Dom 18.04.2010

SOCIEDAD  › EL CRECIMIENTO DEL “TURISMO CULTURAL”, UNA MANERA DIFERENTE DE VER LA CIUDAD

La otra Buenos Aires

Recorrer las calles de todos los días, ver sus casas, edificios, palacios y hasta fábricas, pero descubriendo su historia, desentrañando sus caras menos conocidas. El turismo cultural avanza en la ciudad; los turistas son los propios porteños.

› Por Soledad Vallejos

Cada vez más, grupitos de personas se confabulan para ver cosas nuevas en un paisaje urbano que, sin embargo, pareciera ser el de siempre. A veces a las conspiraciones se las reconoce por cosas simples: ocupan la vereda, o miran con extrañamiento un edificio que sus vecinos ignoran minuciosamente en las mañanas. Pero si por la calle hay quienes curiosean tras los pasos de alguien que parece pensar en voz alta sin notarlo, o se detienen para atender sus indicaciones, posiblemente estén adentrándose en cuestiones de arte, urbanismo, historia... Y es que la opción de acceder a otras zonas del patrimonio a partir de la experiencia se vuelve cada vez más popular: sea en la propia ciudad o de paso en otro lugar, el turismo cultural suma ofertas, públicos e ideas cada día.

Tanta tendencia marca que la Unesco le dedica encuentros, sus universidades aliadas dictan cátedra y ya existen unas cuantas áreas del conocimiento especializadas en él. Vale decir que no es lejano. Resulta notable que justo ahora, cuando viajar resulta cada vez más barato y posible, esta variante de la curiosidad prefiera las distancias cercanas. En Argentina, por ejemplo, se está volviendo usual ver de otra manera el centro de Buenos Aires, el interior de edificios emblemáticos de la historia nacional, los barrios que nacieron como centros obreros, y hasta los edificios construidos al amparo del Fonavi.

Historia se hace al andar

Ni paseos ni excursiones. “Preferimos llamarlos recorridos”, especifica Lucas Rentero, historiador que, cuando menos lo esperaba, terminó convertido en microemprendedor del turismo cultural. Hace ya once años, cuando para él, Ricardo Watson y Gabriel Di Meglio terminar la licenciatura en Historia era una realidad inmediata, se formó Eternautas Viajes Históricos. Lo que fue una aventura de tres jóvenes profesionales se convirtió, con el tiempo, en un modo de entender y hacer vivir el pasado y el presente argentinos que en las librerías ya cuenta con libro propio (Buenos Aires tiene historia. Once itinerarios guiados por la ciudad), otro nacido por encargo (Marriott Plaza Hotel Buenos Aires, celebrando los primeros 100 años) y uno más en camino; a eso es preciso sumarle un staff que ronda las quince personas especialmente adiestradas en hacer ver el área metropolitana de Buenos Aires de otras maneras.

No son paseos sin más, insiste el historiador, porque en el medio de la experiencia algo se aprende, algo cambia; no son excursiones porque a fin de cuentas tampoco es, en rigor, una salida de estudios. Rentero acota un poco más. “Son como clases de historia en el lugar, es como salir del aula y aprovechar el paisaje urbano para pensar sobre temas relacionados con la historia. Es ir al contexto y pensar qué se puede hacer, de qué se puede hablar: arte, arquitectura, política... A partir de un edificio o de los detalles de un edificio se pueden plantear, por ejemplo, transformaciones económicas. Y a veces se habla de actualidad, de los últimos años, porque las transformaciones urbanas se ven, tanto que al recordar qué ocurrió a nivel político se va entendiendo el cambio en la ciudad.”

En 1999, cuando empezaron los retroviajes de Eternautas, todavía el turismo cultural no era una tendencia en Argentina. Estaba, de hecho, bastante lejos de configurar el campo ya más o menos estabilizado que define ahora (ver aparte Unesco), aunque ya para entonces sí existía esta mirada en destinos clásicos del turismo mundial, como los recorridos literarios en París o los de fantasmas en Londres.

A la epifanía que convirtió la angustia de tres casi recibidos en invención de un nicho se sumó, además, la transformación que el propio campo histórico atravesó en la última década. “En nuestro caso, desde el principio la idea era trasladar a un nivel más masivo y directo gran parte de lo que habíamos recibido en la universidad, que básicamente era una historia académica. Lo que sucedió en los últimos diez, quince años, fue una renovación importante de la historiografía, no sólo en lo que respecta a historia política, sino también a la historia urbana, que hizo posible para nosotros replantear un montón de temas, con cierta actualización a nivel historiográfico.”

–¿Como qué temas?

–Desde el propio proceso de metropolización de Buenos Aires, por ejemplo: cómo se conforman los barrios y cómo va se estructurando esa ciudad, que generalmente tiene un crecimiento relacionado con emprendimientos privados, como el tranvía, la aparición de empresas inmobiliarias... Eso se complejiza, sumando cómo el Estado está presente en el territorio, con el trazado de las manzanas, las calles. A partir de observar el proceso y los actores, es posible hacer ver cómo son estos procesos complejos donde intervienen diferentes actores. Y después, claro, se puede hablar del caso particular de cada personaje involucrado.

–¿Por qué cree que funciona esa manera de abordar la historia?

–Mucha gente lograr sostener esos momentos aburridos, o más académicos, por ejemplo, porque se trata de cosas relacionadas con lo cotidiano. Al transmitirlas en el lugar y no mediante un libro, también se puede ir relacionando lo que se habla con anécdotas más frívolas sobre los personajes de ciertas familias, de alguna manera dando marco a esas historias particulares. Así es como que la tensión se sostiene.

