SOCIEDAD
› ADELANTO DE “HISTORIAS DE LA ARGENTINA”
La historia según Rudy
En su nuevo libro, que se publica esta semana, el humorista recorre los grandes temas nacionales. De Fernando VII a la oligarquía roquista, pasando por las guerras civiles y la organización, un tour nacional y popular para reírse y pensarlo. De muestra, el cuento de la Constitución.
Había llegado el momento de sancionar una Constitución definitiva, o que durase al menos unos cuantos años. Un aspecto que había que tener en cuenta era la forma de gobierno. Desde 1810 se habían intentado, sin éxito: la junta, el directorio, la anarquía, la autonomía rosista (cada provincia tenía el derecho de hacer lo que quería... Rosas), y varias fórmulas más. Se había descartado la monarquía parlamentaria, el protectorado británico, y el vafangulismo total. Ahora había que discutir si se aplicaría la fórmula republicana representativa y federal, no sin antes considerar otras posibilidades, a saber:
–Coronación de un monarca de dulce de leche: Idea semejante a la del “monarca de chocolate” que los criollos habían pensado en los tiempos de la Revolución de Mayo, con la diferencia de que ahora el rey sería un argentino al que se elegiría monarca al solo efecto de poder criticarlo, ya que el verdadero poder lo tendrían los ingleses.
–Penocracia: Era electo el candidato de miembro más grande. Hay quienes dicen que este sistema excluía a las mujeres; otros, por el contrario, afirman que se ideó pensando en ellas.
–Mortilugio: Se volvía a nombrar rey a Fernando VII, que como había muerto hacía casi veinte años, no iba a reclamar la corona. Se gobernaría en su nombre.
–Ilusarquía: Gobernaban los mismos de siempre, pero los demás creerían que se trataba de una democracia y que podían elegir autoridades.
–Aicarcomed: No era una prepaga de medicina, sino “democracia” al revés: el pueblo no elegía a los mandatarios, sino que los mandatarios elegían a qué pueblo iban a gobernar, y cada cuatro o seis años podían cambiar de país.
–Menefregarquía: Todos votaban, y el resultado de las elecciones se tiraba a la basura.
Urquiza nombró gobernador de Buenos Aires a Vicente López y Planes, prestigioso por haber sido presidente y por haber escrito la letra del Himno, lo que no es poca cosa, tratándose de un político. Pero Buenos Aires era una ciudad tan crítica, que ni a don Vicente lo aceptaron de buen grado. Enjuiciaban su obra magna: “¿Qué quiere decir ‘ved en trono’?” “¿Por qué repite la palabra ‘trono’ en dos versos seguidos?” “¿Por qué decir tres veces la palabra ‘libertad’, no le parece que con una sola los mortales ya la oyeron?” “¡No me parece correcto cantar ‘abrieieeeeeeeeron’; parecemos ovejas, no personas!”. Urquiza, federal al fin, ordenó que se siguiera usando la divisa punzó, tal vez como recuerdo de la época de Rosas. Los porteños propusieron que, si había que utilizar un recuerdo de esos tiempos, fuera el de la Aduana única.
Los unitarios volvían a Buenos Aires después de más de una década, y se reencontraban con viejos amigos y camaradas, a quienes no veían desde hacía pocos días, ya que habían estado exiliados todos juntos en Montevideo. Urquiza reunió a todos los gobernadores en San Nicolás. Se buscaba delegar la autoridad nacional en una figura que cumpliera varios requisitos: que no fuera dictador, que fuera federal, que declarara el libre tránsito interprovincial y la navegabilidad de los ríos, y que supiera coser, bordar y abrir la puerta para ir a jugar.
Se convocó a un Congreso Constituyente en Santa Fe para el año siguiente, 1853. Esto les daría tiempo a las provincias de despertar, descongelar o –según el caso– resucitar a sus congresales, que no se reunían desde 1826. O nombrar nuevos, así podrían dedicarse de pleno a redactar la Constitución, y no a recordar viejos tiempos, cuando se reunían para redactar constituciones y terminaban haciendo cualquier cosa (por ejemplo, recordar viejos tiempos). Quien crea que esta idea de tener siempre los mismos congresales es ridícula, por favor que revise períodos posteriores de la historia nacional. Buenos Aires no aceptó el Congreso, no aceptó a Urquiza, ni la divisa punzó, ni a Vicente López, ya que tenía otros Planes. La Legislatura se reunió, y lo primero que hizo fue rechazar la renuncia de Rosas, pero sólo por rutina. Después aceptó la renuncia de López y Planes, quien no había renunciado. Típico capricho porteño, contradecir a todo el mundo. Urquiza se enojó, envió tropas a la ciudad, le aceptó la renuncia a la Legislatura en pleno sin que tuvieran que tomarse la molestia de presentarla, repuso en su cargo a López (también a Planes), dejó una parte del ejército cuidando a los porteños, y pidió que nadie lo molestase, y se fue a seguir teniendo hijos. Buenos Aires se insubordinó enseguida, y envió a sus mejores comerciantes, que sorprendieron a los federales urquicistas atacándolos con poderosos billetes, frente a los cuales los hombres pertrechados sólo con armas blancas y de fuego vendieron cara su derrota.
Buenos Aires se separó de la Confederación, y mantuvo la Aduana en su poder: ni siquiera se obtuvo una “tenencia compartida”, del tipo “los días de semana con Buenos Aires, los fines de semana con la Confederación, y una semana de vacaciones con cada uno”.
