SOCIEDAD › OPINIóN
› Por Fernando Halperín *
El recuerdo surge fácil en cuanto se lo invoca: es de noche, en el legendario Cabo Kennedy. Cálida y espesa noche de diciembre de 1998 en El Cabo; una sopa tropical, repleta de mosquitos que emergen de cada centímetro de tierra pantanosa. De este lado, cientos de periodistas y técnicos de la Comisión Nacional de Actividades Espaciales (Conae) y de la NASA, en unas gradas, como una hinchada de fútbol. Del otro, un contador gigante; un enorme reloj digital que marca la cuenta regresiva. Y más allá, la oscuridad, que apenas deja adivinar la silueta de los pastizales y el sonido insoportable de millones de insectos y ranas de las ciénagas infestadas de mosquitos y cocodrilos. A lo lejos, una especie de pequeño árbol de Navidad, bellamente iluminado, quiebra la noche. Es el transbordador espacial Endeavour alistándose para salir al espacio. Cerca de 60 metros de altura, casi como el Obelisco. Tripulado con seis astronautas, en su barriga lleva uno de los primeros módulos para la construcción de la Estación Espacial Internacional. Pero, también, un extraño e improbable invitado: nuestro satélite SAC-A, hermano mayor, por edad –pero mucho más pequeño por tamaño–, que el orgulloso SAC-D, que desde ayer orbita nuestro planeta, con su instrumento medidor de la salinidad de los mares.
El recuerdo vale, porque la inesperada y muy auspiciosa cobertura que hicieron anteayer los medios al lanzamiento del “satélite argentino” contrasta en un ciento por ciento con el centimetraje, en general escaso y marginal, que se les dedicaban a otros eventos espaciales que hicieron historia para la Argentina durante el último lustro de los años ’90. Ya que hablamos del SAC-D, ¿por qué no un pequeño tributo a sus hermanos mayores, satélites argentinos también, que costaron no sangre, pero sí sudor y lágrimas –a veces demasiadas e injustas– a cientos de científicos y técnicos argentinos?
Esos hermanos mayores fueron tres y en este orden: el SAC-B, el SAC-A y el SAC-C. El SAC-B, el primero, resultó una terrible frustración. Había llevado años de desarrollo y un trabajo descomunal en el Invap. Estaba preparado para medir diferentes radiaciones intergalácticas y explosiones solares. La NASA, que por un convenio surgido como “parte de pago” al país por el desmantelamiento del proyecto Cóndor II, proveía el lanzamiento gratis –un ahorro de millones de dólares–, había designado para llevar el SAC-B a un cohete que estaba casi en etapa experimental: el Pegasus XL, cuya particularidad era que se remontaba colgado del ala de un avión, como una bomba, hasta que en un punto encendía sus motores y salía al espacio. Pero el Pegasus falló. No el cohete, en realidad, sino los tornillos explosivos que liberan el satélite ya en el espacio. Así, el SAC-B jamás pudo abandonar la nave que lo transportaba. Y quedó allí, en su funda, sin estrenar, dando vueltas al planeta a la espera de una muerte inevitable y lenta para desesperación de quienes lo habían parido.
Para colmo, justo en esos días, los rusos pusieron en órbita el pequeño satélite argentino experimental Víctor-1, de sólo 30 kilos, desarrollado y construido en el Instituto Universitario Aeronáutico de Córdoba, en parte, por técnicos cesanteados del proyecto del misil Cóndor II y enemistados con la Conae. El Víctor-1 no tenía ni de lejos la complejidad del SAC-B. Pero para la Conae y el Invap, el episodio resultaba, además de doloroso, todo un bochorno.
Pero, entonces, llegó la hora de la revancha... y la adrenalina. La NASA hizo a la Conae un ofrecimiento que sonaba casi a premio consuelo por el satélite perdido y tenía inocultable sabor a mentira piadosa: si la Argentina era capaz de tener listo un pequeño satélite de 70 kilos en sólo once meses, había un boleto disponible en el transbordador espacial Endeavour para llevarlo al espacio. Esto era fantástico pero, a la vez, todo un problema y, digámoslo, una empresa casi imposible. El transbordador es la vedette de la NASA (o era, ya que está por pasar a retiro definitivo). No sólo porque se trata, quizá, del objeto más complejo construido por la humanidad, sino porque, además, lleva astronautas. Personas. Y la tripulación humana, justamente, exige normas de seguridad mucho más estrictas para los satélites que viajan en el transbordador, que se agregaban entonces al lógico desafío de desarrollar un satélite desde cero en menos de un año.
No sabemos si los norteamericanos creyeron realmente que un país en vías de desarrollo, como la Argentina, sería capaz de desarrollar en apenas once meses un satélite así. Pero la Conae y el Invap lo hicieron. Y tan bien, que allí estaba el SAC-A aquella madrugada de 1998, a bordo del Endeavour, haciendo olvidar a científicos y técnicos criollos el mal trago del SAC-B.
Cuando el contador del centro espacial marcó cero, en la madrugada de aquel 4 de diciembre de 1998, se desató una obra maestra del terror, la excitación, la ciencia ficción... todo junto. Una muestra brutal y maravillosa de la potencia de los elementos en manos de los hombres, porque las vibraciones del coloso tratando de abandonar el planeta, literalmente, sacudían el pecho. Y porque a duras penas podía mantenerse la vista en el transbordador, sin cegarse por las lenguas de fuego, un pequeño sol, que por unos segundos convirtieron la noche cerrada del Cabo en un atardecer.
Fue un momento cumbre para la tecnología “made in Argentina”. El SAC-A fue el primer éxito en serio para la Conae y el Invap que, entonces, ya trabajan en el SAC-C, un satélite de teleobservación de la Tierra, de media tonelada, que viajó al espacio en noviembre de 2000, en un lanzamiento calcado al del viernes: en un cohete igual que el que llevó al SAC-D, y desde la misma base de lanzamiento. La diferencia, además del tamaño del satélite, fue que, entonces, tanto en 1996, como en 1998 y en 2000, los hechos históricos se sucedieron en medio de la casi completa indiferencia por parte del gran público.
Lo del viernes, en cambio, fue apoteósico. El notable interés que despertó el satélite en los medios fue seguido por el comentario general del público –algunas personas incluso llamaban a las radios en medio del llanto emocionado–, que parecía descubrir, anonadado, que la Argentina puede de- sarrollar y construir satélites. Por eso, quizás, ese descubrimiento y ese interés que hoy entusiasma a quienes tratan de imaginar todo aquello que puede desatar una sociedad interesada por la ciencia, haya sido, al fin y al cabo, la verdadera novedad.
* Periodista.
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