SOCIEDAD › PREJUICIOS Y ESTEREOTIPOS EN LA DEFENSA DEL ASESINO DE PEPA GAITAN
No hubo riña, no hubo discusión, apenas una muerte deliberada y en seco. Pero la defensa de Daniel Torres intenta construir en los tribunales de Córdoba una “lesbiana perversa”, atemorizante, donde hay una víctima. Un proceso que muestra los prejuicios de una sociedad.
› Por Marta Dillon
La construcción de la lesbiana perversa. Así, usando el título del libro de la española Beatriz Gimeno, podría resumirse la estrategia de defensa del abogado César Lapascua, representante de Daniel Torres, el hombre acusado de haber disparado a quemarropas contra Natalia “Pepa” Gaitán una tarde bochornosa de marzo de 2010. “¿Natalia era un mujer que daba miedo?”, insistió el defensor frente a los testigos, hasta que fue amonestado por el Tribunal de la Cámara Criminal de Séptima Nominación de Córdoba. Si había tenido muchas parejas, si le gustaba envolverse en riñas callejeras, si tenía aspecto amenazante. Las indagaciones de la defensa traslucieron una cantidad de prejuicios que circulan en la sociedad con la pretensión de explicar un disparo mortal que estalló sin que mediara una sola palabra entre el asesino y su víctima. Inaceptables y dolorosos son esos prejuicios los que funcionaron como motor del crimen. Aunque, claro, no deberían funcionar como atenuantes, sino como agravantes. Pero la ley antidiscrimintoria argentina todavía no contempla la discriminación por razones de orientación sexual o identidad de género para evaluar este tipo de crímenes, de crímenes de odio.
Daniel Torres es pareja de la madre de Dayana Sánchez, la última novia de Pepa Gaitán. Que él no toleraba esa relación es el primer argumento que aparece para explicar lo inexplicable: el crimen. Pero después de una semana de juicio es otra evidencia más profunda la que emerge: un rechazo visceral por quién era la Pepa, una deshumanización de su persona que le sirvió para aniquilarla y después retirarse tranquilamente de la escena del crimen como quien ha cumplido una misión. Algo que la madre de Pepa, Graciela Vázquez, resumió con su saber popular: “Usó un arma para matar animales y después la dejó tirada como un perro. Yo no eché a mi hija a la calle como a un perro, como hacen tantos padres y madres cuando tienen una hija lesbiana. Yo estoy orgullosa de haberla criado y acompañado. Pero me la mataron como a un perro, a lo mejor porque ella iba siempre de frente, nunca se ocultaba”.
¿Y quién era Pepa Gaitán? Una joven de 27, trabajadora social informal por pura persistencia de acompañar y contener a los niños y las niñas de su barrio, el Parque Liceo, un área humilde de la periferia de la ciudad de Córdoba. Y también una lesbiana orgullosa de encarnar una masculinidad diversa. Una masculinidad que expresaba cada vez que pedía que no la llamaran como Natalia porque ese nombre estaba sólo habilitado para su familia de origen. Ella era Pepa o Chori, sobrenombres que en Córdoba se usan tanto para varón como para mujer –en el club Belgrano de Córdoba, el club de los amores de Gaitán, juega La Pepa Reinaldi, por ejemplo– y les reclamaba a sus amigas que la trataran en masculino.
Pero ese orgullo de ser también se le volvía en contra. “Nosotros luchamos mucho con mi hermana en el barrio. Porque la discriminaban mucho. Ella se hacía querer muy mucho, era muy entradora la gorda –yo le digo la gorda de cariño, porque era una gorda hermosa–, pero tenía sus bajones. Su sueño era tener un trabajo en blanco y eso parecía imposible, porque la veían y listo, ya no la llamaban más. Uno quiere pensar que no es por eso. Pero yo trabajé en una empresa y empezaron a tomar mujeres para barrer el pasto después que lo cortaban en las veredas. Y le dije al jefe de mi hermana y me dijo que sí, que por supuesto. Y cuando la vio ya no la tomó. Me dolió tanto, porque fue en mi cara, que dejé de trabajar ahí”, dijo en su testimonio frente al tribunal Mauricio, uno de los hermanos de la Pepa.
Si una de las violencias más comunes contra las lesbianas es la invisibilización, la negación de su existencia –que también las margina de las políticas públicas, de las campañas de acceso a la salud de las organizaciones de la sociedad civil, que las recluye a una oscuridad impuesta: no importa cuántas veces una lesbiana salga del closet, al negarle su existencia o ponerla en duda, es devuelta a la falta de luz del closet– la masculinidad de la Pepa hacía evidente lo innombrable. “Por eso yo quise dejar en evidencia ese rasgo de su persona –dice la abogada querellante, Natalia Millisenda–; en principio hasta me había cuestionado la fiscalía por esto, como si fuera algo vergonzante. Pero es fundamental. Porque ella se hacía visible contra todo, aun a pesar de la violencia que sufría, y esto es todavía más revulsivo.”
