SOCIEDAD › LAS HISTORIAS DEL MERCADO DE LAS FLORES DE BARRACAS
Fue fundado hace setenta años por productores y, pese a sus tres mudanzas, sigue siendo un grupo autocontenido, con horarios y conocimientos especiales. Cómo son los que se ocupan de un producto frágil y hermoso.
› Por Soledad Vallejos
Dieron poco más de las cuatro de la madrugada. De a ratos, alguna camioneta se abre paso hacia el sur mientras en la ciudad ni siquiera el sol remolonea. Si esa camioneta es una de las guías correctas, seguirla servirá para internarse en Barracas, doblar por la calle Olavarría y, apenas cruzando la estación de tren Buenos Aires, llegar a las puertas del galpón donde los colores estallan entre cajas y canastos repletos de flores resplandecientes y altas como niños de cinco años.
El Mercado de las Flores, más que despertar temprano, quizá descanse sólo a la siesta. Antes, mientras la ciudad duerme, la actividad es frenética bajo el techo que cubre cinco cuadras regadas por la alegría de primavera que hacen nacer cientos de familias con mano verde: generaciones enteras criadas entre tierra, agua y sol; personas capaces de descifrar la historia vital de una planta con sólo ver de reojo el tallo de la flor que alguien carga dos metros más allá; señoras, señores y jóvenes varones, pero pocas jóvenes mujeres, se afanan llevando y trayendo fardos para continuar una jornada que muchos de ellos iniciaron apenas pasada la medianoche.
El trabajo es duro. ¿Gratificante? A veces, dicen. La clave puede estar en otro lado. Una de las señoras del galpón dice: “Vivimos al revés del mundo, pero te acostumbrás”. Y a fuerza de sumar farditos de flores convierte una caja marrón, alargada, opaca, en una versión portátil del arco iris. “Sí, claro que te acostumbrás.”
Para que las esquinas de la ciudad amanezcan floridas, alguien tiene que arrancar su día todavía más temprano. Puede ser a medianoche, a la una, a las dos; inclusive a las cuatro. Pero no más tarde. Y además con eso solo no alcanza. “Hay un secreto, un proceso que nadie sabe”, advierte Gladys, la mujer que se acostumbró a habitar el otro lado del mundo conocido, al menos en lo que a horarios se refiere, por amor. No es corpulenta, sin ser pequeña; lleva atado el pelo castaño y corto; mueve todo el tiempo unas manos listas para el trabajo pesado y suaves para acomodar flores delicadas. Sonríe todo el tiempo. Hace diez años ella no se plegaba a la rutina del Mercado, “por los chicos”, pero ahora que son grandes puede acompañar a su marido en todo el proceso. El “siempre vino”. Fue, en realidad, quien la introdujo en el mundo de “los productores”, como se refieren sintéticamente a sí mismos, porque su familia se dedicaba a eso desde que él era chico. De verlo, de escucharlo, de ganas y necesidad de trabajar en el emprendimiento familiar, Gladys aprendió.
–Hay que acostarse a horario. Atender el puesto. Cuando empieza a llegar la gente, vigilar que no roben, porque a veces algunos se aprovechan cuando se juntan tres, cuatro personas. Salir a la quinta a cultivar. Regar las plantas. Algunos tienen predios grandes, y por ahí contratan a gente para que los ayude, pero nosotros no: lo nuestro es familiar, porque si no no rinde, trabajás para los demás. Es mucho trabajo, pero al final es la persona que compra la que te pone el precio. Muchas veces se quejan de lo que salen las flores... dan ganas de decir “tienen que cultivar ustedes, a ver si les gusta que les digan eso”.
–¿Está listo? –irrumpe una voz de hombre, que acaba de llegar del pasillo central y se adentra en el puesto, veloz como una tromba.
–Sí, pa.
El hombre es Américo Lopes.
Además de ser el marido de Gladys, tiene a su cargo la presidencia del Consejo de Administración del Mercado de las Flores este año. Porque el Mercado es un emprendimiento de la Cooperativa Argentina de Floricultores Ltda. (ver aparte), y la tarea puede ser inmensa.
Es miércoles. Antes de las seis de la mañana cada puesto confía en haber terminado de preparar los pedidos de los clientes habituales y los pedidos especiales de grandes eventos. Por eso Américo está un poco a las corridas. “Hay que mandar eso a Arequito, aquello a Villa Mercedes, esto otro a Jujuy, y además ir separando lo que podamos para el sábado. Porque el sábado se casa Pochi.” Y entonces aparece un adolescente, 18 años y brazos listos para cargar cualquier caja, y sonríe. Cuando lea su nombre aquí, Pochi será un hombre casado con la mujer con quien, en pocos meses más, sabrá qué se siente al tener un hijo. Pero porque el nene se casa, Américo no deja de recorrer el mercado: “Mi señora necesita flor de cera para hacer los arreglos. ¡No había en todo el mercado! Fui juntando de a uno, ¿ves?” secretea, mientras revuelve uno de los estantes altos del puesto.
