SOCIEDAD › LOS QUE PONEN EL DESPERTADOR TODOS LOS DíAS PARA REUNIRSE EN EL MUELLE DE GESELL
El ritual es casi exclusivamente masculino y se repite en forma cotidiana, a la madrugada y luego a la noche. Tanta constancia tiene premio: corvinas y bagres en abundancia. Admiten que la actividad es como un vicio.
› Por Soledad Vallejos
Desde Villa Gesell
Corre el viento, cayó la noche, de todos lados van llegando nubes oscurísimas que hacen temer lo peor. En el extremo más alejado del muelle, mientras eligen si apilan o devuelven al mar los pescados según sean plateados, grises, casi transparentes, grandes, chicos, prometedores o mil cosas más, unos veinte varones apenas si miran de reojo. Aquí, quien no porta caña o caja de pesca o chaleco o gorrito especializado o cualquiera de esos implementos, cae inmediatamente en la extranjería. Toman mate y miran la penumbra que se abre alrededor, el mar. Los presentes hablan poco, o parece, en una de ésas, porque el ventarrón que revuelve el pelo se lleva las tanzas, las palabras, lo que encuentra. Por eso uno de los pescadores deja la baranda para acercarse a la zona de mesadas, cerca del ingreso. El avispero, esto es, el grupo de pescadores que todas las noches de todos los eneros se encuentra caña en mano aquí, refunfuña chuceadas ad hoc, pero alcanzan tres segundos, dos zancadas y algunas carcajadas para que el provocador huya, so pretexto de que algo tensiona su caña y, nunca se sabe, puede ser la pieza de la semana. “¿Sabés qué pasa? Todo esto empezó acá –dice Arnaldo, contador, el gorrito asegurado con ganchitos que salen como cables cyborg de una campera amarillo antitodo–. Hace casi cuarenta años que hacemos esto. Nos conocimos pescando en el muelle de Villa Gesell, y algunos de cuando todavía no había muelle. Imaginate.”
Que la imaginación tiene límites queda clarísimo cuando Arnaldo cuenta las reglas tácitas del pequeño, informal, club de amigos que se forma hacia adentro del Club de Caza y Pesca de la Villa, del que todos son socios aunque residan en Buenos Aires durante el resto del año. El, por ejemplo, se levanta “a las seis menos cuarto de la mañana, paseo las perras, paro ahí, en las torres, y vengo acá. Entre seis y ocho de la mañana estamos todo el grupo. A la noche otra vez”.
–¡Mirá qué linda corvina está saliendo! –acota Guido, de Bernal, pero “con casa acá desde cuando no había nada”. Está desbordado por la admiración de eso plateado que se contorsiona en el extremo de una tanza ajena.
–¡Ah, muy bueno! ... Che, ¿y encarnás con camarón? Ah, mirá...
El objeto de admiración pasa prontamente a archivo, a un rincón oscuro en el que se contorsiona un rato más, mezclado entre bagres que boquean y boquean, porque “son duros de matar, ves, podés estar horas y aunque intentes matarlos para que no se ahoguen siguen vivos”, explica Gustavo, de profesión constructor.
La mañana, a pesar de los madrugones, del frío inevitable que hace en ese limbo sin luna ni sol, “es linda”. ¿Es un vicio la pesca entendida así? “Claro.” ¿Son vacaciones poniendo el despertador para encontrarse aquí antes del alba? “¡Obviamente!” Aunque el resto del año, en Buenos Aires, se vean socialmente, solos y con sus familias, aunque también allí mantengan vivo el espíritu de la pesca a fuerza de salidas especiales y encuentros a la vera del Río de la Plata, la pesca de verano en Gesell tiene otro atractivo. Por algo es lo primero que hacen en la mañana y lo último, a excepción de la cena, en la noche. “Pero ahora es mejor, eh. Sí, cuando baja el sol, no sé por qué, el pescado se anima más, viene a la costa. Y mirá cómo son las cosas, que esta temporada hay corvinas grandes, cosa que hace años no pasaba.”
Diez minutos alcanzan para imaginar una enciclopedia de pesca gesellina: a fuerza de cañazos emergen corvinas, bagres, pejerreyes, más bagres, algún “cazoncito”. Este año falta la pescadilla, dicen, pero sigue habiendo rayas (como la que en un ratito estará aleteando, bajo la mirada atónita del adolescente que la pescará, sobre el muelle), brótola. El desfile de especies se multiplica, mientras Guido se calza la gorrita del Club de Caza y Pesca para volverse, aunque no sin pedir “poné esto, decile a Verbitsky que la semana pasada aparecieron pescados boqueando acá, como que faltaba oxígeno en el agua, porque feo sabor no tenían... Los comí, sí, estaban bien. No afectaba a la carne eso”.
–¡Bien, Miguel, bien, por fin pescaste algo! –grita Arnaldo cuando el susodicho Miguel, director de escuela, “¡imaginate!”, se acerca con una pieza vivaracha colgando de la caña.
–Ya sabés: parrilla sin molleja. Y ahora Miguel elige el vino, el más caro –susurra Gustavo al acercarse a Arnaldo para chucearlo, por enésima vez en la hora, porque no tiene remilgos ante la cámara de Página/12.
Va llegando la hora de la comida y van a tener que volver, porque “si no se arma” en sus hogares, porque “no hay permiso”, porque es así y de todos modos se verán una vez más dentro de unas horas, en la madrugada. Pero queda claro que, “no sé por qué, la pesca es un deporte de hombres”.
Ya en la mañana, cuando fotógrafa y cronista pasen de nuevo por el muelle, habrá asistencia completa. Entonces Felipe, el ausente de la noche anterior, gritará “¡Los galanes del muelle en plena conquista!” para que Guido, presa de mareos por dolor de cervicales, retruque: “La conquista del desierto”. “Che, ¿hoy qué día es?”, preguntará Arnaldo. “El día menos pensado”, dirá Gustavo.
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