Mar 17.01.2012

SOCIEDAD  › EL REGRESO DE LOS SOBREVIVIENTES

Salvarse nadando

Sola en lo alto del buque escorado, sin ningún Leonardo Di Caprio que la ayudara a salvarse, ella saltó a las heladas aguas del Mediterráneo. Se sobrepuso al espasmo inicial y se lanzó a nadar, en la noche cerrada, escuchando tras de sí los crujidos, temiendo que el crucero Costa Concordia terminara de capotar y la arrastrara en su remolino. Nadó. Como si la cálida voz de Di Caprio le hubiera susurrado qué hacer para salvarse, ella no se había quitado los zapatos para no destrozarse los pies al acercarse a la costa. Y logró llegar. Despellejándose los dedos trepó a una roca redonda, resbaladiza. Se echó de espaldas, a salvo, pero la angustia de no saber dónde estaban sus hijas todavía no la dejaba respirar bien. La protagonista de esta versión de Titanic es una jueza mendocina de 72 años, llamada María Inés Lona. Sus hijas, que habían conseguido lugar en los escasos botes de salvataje, también sobrevivieron. A diferencia de la protagonista de la célebre película, la magistrada anunció que hará juicio a la empresa del crucero, ya que “el capitán estaba enfiestado con chicas y alcoholizado”.

“Habíamos subido al barco a las seis de la tarde –empezó su relato María Inés, titular de un juzgado de menores en Mendoza–. A las nueve cenamos y subimos a nuestra suite, en el puente 11, el más alto.” Un barco de crucero es comparable a un inmenso, laberíntico edificio de departamentos y cuando, a las 21.30, se cortó la luz en el Costa Concordia, la oscuridad fue total. María Inés viajaba con sus hijas María Silvina, de 41 años, y María Valeria, de 36, también juezas. María Silvina llevaba el andador que, por un accidente automovilístico, necesita para movilizarse.

Lo peor, según ellas, fue el engaño: “Durante 40 minutos, todo el tiempo, el parlante decía que había un problema técnico, que esperáramos”. Pero, cuando el barco se fue inclinando hasta los 80 grados, la mentira se hizo evidente y todos los pasajeros se lanzaron a salvarse. Para ellas se trataba de un descenso de siete pisos, por escaleras invertidas como en las pesadillas. Las tres Marías se separaron: María Silvina, inútil el andador, fue llevada a hombros de un empleado oscuro y valeroso, de origen indio, que le cedió su chaleco salvavidas y la dejó junto a un bote. Allí un pasajero se apiadó y le hizo lugar. María Inés y María Valeria fueron separadas por la oscuridad y el tumulto. La hija logró sitio en un bote pero la madre, de 72 años, quedó varada en la panza invertida del barco.

“Eramos unos 80 allí. No apareció ningún oficial y los botes ya no llegaban. Entendí que el barco podía darse vuelta del todo y chuparme: me tiré –contó María Inés Lona–. El agua estaba muy fría, pero nadé.” ¿Cuánto nadó? “No sé. Sesenta metros, doscientos metros. Yo sentía los crujidos del barco atrás mío. Tenía puesto el chaleco salvavidas y no me había sacado los zapatos porque pensé que el fondo debía ser pura piedra, y fue así. En la costa había rocas. Trepé, con las manos y los pies. Tenía mucho frío. Estuve como una hora hasta que me encontraron, y a las dos horas pude abrazar a mis hijas. Ellas creían que yo me había ahogado.”

Nadadora pero ante todo mujer de ley, la jueza Lona anticipó que “iniciaremos juicio a los organizadores del crucero”, entre otras causas porque “varios pasajeros testimoniaban que el capitán estaba ‘enfiestado’ con chicas y tomando alcohol”.

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