SOCIEDAD
Un ciclo de cine para ver en una silla de ruedas y con mucho humor
Para la mayoría, fue volver al cine después de años. Los internados del Instituto de Rehabilitación Psicofísica lograron su propio ciclo para personas con discapacidades. Crónica de una función cargada con el humor de quienes pueden ironizar sobre su destino.
› Por Mariano Blejman
“¿Qué nos van a pasar, La Fuga?” preguntó entre irónico y escéptico uno de los internados del IREP (Instituto de Rehabilitación Psicofísica) cuando los médicos residentes del Servicio de Kinesiología, a cargo José Luis Díaz, le contaron la propuesta. Si hay algo seguro, es que nadie les gana a ellos en eso de hacer ironía con su propio destino. Y mucho menos cuando están todos juntos. “Nuestra idea es llevar a cabo un ciclo de cine para un grupo de enfermos que, por uno u otro motivo, no puede movilizarse normalmente y suelen hacerlo en sillas de rueda”, explica Nicolás Roux, un mentor de la propuesta. Buenos Aires, se sabe, no es una ciudad preparada si no es para caminarla por medios propios. La urbe aísla a aquellos que no pueden recorrerla y, de alguna forma, el cine es una forma de tenerla cerca, aunque sea en la pantalla. Nueve Reinas, el film de Fabián Bielinsky era la excusa perfecta. Página/12 compartió con un grupo de personas con discapacidades que esperaban ese momento de ver una película en pantalla gigante que, literalmente, hacía años no pisaban una sala de cine.
“Antes de pasar la película vamos a elegir el nombre del ciclo”, aconseja una de las médicas residentes a una sala repleta de hombres y mujeres en sillas de rueda, lugar que, pocos minutos atrás, sólo contaba con unos colchones y una limpia baldosa de gimnasio. Está claro: las sillas las trajeron ellos mismos. Entonces, los pacientes largaron al aire los nombres que no se le hubiera ocurrido al mejor de los cuentistas de humor negro. Que entre ellos se permiten, tal vez, para no sentirse devorados por los de afuera. “Cinelogía”, dijo uno tímidamente. “Cine sobre ruedas”, se animó otro. “Cine sin butaca”, grito uno más. Entonces comenzaron a reírse, con la desfachatez que sólo ellos pueden tener entre sí y aumentaron en sarcasmo: “Cinema paralítico”, estalló otro y las risas cómplices se hicieron sentir. “Ando rodando”, dijo otro. “Sol naciente”, matizó entonces una enfermera. Hasta que el último aprovechó e hizo un juego de palabras que fue aprobada, a mano alzada: “Cinestabilidad”. Y quedó. Algunos aplaudieron y fue prolijamente anotado en una pizarra.
Hay una ironía del destino en esa misma sala. El complejo, en Echeverría al 900, en Núñez, fue construido por Eva Perón en lo que sería la Ciudad de los Niños, que incluía un espacio para la proyección de cine, pero nunca pudo ser utilizada como tal. En 1956 la epidemia de poliomelitis lo transformó en hospital. Luego fue gimnasio. Ahora, por primera vez, la sala volvió a su función original con una película que descubre con un guión excelente el mundo de la calle porteña, que lleva la viveza criolla a su máxima expresión.
“¡Ahí...! justito ahí, es donde está el hombre que me lustraba los zapatos”, le comenta uno a otro en la oscuridad de la sala. El hombre que habla acababa de observar a Ricardo Darín y Gastón Pauls, los actores protagónicos, caminando por el túnel de la Estación 9 de Julio del subte B. Kurt Spangenberg mira a dos motociclistas que roban el maletín a los actores principales y dice “esa parte de la ciudad está muy cambiada”. Kurt es alemán. Está en el país desde hace 7 años. Varios meses atrás cayó por una escalera de espalda y tuvo una lesión en la médula. En el grupo lo conocen como un experto catador de cerveza y ginebra. “Eso se toma en el norte de mi país”, cuenta con acento marcado. “Que no lo vaya a agarrar el corralito”, dice otro de ellos que observa en la pantalla cuando Darín recibe un cheque por 450.000 pesos. Fue hace tan sólo dos años cuando el peso valía un dólar, no existían lecops, ni patacones y la escena era creíble.
“El cine es una linda distracción, porque aquí estamos bastante encerrados. Sin embargo, yo pensé que nos iban a decir que no”, confiesa Diego “el tano” Rouquaud, cuando explica que él fue uno de la idea, una tarde que conversaba con Nicolás Roux, médico residente. La vida del “tano” cambió un día en que manejaba su taxi y se le cruzó un camión de LaSerenísima. “Lo último que vi fue un cartelito que decía ‘La verdad láctea’.” Marcelo Paolucci asegura que una vez fue al cine desde que está en silla de ruedas, pero no quiso volver a intentarlo. “Uno siente un poco de vergüenza, por las miradas, por la incomodidad para moverse, en cambio aquí, entre nosotros estamos más contenidos.” Paolucci está hace cinco meses en el instituto, desde el accidente automovilístico. Horacio, en cambio, era periodista, trabajó en radio hasta el año pasado cuando le agarró una hemiplejía. Antes, dice, él mismo organizaba un cine-club. “Yo creo que sería bueno hacer cine-debate”, recomienda.
“Por nuestras características, nos dijeron los médicos, tenemos dos tipos de reacciones. Pasamos de la alegría y el humor, a la depresión”, reflexiona Marcelo. “Entre nosotros nos decimos ‘vení rengo’, ‘¡dale caminá!’, ‘vení corriendo’” se ríe de nuevo “el tano”. Entonces, conformes ya con la primera edición de un cine sin butacas, comenzaron a elegir las películas para el próximo miércoles. La lista de nombres es clarificadora: La Fuga, Cinema Paradiso, Cenizas del paraíso. Y en eso, antes de irse a dormir, uno de ellos detiene las ruedas de su silla, se rasca la cabeza y sentencia ante la mirada cómplice de los otros: “No, no... ¡ya sé! la próxima vez pasemos Nadie es perfecto”.