SOCIEDAD › EN EL JUICIO, SUSANA TRIMARCO ACUSó AL EX GOBERNADOR DE TUCUMáN
La mamá de Marita Verón declaró ante el tribunal que juzga su desaparición. Fue un testimonio duro y fuerte. Contó el derrotero de la búsqueda de su hija, señaló las responsabilidades de los acusados y cargó contra el poder político provincial de entonces.
› Por Marta Dillon
Desde San Miguel de Tucumán
“Yo no voy a derramar una lágrima más. Yo voy a buscar. Gracias a Dios tengo fuerza e inteligencia y sé lo que quiero. ¿Quiénes son ellos para destruir mi vida? ¿Quién es la Chancha Ale para tirarme los autos encima? Dos veces me quisieron matar. ¿Y saben qué hice? Les tiré con un ladrillo en la luneta del auto que me había golpeado en la cadera gritando ¡no te tengo miedo! Porque no tengo miedo. Yo me voy a enfrentar así, chiquita, bajita como soy. Yo no me voy a callar. No sé por qué Tucumán no se anima. ¿Qué pasa, señores? Micaela está esperando a su madre. Es una nena que creció en mis brazos, enfrentando a las mafias conmigo. Yo busco a mi hija con vida. Pero si está muerta, quiero los huesos de mi hija. Que me digan dónde está. ¿Por qué no me lo dicen?” En primera persona, desde la soledad del estrado, Susana Trimarco acusó. Como lo hizo Emile Zola a fines del siglo XIX, como lo hizo Pablo Neruda a mediados del XX. Como lo hicieron otras y otros, Susana Trimarco acusó.
Diez años de búsqueda y denuncias sostuvieron su voz. Diez años de descubrimiento de una realidad subterránea y a la vez señalada por esas luces rojas de las que todos y todas somos testigos. Susana Trimarco, la mamá de Marita Verón, desaparecida el 3 de abril de 2002, acusó a proxenetas y funcionarios. Dijo sin un atisbo de duda que “(el ex gobernador Julio) Miranda es un atorrante que metió a las mafias en la Casa de Gobierno”. Acusó a la indiferencia social y al crimen que se organiza enhebrando esos cabos sueltos que ella nombra. Lo hizo de la manera en que pudo. De a ratos desorganizada, de a ratos conmovida; sin soltar una lágrima. Con la única certeza de que no es sólo condenas, ni siquiera justicia lo que busca. Ella busca a su hija.
El silencio en la sala se le hizo esquivo. Los acusados no toleraron las alusiones directas. Interrumpieron, se pusieron de pie. Fernando José “Chenga” Gómez, incluso, pretendió romper el acuerdo con su abogado defensor. “¡Queremos hablar!”, dijo, aunque nadie lo había invitado, mientras su hermano, José Gonzalo “Chenguita” Gómez, se superponía: “Nosotros también tenemos hijos”.
La situación se descontroló más de una vez entre las protestas de los abogados y los llamados al orden del presidente del tribunal. Sólo fue combustible para la acusadora, que no estaba dispuesta a perder esta oportunidad de hacerse escuchar a sabiendas de que su voz iba a trascender los límites de la sala del juicio.
Trimarco empezó contando la historia de su familia. Su amor adolescente con Daniel Horacio Verón, su matrimonio a los 21, el nacimiento de Daniel Horacio (h) y María de los Angeles, la crianza católica, la dedicación exclusiva que tuvo hacia ellos en los primeros años, la vuelta al trabajo como empleada en la Legislatura provincial y más tarde en la Municipalidad de Yerba Buena y el perfil de cada uno de sus hijos. “Mi marido amó a sus dos hijos como yo los amo, pero Marita para él era algo especial. Se querían muchísimo. Marita fue como es Mica –nieta de Trimarco, hija de Marita–, una mente brillante, jamás me dijo que no entendía algo. Le gustaba escribir, era admiradora del Che Guevara. A su padrino y a su papá les pedía que le regalasen libros. Tenía un carácter muy fuerte.”
El relato sobre cómo los hermanos Verón se aliaron para contarle que Marita había quedado embarazada de su novio, la preparación para la llegada de Micaela; la vida cotidiana de una familia de provincia, conservadora y hasta un tanto prejuiciosa –sobre todo cuando Marita presentó a su novio, David Catalá, “un muchacho con menos aspiraciones que mi hija”–, tomó las dos primeras horas de la mañana. Impecable en su aspecto, como siempre, Susana Trimarco fue acercándose en su relato al último día en que vio a su hija. “Nosotros cumplíamos 24 años de casados el 2 de abril de 2002, pero como el feriado se había pasado al día anterior lo festejamos el 10. Marita me hizo comida árabe, yo la fui a buscar a su casa porque iba a pasar el fin de semana en la mía con David y Micaela. Y ella el martes iba a aprovechar para ponerse el famoso DIU en la Maternidad Central por sugerencia de su vecina, la enfermera Patricia Soria. Esta mujer insistía mucho con que vaya, que no se olvide, esa mujer nunca me gustó, era muy metida. Ese mismo día que la fui a buscar me habló mal de David, que le gritaba a mi hija, que se hacía el señor. Pero Marita después me lo desmintió.”
