SOCIEDAD
› UN AÑO DESPUES, LOS COMERCIANTES QUE FUERON
SAQUEADOS ESPERAN EL 20 ARMADOS Y CON MIEDO
Donde hubo fuego
El famoso Wang Cho-Ju, cuya imagen llorosa dio la vuelta al mundo, ya no está en Ciudadela. Pero otros comerciantes cuyos negocios fueron arrasados esperan angustiados y a menudo armados. Dicen que si vuelve a suceder “va a correr sangre”.
› Por Carlos Rodríguez
“Foto no, foto no. Si hay foto, mañana roban.” El dueño del supermercado de Galileo 3468, en Ciudadela, habla como un Tarzán coreano mientras se resiste a ser fotografiado por Página/12 y sigue cerrando, una a una, las cuatro llaves de la puerta lateral de hierro reforzado de su comercio, uno de los saqueados el 19 y el 20 de diciembre de 2001. En Ingeniero Budge, los nuevos dueños de la ex mueblería Alpino, en Camino Negro y Marsella, devastada hace un año por una multitud, temen revivir la experiencia. “La gente pregunta precios y cuando los escucha se queja y amenaza: ‘¡Qué caros los muebles! ¡Los vamos a llevar cuando empiecen los saqueos!’.” Con las imágenes frescas del estallido que precedió a la caída de Fernando de la Rúa, los comerciantes de Ciudadela, Budge, San Martín y Lanús, algunas de las zonas más golpeadas en el diciembre trágico, están esperando el replay como algo inevitable. Mientras vigilan, sacan pecho: “Será peor que en el 2001 porque va a correr mucha sangre”. Los comerciantes –dicen sus allegados o ellos mismos hablando en tercera persona– “están armados, pusieron alarmas y cables electrificados; esta vez no se van a quedar quietos porque están dispuestos a defenderse”. Con algo de verdad, con toques de ficción, todos parecen pintarse la cara para la guerra.
En Ciudadela, las secuelas de los saqueos están presentes por todos lados. El rostro lloroso de Wang Cho-Ju, un ciudadano chino que era empleado en un comercio familiar que funcionó hasta diciembre de 2001 en Gaona 4602, fue la postal más conmovedora que recorrió el país en aquellos días. En torno de Wang –Juan para sus amigos argentinos– se ha tejido una auténtica leyenda. Algunos siguen diciendo que se suicidó, aunque desde hace mucho se sabe que es una versión sin ningún sustento. Unos afirman que trabaja en un mercadito del barrio porteño de Once, pero otros lo ubican de regreso en China, a pesar de que recuerdan “su notorio anticomunismo”. Lo único cierto es que el comercio en cuya vereda lloró Wang y que en la fachada tiene todavía un enorme sol naciente pintado, nunca más volvió a abrir. En el piso siguen tirados los restos de las mercaderías y hasta las pisadas de algún improvisado saqueador.
“Se volvieron a China, sin dudas”, confirma Carlos, de la inmobiliaria Arrojo, que ofrece el local en alquiler, sin ningún éxito. Los dueños eran Li –cuñado de Wang– y su esposa Liu Yu Bing, quienes tuvieron su vivienda en la planta alta del edificio. “Trataron de reabrirlo, pero fue imposible y después de un par de meses se fueron”, insiste Carlos, que sabe del tema porque fue quien cerró el contrato. En el barrio, el dueño de un taller mecánico y el de una pañalera repiten historias sobre otros supuestos episodios que signaron el destino cruel de los chinos: “Pusieron un supermercado en Lomas de Zamora y un incendio intencional lo destruyó porque ellos se negaron a negociar con la mafia”.
Los rastros de los sucesos de diciembre se encuentran en un área de siete por siete cuadras, con epicentro en Gaona, a la vera del Acceso Oeste. En Reconquista al 800 vive Víctor, propietario de un almacén y rotisería que fue objeto de interés de los saqueadores. Víctor vio el espectáculo desde el balcón del primer piso de su departamento, a metros del negocio, cuya cortina metálica se convirtió en chicle. “No puedo hablar, estoy muy sensible todavía, es un tema que me supera”, pide disculpas Víctor desde el mismo balcón a la calle. En Galileo 3468, la familia coreana dueña de otro supermercado vuelve a conmoverse con el recuerdo. La mujer, que hace un año lloraba su pena sentada en la vereda, abre los brazos y las manos, se golpea el pecho, sufre y dice palabras indescifrables. Ni el más chico de la familia, con su camiseta de fútbol que combina los colores de Boca y de la Argentina, quiere hablar. “Si hay foto roban, si hay foto roban”, insiste el coreano jefe de familia.
