SOCIEDAD › OPINIóN
› Por Marcelo Justo
Caos es poco decir. Nubes tóxicas por el cielo, aeropuertos vacíos o saturados de camas improvisadas, desorientación generalizada. Pasajeros, aerolíneas, gobiernos, nadie sabe bien qué pasa y cuál es el capítulo siguiente. En mi caso particular, la estoy sacando barata. Madrid era un trasbordo en el camino de Buenos Aires a Londres. Llegué el viernes 16 y luego de la consabida batalla sobre derechos y obligaciones, la aerolínea aceptó ubicarme en un hotel cerca del aeropuerto de Barajas (“el más grande de Europa”) con un pasaje para Londres una semana más tarde. No era lo que tenía programado, no era lo que esperaban mi mujer, mi hija, mis amigos y colegas en Londres, y hasta tuve que avisarle a mi profesora de chino que a la clase del sábado no llegaba ni de casualidad pero, aun así, estaba más o menos entero, tenía una habitación, el equipaje y ese milagro de la netbook a mano.
En los días siguientes, “el hotel más grande de Europa” se convirtió en un microcosmos del caos. La conserjería parecía una versión de la ONU en medio de una crisis mundial con esos conglomerados de europeos, latinoamericanos, estadounidenses, chinos (están en todos lados) y mongoles discutiendo la situación. El hotel no daba abasto, las compañías aéreas, que empezaban a recuperarse económicamente, temblaban nuevamente con unos costos que rompían la máquina de calcular y las versiones y rumores sobre el futuro tenían desde flotas de autobuses hasta nuevas erupciones y la armada británica al rescate de los extraviados. En los mails mi mujer me decía que el panorama en Londres era sombrío, mi profesora de chino que no me preocupara por la lección porque ella estaba varada en Beijing y mi prima me recordaba que habíamos zafado de otras mucho peores. Había dramas personales por todas partes. Por televisión veía gente extraviada en Medio Oriente, otros que iniciaban un regreso de hormiga ciudad por ciudad, estudiantes con centavos en los bolsillos y muy lejos de casa. En el hotel se escuchaba esa misma diversidad. Urgencias laborales, reencuentros de familia, amores en peligro, filósofos que proclamaban el viejo “relájate y gózalo” y un larguísimo etcétera atravesaba diariamente el hall del hotel donde, como tramado por un comediante chapucero, había un evento internacional sobre “¿Cómo tener éxito en la vida?”
Los filósofos del “relájate” tenían una a favor. El hotel tiene una pileta y un sauna y eso ayudaba a bajar los decibeles. Nadando me encontré a un chino a quien saludé con mi balbuceante mandarín. El chino observó con risueña curiosidad cómo este “da bisi” (nariz grande = extranjero) se esforzaba en hablar en su idioma y con una sonrisa esplendorosa me respondió en perfecto castellano. No estaba varado: hacía diez años que vivía en Madrid. No tenía por tanto ese fantasma que empezaba a circular entre los pasajeros. Un puñadito de aerolíneas se habían hecho cargo del alojamiento de sus pasajeros como exige la ley, pero ahora más voces decían que estaban por tirar la toalla. En breve, nos esperaba la calle y una amenaza de bancarrota financiera.
El lunes una nota debajo de la puerta terminó con todo atisbo festivo: la aerolínea no se seguiría haciendo cargo del alojamiento de los señores pasajeros. Adiós a la mínima seguridad. En un segundo, me arrojaban al medio de la nada con 25 kilos de equipaje. Pero el caos no es la selva. Mientras uno no se haya caído de la escalera hay redes de contención y la civilización concede sus frutos: hay amigos madrileños, el hotel se reemplaza y se recobra una precaria seguridad de paso. No hay nada solucionado, no sé cuándo voy a volver a casa, pero no estoy perdido y en lucha desigual contra la naturaleza. En medio de la zozobra me digo que no estoy contra las cuerdas, siempre y cuando la nube volcánica no destruya el sistema electrónico y ese pilar de mi supervivencia diaria, la tarjeta de crédito. En resumen, que a pesar de ansiedades, angustias y miedos, con una extraña mezcla de jet-lag y adrenalina en un Madrid bellísimo, me siento del otro lado de aquel cuento de Joseph Conrad –An outpost of progress– que pintaba cómo dos hombres abandonados en un remoto puesto colonial británico, separados del manto protector de la civilización, terminaban en una historia de locura, violencia y muerte. “Pocos hombres se dan cuenta de que sus vidas, la esencia misma de su personalidad, de sus aptitudes y sus audacias, son sólo una expresión de su fe en la seguridad del medio en que viven”, comenta Conrad antes de desatar el vendaval sobre sus dos extraviados. Ese “medio” conradiano es la “irresistible fuerza de las instituciones y sus principios éticos” que hace que “el coraje y la confianza, las grandes ideas y los pensamientos insignificantes no pertenezcan al individuo sino a la fe ciega de la multitud” en ese orden básico que es la sociedad. En este contexto el individualismo a ultranza es una especie de delirio megalómano: el entramado social nos libra de la selva. Claro que todo elogio de la civilización es condicional. Otra realización humana seguramente tan exquisita como mi netbook, la bomba atómica, puede arrasar con todo en un segundo. En fin, cosas que se me ocurren con esta nube volcánica, anclado en Madrid.
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