SOCIEDAD › OPINIóN
› Por Cledis Candelaresi
Estar atrapada en una caravana de autos que avanzan a 4 kilómetros por hora y atravesar con él una senda peatonal justo cuando el semáforo vira a rojo o, peor aún, que una oficial de la guardia urbana se lo impute a una sin otra prueba que su palabra, activa un proceso singularmente engorroso que sólo expira cuando concluye el juicio oral. Con jueces, abogados, fiscales y circunstanciales testigos, si es que se consigue cosecharlos. Una parafernalia burocrática, muy costosa para la ciudad de Buenos Aires y de dudosa eficacia disciplinadora para el automovilista transgresor. Ni hablar del que no lo es, pero de todos modos queda atrapado en la telaraña del fuero contravencional.
La singular pesadilla comenzó a media tarde del 10 de agosto cuando iba a paso de hombre por Once. Lo peor no fue esperar una hora al costado de Avenida Pueyrredón hasta que la funcionaria ciudadana, con la colaboración de dos colegas, consiguiera que unos transeúntes estamparan su firma en el acta que me levantaron por el presunto cruce del semáforo en rojo, como testigos de lo que evidentemente nunca vieron. Ni que me enviaran en el plazo perentorio de cinco días a una fiscalía en la que nadie pudo explicarme de qué se trataba mi trámite, porque estaban en plena mudanza. Lo más desconcertante vino después.
Con un despliegue digno de una serie de acción, un patrullero de la comisaría que corresponde a mi domicilio me trajo una mañana la citación para la nueva sede de la Fiscalía en cuestión, sobre la calle Bartolomé Mitre. Cuando acudí a esa cita me enteré de que podía elegir un abogado particular o público para mi defensa en el juicio en pleno trámite del que ya no podía zafar. Ni siquiera reconociendo la contravención que se me imputaba y admitiendo el pago de una eventual multa. El sistema no desperdicia ocasión de justificarse a sí mismo.
La segunda vez que a través del portero escuché invocar a la Novena ya no había móvil policial sino una asistente social que llegó para hacer un examen socio-ambiental, requisito del expediente en marcha. Respondí gentil y honestamente en el interior de mi casa al interrogatorio que recorrió desde mi primaria hasta mis actividades en el tiempo libre, pasando, naturalmente por mis ingresos. Sólo desperté cuando la persona en cuestión me reclamó el DNI de mis hijos, extremando lo que ya parecía un absurdo. Están estimando la capacidad contributiva para una multa que oscila entre 300 y 3000 pesos, imaginé. El supuesto me resultó tan exasperante como la visita intrusiva.
Eso sí: los empleados públicos involucrados aparentan ser llamativamente eficientes. El nutrido grupo de jóvenes abogados que trabajan con garra hasta las 15 o’clock me explicó que el final se celebraría ante un juez y que debíamos cuidar una declaración previa en la que, por sabio consejo, sólo tuve que responder un lacónico “no” a la pregunta de si había cometido la falta de la que se me acusaba. Un poco frustrante después de tanto preparativo, admito. A menos para mí, que salía de la vaina por explayarme sobre las circunstancias reales.
Cuán grande fue mi sorpresa cuando una empleada administrativa del fuero se tomó la inusual molestia de llamarme a mi casa un lunes a las 22 horas (siete después de haber concluido su jornada laboral) para interiorizarme sobre la marcha de un proceso que terminó el 17 de febrero, seis meses después de mi infortunado paso por Once.
En Tacuarí 178, ese día estaba todo listo para el juzgamiento, salvo los testigos del acta, cuya voluntad de colaborar evidentemente no les dio para seguir la simulación a ese punto. Moría por entrar a la sala de audiencias y despejar el misterio de si se trataba de un procedimiento genuino o estaba ante una farsa montada para una cámara sorpresa. No había elemento alguno para condenarme pero, aun así, mi defensor estatal sugería considerar la probation, que la fiscalía había “flexibilizado”.
La demora y el cansancio me pudieron. Dos horas parada en un discreto rincón a la espera de la audiencia que no fue hicieron lo suyo y finalmente claudiqué ante la oferta de dar por concluida la historia sin conocer la cara del juez y admitiendo que me retuvieran la licencia por seis días. Sin que nadie probara ninguna falta y sin haberla admitido. Con el sinsabor de la injusticia y la sensación del desperdicio de recursos privados y, básicamente, públicos.
La mayor parte de las causas que se tramitan en el fuero Penal Contravencional de Buenos Aires –uno de los dos propios de esta jurisdicción– concluyen por esta vía rápida, que finalmente aliviana la tarea a sus funcionarios, la mayoría de los cuales no accedió a su puesto por concurso. La performance de esta instancia de la Justicia local parece dejar mucho que desear, en particular si se toma como referencia qué ocurre en las tres salas de la Cámara de Apelaciones. Durante el 2008 (último con estadísticas disponibles) se resolvieron 922 casos contra los 5000 dictámenes que se produjeron en el Contencioso Administrativo, el segundo ámbito judicial de la ciudad. Recordé el slogan macrista, que enfatiza la acción. Sin duda, mucho por hacer en esta Capital.
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