caso, propondría que sea una destinada a otorgar compensaciones hacia aquellos a quienes hemos maltratado durante siglos.
* Doctor en Derecho, profesor de Derecho Constitucional (UBA-UTDT).
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