Es que, como dice Beatriz Gimeno, la socióloga española autora de La construcción de la lesbiana perversa –donde analiza cómo se sentenció a una mujer por un homicidio que más tarde se descubrió que no había cometido, basando su culpabilidad en el hecho de ser lesbiana–, “las lesbianas nunca están con nosotros, sino siempre en otro sitio: en la imaginación, en las sombras, en los márgenes, escondidas de la historia, fuera de la mirada, fuera de lo imaginable, representadas siempre como un trágico error”. Y cuando se hacen presenten, se plantan frente al mundo y a los prejuicios, viven en libertad y sin ocultarse; ahí la violencia aparece para ponerles un límite.
Son las amigas de la Pepa, su familia elegida a través de los años, las que pueden graficar lo que significa esta doble identidad como lesbiana y a la vez masculina, tanto en la vida cotidiana como frente a su asesino. “Las chicas más masculinas siempre la pasan mal –dice Norma Yáñez–, porque nunca tienen trabajo, porque es como si los varones les tuvieran... no sé si miedo, pero sí bronca. Es como si sintieran que les están robando algo, desde las chicas hasta su lugar de hombres.” Norma fue pareja de la Pepa durante algún tiempo, de ese amor intenso quedó una amistad indestructible que ahora mismo la lleva a negar que la Pepa esté muerta. “Yo le sigo hablando, como si estuviera, ni siquiera pude borrar su teléfono de mi agenda. Es algo insoportable, porque si está muerta es porque un tipo no tuvo el coraje de medirse con ella a los golpes. Quería mostrarse superior y no se animó a fallar, por eso le disparó.”
Mauricio, el hermano de Pepa, también dejó en claro en su testimonio cuánto molestaba la presencia de su hermana frente a otros varones. “Siempre fueron los hombres en el barrio los que la insultaban y la trataban de machona. Porque además, como ella era tan entradora, tenía su levante y eso era como que molestaba más, como que no tenía derecho a eso.”
Daniel Torres, el acusado, se negó a declarar cuando tuvo la oportunidad al comienzo del juicio oral. Pero varias testigos relataron cuál era su relación con la Pepa. Mientras ella le consiguió trabajo en la Asociación Civil Lucía Pía, que lleva adelante la familia Gaitán, buscaba complicidad con ella. Según el testimonio de su mejor amiga, Gabriela Cepeda, “él dijo un día que la entendía porque a él también lo calentaban las hijas de su mujer, pero la Pepa le paró el carro, no entraba en ese tipo de conversaciones”.
Pero esa complicidad, ese tono de machos que se codean, se terminó cuando las mujeres de la familia de Torres quedaron prendadas de la personalidad de Pepa. No sólo Dayana, la que fue su novia, también Silvia, su madre. “Silvia estaba enamorada de Pepa, me lo dijo a mí y se lo dijo a todo el barrio –testimonió frente al tribunal Karen Herrera, también ex pareja y amiga de Gaitán–, por eso no toleraba que estuviera con su hija y cuando fue así la echó de la casa y le empezó a llenar la cabeza al marido.” En el mismo sentido declararon la madre de Pepa Gaitán y una vecina del barrio que presenció el momento de asesinato. La defensa, por su parte, quiso recontextualizar esos testimonios: “¿Pero entonces es cierto que antes del hecho tanto Torres como su mujer eran amigos de Gaitán?” Frente a las respuestas positivas, insistió: “Y si eran amigos evidentemente no la discriminaban, ¿verdad?” Pero el Tribunal pidió al abogado que no indujera la respuesta y desestimó esa intervención.
Mañana se cerrará la toma de testimonios y se espera que comiencen los alegatos. Para Natalia Millisenda será la hora de dejar en claro que es la lesbofobia lo que animó a Torres a disparar contra una mujer desarmada con la que ni siquiera había discutido ese día. Sabe que no será una tarea fácil porque ese odio contra las lesbianas, que tiene características propias pero que apunta contra cualquier lesbiana sólo por el hecho de serlo, suele ser tan invisible como las lesbianas mismas. De hecho hasta ahora, los medios locales que dieron cuenta del juicio parecieron copiar la estrategia de la defensa sin dar voz ni una vez a la fiscalía o a la querella. Aunque no hubo riña alguna entre Torres y Gaitán, en La Voz del Interior se publicó una página completa con el título: “Detalles de una riña que terminó en homicidio”.
En Córdoba, más allá de que pueda demostrarse la lesbofobia o que el Tribunal lo considere más allá de los efectos penales concretos, este crimen sirvió y sirve para dar una discusión sobre los alcances de la lesbofobia y sus manifestaciones que se multiplica en mesas de debate, documentales y pintadas callejeras que ponen palabras donde antes hubo silencio. Manifestaciones que le sirvieron al abogado defensor, César Lapascua, para pegarse un faltazo a las audiencias el día jueves, con el pretexto de que “temía” salir de su casa porque había manifestantes: grupos de activistas lesbianas que llegaron desde distintas partes del país para solidarizarse con la familia. Por supuesto fue sancionado por el Tribunal, pero la discriminación volvió a nombrarse, a su manera, en la sala donde se juzga al asesino de Gaitán.
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