SOCIEDAD › OPINION
› Por Norma Giarracca *
Las poblaciones de Chilecito y Famatina de La Rioja están acostumbradas a mantenerse en estado de alerta para impedir el paso a la actividad minera a cielo abierto. En 2007 creyeron tener el apoyo del entonces vicegobernador Luis Beder Herrera que, una vez que logró el golpe palaciego para destituir al gobernador, mostró sus verdaderas intenciones promineras. Desde entonces no ha hecho más que borrar con el codo lo que decía en sus momentos de apoyo al movimiento asambleísta. Situación que indigna no sólo a estas poblaciones sino a un mundo por donde circulan esas famosas imágenes en forma de documental, videos, etc. Una vergüenza para la ansiada democracia del país.
Por este motivo, la pueblada que se lleva a cabo en “el corte” de Alto Carrizal, a siete kilómetros de Famatina, se empeña pacífica pero tenazmente en no dejar pasar a la Osisko Mining Corporation, la nueva empresa canadiense que aun sabiendo estas historias (dada la nacionalidad argentina de su cara visible), insiste en cumplir con un convenio que firma conociendo que no logrará la licencia social de la comunidad, necesaria para comenzar sus operaciones. La mentada licencia social la deben dar las comunidades que rodean los emprendimientos y lo establece una ley nacional y pactos internacionales que involucran instituciones de las Naciones Unidas (“responsabilidad social empresarial”).
Después de lamentables episodios de “espionaje”, de manuales de procedimientos que rozan la ilegalidad encontrados dentro de materiales olvidados por representantes de Osisko, desde el 2 de enero el pueblo de Famatina y parte de Chilecito, acompañados por cientos de personas de distintos lugares, decidió cortarles el paso al cerro Famatina. El corte se fue convirtiendo con los días en una verdadera comunidad en estado de alerta. Su finalidad tiene la contundencia de quienes saben muy bien cómo desean vivir, de quienes no creen en los recurrentes “mitos” que la actividad minera intenta instalar (desarrollo, trabajo, etc.); de quienes tienen sobradas razones para no tener expectativas positivas en relación con sus representantes provinciales.
Quieren una vida digna, quieren mantener el agua para la vida, es decir para las agriculturas de alimentos y para el consumo humano. Quieren mantener una rica cultura donde la naturaleza, magnífica por cierto, tiene un papel central. Son culturas atravesadas por una fuerte religiosidad, sincretismos de pasados indígenas y de tantas tradiciones como capas migratorias tuvo la provincia. Los dos departamentos, de Chilecito y Famatina, aun con el deterioro sufrido a partir de la política clientelar de subsidios de Carlos Menem (que se sostiene en la actualidad), mantienen una agricultura de alto valor en términos de alimentos e incluso de exportación en el caso de la vitivinicultura. Las denominamos “agriculturas de alimentos” para diferenciarlas del modelo del “agronegocio” granario y deberían constituir un pilar en el Programa Estratégico Agroalimentario. Además, confían en lograr emprendimientos turísticos de alta calidad cultural y en Famatina tienen todo a su favor: un intendente que los representa y apoya, unos paisajes únicos, unos sujetos capaces de emprender varias actividades económicas interesantes (agricultura y turismo a la vez, por ejemplo). Representan como tantas otras en el país, pequeñas ciudades de servicios alrededor de la dinámica agraria y en parte turística, donde los maestros, médicos, profesionales están inmersos en esa cultura; la gran mayoría valora esta forma de vida. Es un importante derecho social de cuarta generación: elegir comunitariamente una “política de vida”, cuidar el medio ambiente, por ejemplo.
El “corte”, ese lugar en el Alto Carrizal, es una de esas experiencias sociales que marcará la historia regional pero también la nacional. El modo en que fue creciendo, organizándose, generando energías colectivas, debates, música, así como la producción de esa vida comunitaria que desdice los principales mitos individualistas del neoliberalismo, lo convierten en un verdadero “campo de experimentación social”. Están dispuestos a permanecer allí hasta que la empresa desista. La empresa calla, su contraparte nacional dice que “entrarán sí o sí” en una formulación amenazante, y las autoridades provinciales “brillan por su ausencia”.
¿Es posible que el poder económico se enfrente a pueblos enteros con el visto bueno del estado provincial? El mínimo sentido común nos hace pensar que esto no es posible excepto por esta metáfora que alguno de los que nos dedicamos a estudiar estos temas utilizamos: la actividad extractiva devasta y erosiona territorios pero también instituciones de la democracia. Por último, la minería a cielo abierto en funcionamiento se lleva todo –oro, agua, energía, etc.– y deja muy poco al país, muy mal negocio en términos de costos y beneficios.
* Socióloga, Instituto Gino Germani (UBA).
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