Pero la tensión sólo podría sostenerse allí donde ha comenzado a existir, y eso ¿cómo podría lograrse? En el Museo Isaac Fernández Blanco, por mentar uno de los ejemplos más notables, el movimiento es de adentro hacia afuera. “La idea es sacar el museo a la calle, ir a buscar a la gente, no esperar a que venga”, explica la guía Clarisa Parici, responsable de comandar los pasos de pequeños grupos a lo largo de la calle Arroyo, en una caminata que comenzó a fines del año pasado y se reitera cada semana, si los feriados y las lluvias no lo impiden.

Con el correr de los meses, Parici, que venía de un año recibiendo turistas y curiosos en la Torre de los Ingleses, ha observado algo curioso: “La gente viene pensando que va a escuchar hablar de arte”, y no tanto que es posible acceder a algunas claves para leer la historia inscripta tan profunda, materialmente en la ciudad de hoy. Por eso ella, que no es museóloga ni estudió historia del arte, prefiere ceñirse al terreno en el que pisa más firme. “El recorrido está armado en base a un perfil más arquitectónico. Y a la gente le encanta. ¿Por qué? Porque es como que se sorprende, no espera encontrar tanta riqueza en dos cuadras”, más o menos el entorno del Museo cuya casa (la mansión neocolonial que, en plenos y afrancesados años locos, Martín Noel se hizo construir como casa) todavía hoy es una rareza y que alberga una colección de arte hispanoamericano inmensa, en la que no faltan piezas de la vida cotidiana de las familias de la élite nacional.

Perdidos en Palacio

La historia menuda de los ricos de ayer atrapa. Como si pudiera sospecharse que ciertas intrigas familiares esconden claves de la actualidad, o como si los dorados y las boisseries ya algo opacas pudieran iluminar algo de la ardua tarea de hoy, unas diez mil personas visitan cada año el Palacio San Martín, ese remanso dedicado al protocolo del Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto que muchas personas todavía llaman con el nombre que lo vio nacer: el palacio Anchorena. Es que el imaginario del granero del mundo es fuerte. Hace poco más de dos años, cuando la embajada francesa abrió por primera vez al público las puertas de lo que había sido el palacio Ortiz Basualdo, la respuesta de la visita mentaba una y otra vez la admiración por la buena y ostentosa vida, despojada sin más de su contexto.

Hoy mismo, uno de los recorridos más demandados de los historiadores de Eternautas lleva el clarísimo nombre de “La París de Sudamérica”, porque sigue siendo un hit ciento por ciento nacional pensar sobre la delicada frontera entre la sofisticación y el rastacuerismo de principios del siglo XX. Hay un público ávido, sostiene Rentero, de explicaciones. Gusta escuchar, por ejemplo, “que una señora argentina, al salir de la Opera de París y ver que llueve, se alegre porque el agua viene bien a sus campos en Argentina... Esas imágenes permiten explicar que el crecimiento de las familias propietarias es tan vertiginoso que no alcanza a actualizar a muchos de sus integrantes. Muchos siguen teniendo sus costumbres rurales en el siglo XX, otros se desviven por incorporar todas las costumbres europeas”. ¿Qué podría, entonces, buscarse en Palacio, sino el aire de la grandeza económica, de algunos, ya ida?

Perderse en los salones de la casa familiar (en realidad compuesta por tres edificios diferentes e independientes, cada uno de ellos destinado originalmente a una rama del clan) es un deporte preferido por locales. Alejandra Alsina, de la Dirección General de Asuntos Culturales de Cancillería, cuenta que las visitas suelen estar repletas de “gente de Buenos Aires, pero gente que ya ha leído, que sabe sobre la Argentina de principios de siglo XX, gente a la que le interesa la parte de la historia vinculada con las familias terratenientes y que han leído sobre los Anchorena”.

Y es que un edificio magnífico, aun en la desmesura de querer condensar al menos cinco siglos de historia del arte europeo en una manzana porteña, es un legado arquitectónico integrado al patrimonio nacional, pero también puede leerse como una revista de chimentos. “A la gente le interesan mucho las anécdotas, te preguntan si es verdad que pasó tal o cual cosa... También, claro, viene mucha gente de arquitectura, estudiantes y profesionales, porque el palacio San Martín es uno de los prototipos de la arquitectura academicista francesa en América del Sur. Y también vienen muchos colegios secundarios y primarios, que estudian sobre las formas de vida en conventillos de La Boca o de San Telmo y las formas de vida en un lugar como el palacio”, agrega Alsina.

A excepción de las visitas estudiantiles, el perfil de la curiosidad por el patrimonio es claro. Generalmente viven en Buenos Aires, son más las mujeres que los varones, suelen tener más de 30 y algo menos de 70, usualmente tienen una base de lecturas sobre los temas a aprehender en las calles, y quieren más. En esas características coinciden Rentero (quien añade, historiador al fin, que, además de personas que hacen más de una vez el mismo recorrido, “se han formado parejas, hay gente que se casó” tras encontrarse en un recorrido), Parici y Alsina. “Al porteño, primero, le gusta conocer su ciudad –se explica Parici–. Segundo, le da bronca cuando las cosas están destinadas a los extranjeros. Y dice ‘yo también quiero’, viene, reclama, ‘por qué a mí no’. Eso está bueno, y se encuentra ahora con más oferta, porque esto también es una tendencia de los últimos años.”

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