En Gaona 4041, otro supermercado coreano muestra signos de la batalla pasada y de la por venir. Sus puertas parecen las de una cárcel al revés: es muy difícil entrar. El comercio, Ru Yi, habría sido acondicionado “para resistir cualquier intento nuevo”, asegura Rubén, un argentino con cuerpo de gimnasio que atiende el puesto de carne. “Si vienen, muchos van a morir porque estamos enfierrados”, es la advertencia, tanto de Rubén como de El Barba, dueño de un servicio técnico de audio, TV y video que está frente al supermercado. “El sistema de alarma lo diseñé yo”, se ufana El Barba, a quien “custodian” dos perros con aire de vagabundos que se parecen a su dueño.
Rubén, El Barba, el remisero Juan y varios vecinos confirman que Ru Yi fue saqueado en diciembre del 2001, pero sus dueños, que echan también al fotógrafo, aseguran que allí “nunca pasó nata, nata”. Lo cierto es que el lugar estuvo 20 días cerrado hasta que resurgió de las cenizas. Los que nunca volvieron fueron los encargados y empleados de la sucursal Ciudadela de D’Agostino Muebles, en Gaona al 4200. Ahora, sobre los vidrios todavía rotos de su fachada, los afiches promocionando a Menem 2003 no hacen más que recalentar el ambiente. “Estos son los que andan incitando a los saqueos”, afirma casi a los gritos Juan Carlos, dueño de una vidriería, único negocio que terminó con superávit en diciembre del año pasado. Para J.C. “todo es parte de una conjura política” (ver aparte).
El supermercado mayorista Maxiconsumo, que también fue saqueado, tiene ahora un flamante muro de contención de dos metros de altura sobre una entrada lateral que daba a la calle Falucho y que fue clausurada. Y por Gaona hay gruesas rejas verdes y un enorme portón del mismo color que se abre sólo a los amigos. La seguridad fue reforzada con la presencia de un par de gendarmes armados, con uniforme al tono. “Lo que se dice es que se vienen los saqueos de nuevo”, asegura a Página/12 el encargado de turno, que también advierte: “Esta vez la policía, los gendarmes y hasta los comerciantes están preparados, de manera que puede ser una masacre”.
“Estamos todos asustados, pero esta vez no nos van a coger. Estamos preparados. Ya lo dijo (Felipe) Solá, el gobernador. Una cosa es que a uno le pidan y otra que aparezcan cien monos rompiendo todo. Eso es vandalismo y estamos en nuestro derecho de defendernos.” Rubén, el carnicero del super Ru Yi, dice tenerlo “todo muy claro”. Aunque muy sensato en sus opiniones, el dueño de la mueblería de Gaona y Díaz Vélez también augura un diciembre de color negro: “Acá va a haber...” y hace señas con las manos como disparando dos armas, en lugar de una, aunque él aclara que no tiene pensado participar en ninguna batalla.
En el sur del Conurbano, Fabiano Miguela se repone de una delicada operación (le extrajeron un tumor del pecho), pero dice que le sigue doliendo más lo que ocurrió en diciembre pasado. Su negocio de artículos para el hogar está en la esquina de Rivadavia y Moreno, en un punto intermedio entre las localidades de Caraza y Villa Diamante, en el partido de Lanús. “Se llevaron todo y algunos eran mis propios vecinos, mis clientes. No sé lo que pasó, pero recuerdo que había un auto negro que iba y venía. Se llevaba primero un termotanque, después un televisor, después una mesa y las sillas. Todo gratis.”
Un mes después, Miguela y su socio, Antonio Falasca, reabrieron el comercio pero todavía siguen debiéndole dinero “a uno de los proveedores, que es el que nos está bancando”. A nivel oficial, la única ayuda recibida fue que los eximieron de pagar “todos los impuestos municipales, por decisión del intendente Manuel Quindimil, pero eso es muy poco comparando lo que perdimos”. Las cientos de personas que desvalijaron el comercio de Miguela habían intentado saquear al hipermercado Coto, que está a dos cuadras, pero como allí había “una fuerte guardia policial, no tuvieron más remedio que tomárselas con nosotros”.
