SOCIEDAD › ESCENAS EN TALCA, CHILE, DESPUES DEL TERREMOTO
› Por Emilio Ruchansky
Desde Talca
En la periferia del barrio antiguo de Talca, en la calle 5 Sur y 10 Oriente, más de 130 personas viven sobre la cancha de fútbol de cemento del Club Vanguardia Unida. Como si fuera la escenografía de Dog Ville, el film de Lars von Triers, las 25 familias montaron su hogar bajo el inmenso techo de zinc dejando espacio para el tránsito, rodeando paredes imaginarias con los muebles que pudieron sacar de los escombros de adobe. El organizador, un socio llamado Fernando Campos, dice que cada grupo pone un representante para recibir lo suyo, desde un champú hasta la comida. “Cocinamos a leña con donaciones particulares, poco y nada recibimos del Estado”, dice el socio, enojado además porque el municipio le mandó unos pocos plásticos para cerrar el lugar antes de que llueva.
Casi en el medio, ocupando 5 metros cuadrados, un matrimonio que recién despierta de la siesta. Son Rogelio Pérez, empleado municipal, y su esposa María Teresa Muñoz, de ojos celestes profundos, con problemas para hablar debido una trombosis que se extiende por gran parte de su cuerpo. “Después de desayunar voy a casa a ordenar y a guardar cosas en un cuarto de material que nos quedó en pie; ahora estoy sacando los cables, toda la instalación eléctrica, que era nueva, y algunas chapas del techo que están intactas”, cuenta el hombre, sentado en el colchón. Alrededor están la cómoda, la alacena, una mesa, dos sillas y una cocina conectada a una garrafa de gas. También se trajeron la heladera, aunque no la conectan porque la luz se raciona.
“Ella se queda cuidando las cosas. Pasa el día fumando y viendo tele con los otros po’”, dice. Muñoz sonríe y alcanza a decir, con señas, que también juega a las cartas. Por suerte, la pared del cuarto donde dormían cayó para afuera la noche del terremoto. Estarían muertos si hubiera sido distinto. La casa la alquilaban, como la mayoría de los que viven en este club. “Ahora el dueño quiere poner un estacionamiento, así que estamos a la deriva. Nos dijeron que van a darnos una casa prefabricada de madera; estamos más interesados en un subsidio para comprar un terreno y hacer una casa, de cemento y ladrillos”, comenta el hombre de 60 años “bien vividos y bien tomados”. Su mujer hace señas, como si fuera un borracho. “Y tú ‘tas todo el día fumando cigarros que parecen cohetes”, le dice él.
Al lado del arco, sentados a la mesa, Ana Farías, su marido Segundo Contreras y una de sus hijas, Mariana, detallan la división del trabajo desde la catástrofe. “Yo cocino, él y los niños salen a la calle, se ganan unas pesos levantando escombros y limpiando las casas de los vecinos”, dice Farías. Tienen cuatro chicos. Aseguran que es barato alquilar pero muy caro comprar. Los dueños de la casa donde vivían planean vender, la única oportunidad que tienen es mudarse a la casa de los padres de la novia de su hijo mayor. De momento, duermen repartidos en dos carpas y tienen dos perros que se meten también. “Los niños se aburren, estamos desesperados porque empiecen las clases, pero ni noticias por ahora”, cuenta la señora.
Contreras dice que gracias a las donaciones de amistades y parientes cercanos y lejanos tienen comida. La tragedia, agrega, hizo que se unieran. Su esposa aprovecha el tiempo entre comidas para caminar hasta la casas de amigos que tienen casa en pie. “Este barrio se convirtió en un cementerio, es puro escombro. Dan ganas de llorar. Los niños tienen miedo de encontrarse un muerto cuando acomodan los escombros, si el sábado encontraron entre las ruinas a un borrachín que estaba en la calle y se le cayó una pared encima. Pero bueno, necesitamos plata. Mi marido es comerciante pero el negocio se nos vino abajo también”, cuenta Farías, de 45 años y más de 20 en el barrio histórico. Casi no tienen muebles. Quedaron aplastados, como el auto que está a pocos metros de ellos y que alguien dejaba estacionado en el club.
En un lateral de la cancha, dos travestis toman el té con cara de sueño. Una, Alejandra Quevedo, dice que es porque el sol le da por la mañana y ella, que trabajaba “en la noche”, no termina de acostumbrarse a la vida diurna del refugio. “Aquí también era la zona roja y desapareció. Ya no había tanto trabajo como antes, pero yo vivía de esto y ya no me quedan ahorros. Encima no tengo dónde llevar a los clientes”, cuenta. Su amiga, Fidela Castro, ya no se prostituye, logró conseguir una pensión por invalidez y vivía con su novio hasta que la casa se derrumbó. “Perdimos todo, no teníamos mucho, pero igual es doloroso porque me quedaron muchos recuerdos enterrados”, dice Castro. Quevedo se salvó por no escapar del terremoto. Se quedó esperando en el patio del fondo, a donde daba la pieza que alquilaba, mientras la parte de adelante de la casa se caía. “Salí caminando sobre los escombros”, dice. Su problema, más allá del económico, es conseguir ayuda oficial: perdió sus documentos. Con lo puesto, llegó al Club Vanguardia Unida. Durmió los dos primeros días sobre el cemento, hasta que alguien le prestó un colchón. A diferencia de la familia Farías Contrera, le pidieron que se deshiciera de sus tres perros. “¡Ni loca! –grita– Son todo lo que tengo en la vida, yo perdí a mis dos padres, no tengo hermanos.”
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