SOCIEDAD › OPINION
› Por Mariana Carbajal
La noticia conmociona. El delegado del Inadi en La Rioja, dirigente del socialismo local, está preso, acusado de rociar con alcohol y prender fuego a su esposa, Ana Carolina Morales, embarazada de cinco meses, y con quien ya tiene un hijo de un año y medio. La mujer, de 30 años, sufrió quemaduras de segundo y tercer grado en el vientre, antebrazos y manos, entre otras partes de su cuerpo. Está internada en un hospital en San Juan, recuperándose. El parte médico señala que su cuadro es “estable”. Ana Carolina se está recuperando y pudo contar la horrorosa escena, a diferencia de Wanda Taddei –quien fuera pareja del baterista del grupo Callejeros– y de tantas otras víctimas de femicidios, muertas como consecuencia de las quemaduras causadas por sus parejas o por las otras formas que adquiere la barbarie machista. Escuchar el relato de Ana Carolina estremece: “Quiso matarme. Me lo dijo varias veces... me bañó con alcohol. No vaciló ni un minuto. Me prendió fuego”, describió quebrada, entre lágrimas, en una entrevista con la radio FM Fénix de La Rioja. ¿Qué horroriza más? ¿Que Lucero fuera funcionario público, a cargo de la delegación local del organismo encargado de combatir las distintas formas de discriminación que abundan en la sociedad, entre ellas la discriminación hacia las mujeres, caldo de cultivo de la violencia de género? ¿O que su esposa hubiera hecho denuncias previas contra él en la policía provincial por malos tratos, sin que fueran tenidas en cuenta para protegerla de lo que ella seguramente advirtió que podría suceder(le) más adelante? Ana Carolina contó que ya había tenido agresiones “varias veces”, “con amenazas de muerte”. Y que hizo denuncias contra Lucero.
Al parecer, el funcionario tenía otras denuncias en su contra. Si el Inadi estaba al tanto de que Lucero tenía causas abiertas en la Justicia por incumplimiento de la cuota alimentaria con relación a otro hijo al que no habría reconocido de una pareja anterior, no debió designarlo. O tendría que haberlo separado del cargo hasta aclarar el asunto –que es grave–, si había tomado conocimiento del tema luego de su nombramiento. Del mismo modo en relación con las acusaciones que pesan sobre Lucero en tribunales de “promoción de la prostitución”. Dicho esto sugiero tratar de dejar de lado los posicionamientos políticos partidarios para mirar el caso.
En un territorio con reminiscencias feudales como La Rioja, la oficina del Inadi prometía aire fresco: era tal vez el único organismo público situado en la provincia desde donde se hablaba con un discurso de “género” y se defendía la “diversidad sexual”. Desde esa delegación se había repudiado al propio gobernador Beder Herrera cuando en diciembre de 2010 se refirió en forma despectiva a los bolivianos, mencionándolos como “chinos truchos”. A algunas coberturas periodísticas –provinciales y nacionales– parece importarles más si Lucero era afín al kirchnerismo –y por eso prefieren hablar de “escándalo”– que reflexionar sobre el caso.
El punto no es si Lucero apoyó la candidatura de CFK desde una alianza de izquierda o si estaba enfrentado al mandatario provincial. Hombres violentos, lamentablemente, hay en todos lados. Los hay en los claustros universitarios, en las fuerzas de seguridad, en el periodismo, en las cúpulas empresariales, en ámbitos judiciales, obreros, de desocupados. Y en la función pública y la política. La violencia de género no discrimina por sectores sociales. Hay hombres violentos con altos, medios y bajos ingresos. Como señala Graciela Ferreria en uno de sus libros, los maltratadores no son fácilmente reconocibles y no responden a un perfil concreto (alcohólicos, enfermos, locos, impulsivos, etc.); en la mayoría de las ocasiones tienen una buena imagen pública, son incluso seductores y es en el ámbito privado donde se sienten legitimados para ejercer la violencia (Hombres violentos, mujeres maltratadas. Aportes a la investigación y tratamiento de un problema social. Buenos Aires, Sudamericana, 1995).
