SOCIEDAD › OPINIóN
› Por Luis Niño *
El pasado 7 de abril, un joven de 23 años de edad, de quien sólo me interesa destacar aquí el nombre, Wellington, ingresó, portando dos revólveres, a la escuela municipal en la que había cursado sus estudios primarios una década atrás, en el barrio de Realengo, en Río de Janeiro, Brasil. Disparó con tales armas a mansalva, y mató a diez niñas y a dos niños de edades similares a la suya de aquel entonces. Poco después, rodeado por la policía, se suicidó en el mismo recinto.
Wellington no conoció a su madre biológica, quien, según pudo saberse, era psíquicamente anormal; fue adoptado por un pariente que ya tenía cinco hijos adultos.
En la escuela donde protagonizó los homicidios había sufrido lo que hoy se denomina bullying, vale decir, acoso por parte de sus compañeras y compañeros de estudios, a causa de su renguera y su carácter introvertido. Cuatro testimonios, de quienes hoy son, respectivamente, un empresario, un operador de telemarketing, un vendedor y un estudiante, dieron cuenta de que tal asedio incluyó episodios como colocarlo cabeza abajo dentro de un retrete y activar la descarga, arrojarlo en un cubo de basura del que sólo pudo emerger derribándolo por sus propios medios y todo tipo de tocamientos corporales.
Hasta el momento, sólo ha sido posible identificar una de las dos armas empleadas por Wellington. Se trata de un revólver calibre 32, provisto por un agente de seguridad privada sospechado de mantener vínculos con las milicias, grupos parapoliciales que controlan casi la mitad de las favelas de Río de Janeiro, además de registrar antecedentes por uso de documento falso, amenazas y tenencia de estupefacientes.
Habría mucho más que añadir a la hora de evaluar factores aleatorios, pero virtualmente convergentes, en el drama desatado. Por citar apenas otros dos, vale consignar el sensacionalismo de las agencias noticiosas nacionales y multinacionales, cuya repetición hasta el hartazgo de las escenas del atentado a las Torres Gemelas neoyorquinas, en siniestra contemporaneidad con los peores atosigamientos padecidos por Wellington en la escuela, habría generado en su inestable psique la obsesión por trascender de su mediocridad mediante un acto terrorífico, como lo recordó puntualmente una de sus hermanas por adopción; y la facilidad pasmosa con que aquel niño pudo adquirir en el mercado, para su maníaca contemplación, docenas de videojuegos con escenas de enorme violencia, en las que los máximos héroes resultan ser los peores villanos.
No pretendo arribar a una explicación integral para el tremendo episodio; muy por el contrario, intento bosquejar someramente el complejo –e inabarcable– raudal de elementos personales, familiares y sociales que acaban por precipitar una tragedia, en el seno de cualquier comunidad. Ello no obsta a que puedan advertirse falencias en la cobertura estatal del régimen de adopciones, en el sistema educativo, en las políticas de seguridad, tanto en materia de fiscalización de la integración y funcionamiento de las agencias privadas consagradas al rubro como en lo atinente al control del cumplimiento del estatuto de desarme promovido por la administración Lula a través de un referéndum, en 2005, pero bloqueado por los lobbies vinculados con el comercio de armas y municiones, entre muchas otras; sin olvidar las responsabilidades de tanto periodismo escrito, radial y televisivo que, al socaire de la deseable libertad de prensa, burla todo obstáculo, dando paso al desmadre crudamente mercantilista de sus patrones, en cualquier latitud.
Es, cuanto menos, verosímil que encarar lógicamente tales yerros y omisiones en las políticas públicas podría contribuir a crear condiciones más propicias para la prevención de ocurrencias de tal índole. Empero, las reacciones de ciertos funcionarios y las de la sociedad brasileña, mediadas, obviamente, por aquellas usinas de desinformación, distan de encaminarse por la senda de la cordura, a días de ocurrido el drama desencadenado por Wellington.
Marilena Chauí, notable filósofa paulista, pronunció sus reflexiones acerca del luctuoso evento en cuestión y respecto de la reacción de la opinión pública atizada por los medios masivos de difusión. En su disertación, brindada en la Facultad de Salud Pública de la Universidad de San Pablo, atinó a apostrofar: “La cultura brasileña tiene en su imaginario una concepción de representatividad política ‘teológico–monárquica’ que consiste en continuar concibiendo a las autoridades republicanas como representantes de Dios y no del pueblo o de la sociedad (jamás representados en este contexto). Lo veo en el modo como se ansía culpar a alguien por el descalabro de Realengo, por el modo como se reclaman providencias (divinas, ciertamente), por cómo se quiere saberlo todo respecto de lo que nos horroriza, cuando no hay saber ni palabras que lo expliquen como para exigir de aquellas autoridades que impidan hechos como éste”.
A la luz de la injusta persecución de que ha sido objeto el juez bonaerense Rafael Sal Lari, las palabras de la filósofa brasileña desnudan una deplorable realidad. Nuestras sociedades se asemejan grandemente en dos elementos de sendos imaginarios colectivos: la búsqueda instintiva de chivos expiatorios para los acontecimientos infaustos que jalonan la vida cotidiana, de cuya compleja génesis se ha hecho cita aquí, y el reclamo absurdo de una previsión concreta de tales sucesos, extraña por definición a la modesta dimensión de seres humanos que todos –gobernantes y gobernados– encarnamos.
El hecho de que, en función de esos dos componentes irracionales, se impulse el enjuiciamiento de un magistrado por haber interpretado y aplicado normas plenamente vigentes, comenzando por la Constitución y el bloque de constitucionalidad configurado por los tratados incorporados a esa ley fundamental, nos conduce a evocar uno de los pasajes de la Genealogía de la Moral, de Federico Nietzsche, quien sentenciaba: “Durante el más largo tiempo de la historia humana se impusieron penas... no bajo el presupuesto de que sólo al culpable se le deban imponer... sino, más bien, a la manera como todavía ahora los padres castigan a sus hijos, por cólera de un perjuicio sufrido”.
¿Retrocederemos hasta allí?
* Docente y magistrado.
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