Posiblemente Pochi, con la familia que está empezando a formar estos días, siga el camino de sus padres. Eso supone Américo, hijo de inmigrante portugués, que de sus hermanos es “el benjamín de la familia” en la que también hay lugar para tareas afines: “Mi hermana mayor se casó, está con la verdura; otro también está con la verdura; yo, con esto”.
“Crisantemos, clavelinas, liciantus, lilium, claveles, gladiolos”, enumera de corrido Gladys. Esas son las flores que siembra, ve crecer y cosecha. Entre el inicio y el final del ciclo, el tiempo puede ser eterno. “Las noches de heladas hay que hacer fuego y cuidar las plantas. Hay que taparlas y poner sobretecho para que no se quemen tampoco por el frío. A la flor hay que caminarla de noche. Y no todas las flores piden los mismos cuidados.”
–¿Son muy diferentes las exigencias de cada variedad?
–Sí –asevera Gladys apenas escucha la pregunta–. El crisantemo necesita luz. La flor abre con el sol.
–Claro. Al no haber sol, suele faltar mercadería. Por eso se riega con luz –confirma Américo–. A veces, en invierno, cuando hay esas heladas machazas, suele faltar mercadería. Y siempre se fumiga... San Vicente, Pochi, fijate. Ahí falta.
–¿Cuántos farditos son de eso? –pregunta Pochi.
–Ponele estos tres... sí, los cuidados son diferentes. ¡Hola, Tere! –se alboroza Américo de repente y enseguida disipa la intriga de la curiosidad de la cronista ante el saludo entusiasta que despertó una señora menuda y coqueta–. Tere viene desde Río Cuarto para comprar, camina todo el mercado. Es florista.
Los jazmines se apilan en grandes ramos de tallos breves, las calas aguardan elegantes, de pie, en sus canastos; las montañas de fresias preludian pasillos abarrotados y con tránsito intenso. Claramente, entre las seis y las siete, el Mercado vive su hora pico. Lo hace con fervor.
Hoy el ritmo tiene otro aliciente para ser frenético: la cercanía del Día de la Madre vuelve optimistas las perspectivas de venta y la demanda crece. La “víspera de las Madres”, recuerda Gladys, suele ser así. “Cuando vienen esos días clave, es mortal, por suerte, agotador.” “Y en fechas especiales se vende un treinta, un cuarenta por ciento más de mercadería. Enamorados, padres, madres, esos días son especiales”, apunta Américo atento a los números que cuenta, pero también a las cuentas que lleva mentalmente, a los movimientos de Pochi, de Gladys, de los puestos vecinos, sin olvidar los saludos a los primeros clientes de la jornada. Atento a todo, Américo, a la vez, desde una silla discretamente ubicada a un lado del pasillo, evalúa las alternativas del año y dice: “En Navidad diría que todo el mundo quiere un ramito. Da alegría, levanta el ánimo. La flor, de por sí, si uno está bajoneado... poné eso, papi –ordena a Pochi, que está armando un pedido en una caja, mientras señala un fardo–, es bueno tener flores en casa. Es como que toda... –sacá esos diez para Teresa... cómo andás, Pipi... diez de colores–, sí... la flor alegra, quiero decir: hace bien”.
Las reglas de la oferta y la demanda se aplican a las flores: si hay mucha cantidad de una variedad, posiblemente su precio disminuya de una semana a la otra. Si se llega apenas abren las puertas al público, a las seis de la mañana, el paisaje puede ser abrumador y delicioso, en especial para floristas ávidos de mercadería de calidad: lo que se ve temprano es tan espléndido que no dura demasiado en cartel. Cuanto más tarde, tal vez más baratos resulten los fardos, pero también más cuestionables las calidades. Cambian los colores, el brillo de las flores, el largo de los tallos, la salud de las hojas. Evaluar una flor es una tarea sensible, compleja.
Con parsimonia, un señor mayor de rasgos japoneses viste gorrita con la leyenda “Talampaya” y hace la guardia a un rincón especialmente iluminado: sus orquídeas. Tres, cuatro variedades; altas, altísimas y modestas; todas de una belleza pavorosa y aspecto de niños sensibles. Un poco más allá, uno de los responsables de la profesionalización de la orquídea nacional (Asociación de Productores y Cultivadores de Orquídeas de Argentina), Gustavo Ogata, descarga ejemplares seleccionados de su camioneta. “Si traigo y llevo plantas para ver si vendo, se estropean. Prefiero traer directamente el pedido y estar acá para recibir encargos o conversar con clientes”, explica, sin disimular la preocupación por la hora. Sus motivos tiene: resta volver a su finca, en San Miguel, para dedicarse a cuidar los cultivos, reparar lo que ha roto una tormenta, llevar su vida. Y recién son las siete de la mañana.
Gladys dice que sí, que en algún momento del día se duerme. “Te acostumbrás a tener esos horarios. Aparte, como es tuyo...”
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