El punto es investigar qué sucedió con las denuncias que hizo Ana Carolina y que no fueron escuchadas y no generaron un dispositivo que podría haberla protegido para evitar que terminara en una sala de un hospital con el 30 por ciento de su cuerpo quemado. No debemos permitir que haya otra mujer que pida ayuda para salir del círculo de la violencia machista y no la reciba. La mirada debe ir más allá de este caso. ¿Qué respuestas da el Estado en La Rioja (y en otros lugares del país) para proteger efectivamente a las mujeres víctimas de violencia machista?
Ana Carolina está internada desde el 17 de octubre. Dos días después, el 19, Ramona del Rosario García, de 43 años, fue muerta a puñaladas en el interior de su casa, en el barrio Virgen del Valle, de la capital riojana. La policía buscaba a su marido, Roque Alejandro Carrizo, de 49 años, como el autor del femicidio. A los cuatro días lo encontró ahorcado: se había suicidado, al parecer, después de asesinar a su esposa. La prensa local destacó que el 23 de septiembre, es decir, casi un mes antes, Ramona lo había denunciado por malos tratos en la comisaría 3ª. Ni la policía, ni la Justicia, ni ningún otro estamento público protegió a Ramona.
El país cuenta con una muy buena ley contra la violencia hacia las mujeres en todos los ámbitos de sus relaciones interpersonales, sancionada en 2009 y reglamentada en 2010, que obliga al gobierno a elaborar un plan nacional para prevenirla, sancionarla y erradicarla. En distintos sitios de la Argentina es posible encontrar políticas sectoriales contra la violencia de género. Pero es urgente que se articule una política nacional en todo el país, que incluya un trabajo serio con las nuevas generaciones para combatir el machismo, y para que no haya que vivir en la ciudad de Buenos Aires para contar, por ejemplo, con una brigada especializada que concurre al domicilio cuando la víctima pide ayuda, o para ir a denunciar, o para buscar asesoramiento en una oficina como la que funciona en la Corte Suprema, frente al edificio de Tribunales.
La Argentina es extensa. Las respuestas para enfrentar el problema, como en otros, son diversas. Y a veces no hay ninguna. Hay provincias donde las mujeres están más desprotegidas que en otras. En algunas comisarías de localidades rurales ni siquiera toman las denuncias por violencia de género. Hace poco me tocó socorrer a una joven correntina que trabajó hace algunos años en mi casa y un día me llamó desesperada pidiéndome que la ayudara: en su pueblo, a 100 kilómetros de la ciudad de Corrientes, no le tomaban la denuncia por las amenazas que le venía realizando su pareja –un empleado municipal– con quien convivía. Las amenazas empezaron cuando ella le planteó que quería separarse y terminar la relación. La joven tenía mucho miedo. El le decía que la iba a matar si lo dejaba. En su pueblo no encontró una oficina que le diera asesoramiento para enfrentar la situación. Tuvo que ir hasta la capital provincial para que le dijeran cómo debía actuar, después de que logré ubicar un lugar preciso para derivarla, a partir de numerosos llamados a referentes en la temática. No era información a la que pudiera acceder fácilmente cualquier mujer en Corrientes. El día que la joven tenía prevista la mudanza, un domingo por la mañana, llegué a llamar a la comisaría local e increpé al oficial de turno, para que le tomaran la denuncia y la protegieran cuando ella sacaba los muebles y sus pertenencias de la casa, ante mi desesperación por sus llamados angustiados. Ella lo único que recibía de los efectivos policiales era indiferencia y comentarios machistas. Y estaba aterrada.
Un moretón, una amenaza, un grito destemplado, son señales que no pueden desestimarse. Se corre el riesgo de llegar tarde. Para que no haya más Ramonas ni Anas Carolinas.
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