En Santa Fe se reunió, por fin, el Congreso General Constituyente de 1853. Concurrieron todas las provincias menos Buenos Aires: el congreso entró en sesión; Buenos Aires, en secesión. Y por extraño que pueda parecer, se redactó la Constitución. Se inauguró en 1853 la primera línea de tranvías a caballo, que unía Plaza de Mayo con Recoleta. El viaje era algo complicado, porque los caballos se desviaban del riel a cada rato. Se inauguró también la expresión “¿Hablo yo o pasa un tranvía?”, muy utilizada desde entonces cuando alguien necesita llamar la atención de un interlocutor distraído.
Informe especial: La Constitución de 1853
Además del Preámbulo, que hacía las veces de prólogo, prefacio y copyright, la Constitución se componía de dos partes: “Declaraciones, Derechos y Garantías” y “Autoridades de la Nación”, que venían a ser quienes declaradamente garantizaban los derechos.
Las autoridades que figuraban en la Constitución eran: el Poder Legislativo, el Poder Ejecutivo y el Poder Judicial. Eran tres poderes independientes entre sí, o sea que no podían ser ejercidos por una misma persona al mismo tiempo, porque eso sería “Suma del Poder Público”.
El Poder Legislativo tenía básicamente dos Cámaras: la de Senadores, que representaban a las provincias, y la de Diputados, que representaban al país. A veces se agregaba una tercera, la “Cámara Sorpresa”, frente a la cual senadores y diputados también podían representar.
El Poder Ejecutivo lo ejercía el presidente, que permanecía seis años en su cargo, y después debía entregárselo a su sucesor en las mismas condiciones con que lo había recibido: estaba muy mal visto que un presidente asumiera un puesto nuevito, prestigioso y limpio, y lo entregara todo deteriorado, aunque la Constitución no mencionara nada al respecto. También había vicepresidente.
El Poder Judicial lo ejercían los jueces, tribunales y Corte suprema. Para ejercerlo, había que conocer mucho sobre las leyes y sobre las personas. Aunque, en algunas ocasiones, no hacía falta conocer tanto sobre leyes, si se conocía a algunas personas.
Las declaraciones, los derechos y las garantías eran importantísimos, porque definían el tipo de país constituido, si no en la realidad, al menos en la Constitución.
El artículo 3, por ejemplo, declaraba que la ciudad de Buenos Aires era la capital y sede del gobierno nacional. He aquí cierta contradicción, ya que ni la ciudad ni la provincia de Buenos Aires participaban del Congreso, ni de la Confederación, y por lo tanto, no eran en ese momento parte del país. Era como si la capital hubiese sido fijada en Londres, o en París. Peor todavía, porque con Londres y París no se estaba en guerra.
El artículo 14 era quizás uno de los más bellos de la Constitución, ya que mencionaba un montón de derechos que tenían todos los habitantes:enseñar, aprender, expresar sus ideas, peticionar a las autoridades, transitar libremente por el país, asociarse. Era buenísimo. La Constitución debería haber tenido otro artículo en el que se expresase la obligatoriedad de que se cumpliera el artículo 143. Y otro más, en el que se expresase la obligatoriedad de este último. Y así.
Una vez establecida la Constitución, se siguió discutiendo si Buenos Aires y la Confederación debían unirse o no, y de qué manera. Había opiniones diferentes y encontradas, y el mayor problema era cuando las opiniones diferentes se encontraban.
Dentro de la Confederación, algunos proponían invadir Buenos Aires; otros visitarla y comprar las novedades recién llegadas de Europa; otros, simplemente ignorarla y poner la Aduana en otro lado, por ejemplo en Córdoba, y que los barcos se las arreglasen para llegar hasta allí.
Los porteños tampoco estaban todos de acuerdo; si no, no habrían sido porteños. Algunos querían incorporarse a la Confederación para tener más tierras en las que pastorear vacas, o cultivar ovejas. Otros pensaban que mejor sería que la Confederación se incorporase a Buenos Aires. Los necionalistas querían llenar el país de inmigrantes, pero siempre que no fuesen extranjeros. Otros eran autonomistas, querían separar a Buenos Aires del resto del país, del continente, del mundo, de la galaxia... Buenos Aires podía entrar en la Confederación en igualdad de condiciones que el resto de las provincias... juntas.
Los autonomistas (Sarmiento, Alsina, etc.) eran conocidos como “pandilleros”, mientras que los nacionalistas (Mitre, Mitre, Mitre) eran conocidos como “chupandinos”. Es llamativo que en ambos apodos esté incluido el sintagma “pandi”. No conocemos el significado de dicho sintagma, pero seguramente en algún idioma, dialecto, o jerigonza de aquellos tiempos significaba “Aduana”. Así las cosas, en 1854 Buenos Aires sancionó su propia Constitución. No sabemos cómo era el Preámbulo, ni siquiera sabemos si tenía uno, pero podría haber sido así:
“Nos, los representantes de prestigiosas empresas, familias y estancias que pertenecen a prestigiosas familias y empresas que pertenecen a prestigiosas familias, reunidos para no perder nuestra aduana, con la voluntad y elección de sostener nuestra aduana, con el objeto de seguir teniendo nuestra aduana, consolidar nuestra aduana, afianzar nuestra aduana y asegurar los beneficios de nuestra aduana para nosotros, y para nuestra posteridad, ordeñamos, decretamos y establecemos esta aduana para la Nación Argentina”.