SOCIEDAD › OPINION
› Por Emilio García Méndez*
Este 20 de noviembre se cumplen 20 años de la aprobación de la Convención Internacional de los Derechos del Niño. ¿Es tiempo suficiente para un balance? ¿Está en peligro la Convención? Estas son algunas de las preguntas que a dos décadas de vigencia de este instrumento específico de derechos humanos (el más ratificado en la historia de la humanidad), se imponen como condición imprescindible de cualquier análisis crítico.
En relación con la primera pregunta cuentan como jugosa anécdota, tal vez de la política ficción, que durante los festejos de los 200 años de la Revolución Francesa en 1989, François Mitterrand, el presidente francés anfitrión del evento, avisó a un selecto y reducido grupo de comensales, entre los que se encontraban los principales líderes del mundo, que pondría en cierta dificultad al primer ministro chino Deng Xiao Ping exigiéndole una opinión y definición clara sobre la Revolución Francesa. Cuentan que el Sr. Deng se excusó de opinar aduciendo que 200 años le parecía prematuro para abrir un juicio y que era necesario dejar que se asentara un poco el polvo para luego opinar con mayor ecuanimidad.
No es, obviamente, éste el caso de la Convención, aunque los balances sobre transformaciones como éstas son siempre tentativos y provisorios. A nadie asombra que estemos escribiendo y reescribiendo permanentemente nuestra historia. La Convención no sólo nos cambió el futuro, sino que nos cambió abruptamente el pasado al permitirnos ver que, bajo la violación sistemática de todas las garantías constitucionales, se organizó la política de compasión-represión para la “protección” de los “menores”. Es bajo estas banderas que aquí y en casi todas partes se siguen cometiendo las peores atrocidades contra la infancia.
Pocos se han preguntado qué hizo posible la Convención, es decir, qué condiciones políticas, sociales o culturales permitieron plasmar en un documento internacional de carácter vinculante entender a los niños como verdaderos sujetos de derecho. Creo que un –difícil de definir con exactitud pero al mismo tiempo claramente presente– proceso de democratización de las relaciones familiares fue aquello que hizo pensable la Convención. Al mismo tiempo, es el carácter incompleto de dicho proceso (lo que se manifiesta en las enormes y crecientes resistencias de todo tipo a entender a los niños como sujetos de derecho), lo que la hace necesaria. La Declaración Universal de los Derechos del Hombre afirma que “todos los hombres son iguales”, precisamente porque no lo son: si lo fueran, la Declaración sería inútil. Uno no coloca en las normas aquello que ya existe en la realidad. En este sentido, nada hay más banal que afirmar que “necesitamos leyes que reflejen la realidad”. Para eso, ya tenemos la realidad. Lo que necesitamos son leyes que sean mucho mejor que la realidad y que nos marquen una tensión profunda entre el ser y el deber ser. La Convención constituye un ejemplo extraordinario en este sentido. Pero, ¿qué puede decirse en relación con la segunda pregunta?, ¿está realmente en peligro la Convención? Para comenzar, digamos que, en el mundo en que vivimos, ningún instrumento que establezca derechos, de cualquier tipo que éstos sean, está exento de riesgos y retrocesos. La indiferencia y la falta de centralidad política (en realidad, dos caras de la misma moneda) de los temas vinculados con la infancia colocan permanentemente en riesgo los postulados de la Convención. La ambigua fórmula según la cual los Estados se comprometen “hasta el máximo de los recursos disponibles”, ha posibilitado retrocesos, especialmente en el campo de los derechos económicos y sociales, que sólo la acción constante y vigilante de organismos y personas comprometidos con esta lucha ha permitido contrarrestar. En todo caso, este tipo de amenaza es tan fácil de reconocer cuanto difícil de evitar y revertir.
Pero hay otro tipo de amenaza mucho más insidiosa y difícil de identificar por tratarse muchas veces de “fuego amigo” o efectos colaterales de otro tipo de decisiones. Me refiero concretamente a la relativización primero (y banalización después) de la libertad entendida como un componente central e imprescindible para la vigencia plena de los derechos humanos. Existe un difuso y peligroso consenso acerca de que la privación de libertad constituye un vehículo eficaz para la protección de niños y adolescentes en diversas situaciones de riesgo, pero que de ningún modo han infringido las leyes penales. Esta tendencia no sólo constituye una afrenta a los, por momentos olvidados, derechos civiles y políticos para la infancia que establece la Convención, sino que cierra las posibilidades para impulsar políticas sociales inclusivas allí donde se encuentra el núcleo duro de la exclusión social: los adolescentes pobres de la periferias urbanas.
Es necesario estar atentos. La Convención está en peligro y los peligros vienen de muchos lados. Al fin de cuentas, esta Convención de 1989 puede también entenderse como la Revolución Francesa que a los niños les ha llegado con 200 años de atraso. Más vale tarde que nunca.
* Diputado nacional. Presidente de la Fundación Sur-Argentina.
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