Ahora, con tres empleados en lugar de los cuatro que tenía antes, Miguela y Falasca quieren levantar cabeza vendiendo en “hasta seis cuotas y sin tarjeta de crédito, con el recibo de sueldo, pero hay muchos que ni siquiera tienen trabajo y los que trabajan, están en negro. Estamos maldecidos por los dinosaurios”. Miguela se levanta y gira mirando el local: “Antes teníamos 70 u 80 bicicletas, decenas de equipos de audio, televisores, muebles. Hoy si tenemos seis o siete de cada artículo nosdamos por satisfechos. ¡Nos reventaron!”. El negocio podía venderse hace un año en “300 o 400 mil pesos; ahora nos dan 140 mil y gracias”.
En el cruce de Camino Negro y Marsella –nombre que poco se ajusta al paisaje–, en Ingeniero Budge, Lomas de Zamora, había una mueblería que se llamaba Alpino, cuyos dueños eran Alejandro Iglesias y Carlos Vera. En sus vidrieras había desde videocaseteras y equipos de audio hasta colchones, mesas, aspiradoras y planchas. En la noche del 19 al 20 se llevaron todo. Absolutamente todo. En la misma esquina funciona ahora otra mueblería, que se llama Multi-Hogar, tal vez en homenaje a la anterior, que supo distribuir sus productos en forma multitudinaria. Sus nuevos dueños son dos hombres jóvenes, de alrededor de treinta, llamados Cacho y Pepe. Confirman que el dueño anterior se fue después del saqueo y que ellos están desde hace un par de meses.
“Nos dicen que ahora nos van a saquear a nosotros, que es todo muy caro y que es la única forma que tienen de conseguir algo.” Los nuevos dueños cruzan los dedos y miran sin entusiasmo al policía que está en la esquina y que posa con su arma larga cruzada sobre el pecho, ensayando un gesto que transmita “seguridad”. En Budge, los saqueos se sucedieron a lo largo de tres cuadras de la avenida Martín Rodríguez. En la sucursal de la cadena Montalbo, un enorme local de más de 30 metros de fondo, tampoco quedó nada, pero sus dueños, con cincuenta años en el mercado, tienen más reservas que los propietarios de Alpino. Walter, el encargado, confirma que el horno está demasiado caliente: “Si vienen otra vez va a haber problemas. Los pequeños comerciantes están en pie de guerra, armados. Va a ser un desastre y me parece que nadie lo quiere parar”.
Eduardo Fazzalari es propietario de una cadena de cuatro supermercados, llamados Seven, en el partido de San Martín. Antes de los saqueos tenía seis sucursales, pero a dos las tuvo que cerrar para reabrir la que sigue teniendo en Libertador 6900, en Villa Libertador, a pocas cuadras del cruce de ruta 8 y avenida Márquez. Ese comercio fue diezmado en la noche del 19 de diciembre. “Se llevaron hasta los inodoros que estaban instalados en los baños”, cuenta hoy Eduardo. Instalar el local requirió una inversión de 70.000 dólares. Los arreglos sumaron otros 45 mil y hubo que cerrar dos sucursales. “Lo que perdí no lo recupero más porque la situación económica, hoy, es mucho peor que en el 2001. Además, nadie me reconoció nada. El municipio de San Martín (a cargo de Ricardo Ivoskus) ni siquiera nos eximió de pagar los impuestos.”
Minutos antes de que Página/12 visitara el local que fue saqueado hace un año, la policía local había concurrido para avisar que “hay peligro de un nuevo estallido y el personal está acuartelado”, comunica Amorina, la encargada. En la puerta, vigilando todo, están apostados dos custodios de civil. “Hay una villa acá a tres cuadras y la policía nos dijo que puede pasar algo. Estamos preparados. Tenemos armas y vamos a tender de lado a lado del local un cable con púas, un cable eléctrico. Esto es una propiedad privada y si entrás te quedás pegado”, es la advertencia del vigilador, quien dice todo muy serenamente.
Eduardo Fazzalari trata de ser menos drástico: “Todos estamos cada vez peor y creo que repetir lo que sucedió no le conviene a nadie. Yo puse la vigilancia como prevención, para que nadie pueda entrar al local. No queremos violencia, pero tenemos que defendernos. La policía y la Gendarmería están alertas, de manera que esto puede ser muy feo. De todos modos, yo creo que no va a pasar nada. Al menos, espero que no pase nada”.
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