SOCIEDAD › OPINION
› Por Adriana Puiggrós *
Anteanoche sufrimos todos los argentinos, incluso quienes entendemos muy poco de fútbol, durante el partido entre Argentina y Colombia. La pregunta repetida era ¿por qué?, ¿por qué el equipo argentino jugó tan mal si cada uno de sus jugadores está entre los más meritorios del mundo?, ¿cómo puede ser que Messi sea un genio en Barcelona y ande perdido por la cancha en Santa Fe? La respuesta también se oyó en las tribunas: no hay equipo, cada uno juega por su cuenta, no hay estrategia, del lado argentino lo único que hubo fue un arquero que atajó todas las que otros diez jugadores dejaron pasar.
Lo que le ocurre a un jugador que pertenece a un equipo extranjero cuando debe jugar en su seleccionado, a Messi en particular, es materia de psicólogos y de estrategas del fútbol, pero estamos ante un ejemplo precioso de que la meritocracia individualista no es un criterio suficiente para ganar los partidos. Ni en el fútbol ni en otros aspectos de la vida. En la educación para ir al grano, tenemos la situación chilena como ejemplo.
El modelo educativo chileno fue exhibido como un éxito absoluto por la derecha privatista y comprado sin conocerlo por muchos comentaristas. Lo comenzó Pinochet y lo culminó Lavín, actual ministro de educación y ex candidato a presidente por el UDI, la derecha pinochetista, aquel que perdió las elecciones frente a Michelle Bachelet. El plan que ha puesto en marcha, y que fue la única gota que faltaba para que los estudiantes y los docentes salieran a la calle en el mayor movimiento que hubo en el país desde la caída de la dictadura, se llama “Plan semáforo”. Consiste en profundizar el ranking de docentes y alumnos ordenándolos en los colores rojo, amarillo y verde de acuerdo con su rendimiento individual, y adjudicando a las escuelas el status derivado de ese ordenamiento. Se premia a los mejores con más financiamiento y se castiga con menos inversión a los que fracasan.
La idea de fondo es que el proceso de enseñanza aprendizaje es exclusivamente individual y que una educación de calidad debe dar por resultado una escala de mérito, que se corresponde directamente a cada sector social. No se entiende que una institución educativa no es una suma de individuos, como tampoco lo son la familia o el grupo social en tanto instituciones educadoras. Un grupo educativo debe constituirse en equipo, cada aula y cada escuela deben formar institución, con metas que vayan más allá de pasar la circunstancia de cada día, que es lo que parece que les ocurría a los jugadores argentinos, que expresaban en sus rostros, “cuándo se terminará esto”. Deben compartir planes, estrategias y una mística o un entusiasmo, como se lo quiera llamar, que son indispensables para organizar un trabajo que es necesariamente colectivo. Lograrlo requiere cambiar profundamente la organización del trabajo docente, reconocer que hay distintos roles que jugar en el proceso educativo, que hace falta tiempo para entrenarse, que no se puede cambiar cinco veces de cancha por semana; es decir que deben unificarse los cargos para que cada docente concurra a una o dos escuelas a lo sumo, se sienta en ellas como en su casa y no como jugador en cancha ajena. Que tenga el tiempo necesario para conocer a sus alumnos y que lo conozcan, es decir que se entable un vínculo pedagógico y humano. Son condiciones para que recuperen la escuela como el territorio que les es propio.
Si pusiéramos en una escuela a los once docentes evaluados como los mejores del país, sin estrategia alguna, sin que existiera entre ellos una concepción educativa en común, no lograríamos nada más que ese juego disperso, individualista, desplegado como en territorio ajeno, y necesariamente fracasado, que obtuvo anoche la Selección Argentina.
* Diputada nacional por el FpV, presidenta de la Comisión de Educación.
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