Sobre esta enfermera, Susana Trimarco dejó expuesta una sospecha (ver aparte) que no se investigó en la instrucción. Es que esa maternidad, muy cerca de la casa donde todavía viven Trimarco y su nieta Micaela, es el destino del que Marita nunca volvió. “Fue primero el martes 2 de abril de 2002 y volvió enseguida. Le llamó la atención porque Soria le había dicho que tenía un contacto que había resultado ser un personal de limpieza ligado al gremio de sanidad. Este hombre le presentó a un médico que la revisó, la mandó a pedir un turno para un Papanicolau y resulta que cuando pide el turno le dicen que vuelva al día siguiente con el documento porque se lo tenían que sellar. Mi hija no era tonta, le pareció raro y me lo comentó, decidió que iba a ir de todos modos, pero no llevó el documento. Solamente tenía encima cinco pesos que me pidió al salir.”
El 3 de abril de 2002 salió sin que la viera su hija Micaela para no dejarla llorando. Lo último que le pidió a su mamá fue que “cuando fuera al centro trajera tintura para el pelo así nos la hacíamos las dos a la tarde. Me prometió que me esperaba con el almuerzo”. Esa conversación banal fue la última.
“Quiero contar con detalle, porque el detalle es importante”, dijo Susana de frente al Tribunal pero los años de impunidad se le vinieron encima y las acusaciones se deslizaron como una cascada por la garganta. La familia notó enseguida que algo pasaba. Esa misma tarde la buscaron en cada lugar donde podría haber estado. Golpearon la puerta de Soria, fueron a buscar a Ardiles, su contacto en la maternidad. Recorrieron hospitales, casas de amigas, de parientes, de conocidos y de conocidos de conocidos. Cuando Micaela se durmió llorando pidiendo por su mamá, hicieron la primera denuncia en la Comisaría Séptima de San Miguel de Tucumán. No tuvieron éxito. Faltaba papel, dijo, y tinta para la máquina de escribir, pero sobre todo faltaba voluntad para tomar una denuncia por una mujer mayor de edad a la que le habían perdido el rastro hacía menos de 24 horas. “Mi marido, Daniel, trabajaba para el diputado Gallo Gutiérrez y él le dice que vaya a Casa de Gobierno. Ese era el segundo día que faltaba. Ahí estaba el atorrante de (Julio) Miranda. Sí, el atorrante. Y lo voy a decir 50 veces porque él metió a las mafias en la Casa de Gobierno. Después apareció Julio Díaz, que era subsecretario de Seguridad. Y él me dice que lo van a hablar a Ruben Ale porque ellos tienen 3500 remises, tienen mejores armas que la policía y tenemos convenio para que sean veedores de la ciudad. ¿Pero si yo de chiquita sé que están en todas las mafias? ¿Cómo iban a buscar a mi hija? Me convencieron, pero empecé a ver cosas raras. Yo le pedí al Estado y ellos lo que hicieron fue poner un remís Cinco Estrellas por cada lugar por donde yo pasaba. Al tercer día la vecina recibe una llamada de alguien que dice que vio cómo la metían en un auto con la marca de esos remises, me crucé en camisón a atender pero habían cortado. Ahí yo empecé a denunciarlos. Y empieza esto del secuestro que yo no podía creer. ¿Quién podía querer secuestrar a mi hija? Al tercer día hablamos con el (comisario Jorge) Tobal porque había sido compañero de escuela de mi marido y porque veíamos cómo la policía nos ponía palos en la rueda. Me decían que a lo mejor se había ido porque quería, ¿con cinco pesos en el bolsillo? En esos días aparece Fernando Auteri, un conocido, que le dice a mi marido que Rubén Ale lo llamaba para que vaya a la remisería. El y la señora que está acá –en referencia a María Jesús Rivero– le dicen que me haga callar de alguna manera, que me cachetee si era necesario, pero yo no me iba a callar. Era tan estúpida que investigaba y lo que averiguaba iba y lo contaba en Casa de Gobierno, ¡pero la mafia estaba ahí!”
Susana ya no podía interrumpirse, las denuncias empezaron a sucederse, fue inútil que uno de los miembros del Tribunal le pidiera que ordenara su discurso. Ella tenía demasiadas cosas para decir. “Ese sinvergüenza del fiscal (Eduardo) Baaclini quiso desviar las cosas. Por los afichitos que pegábamos con la cara de mi hija vino una mujer que nos alertó de la pista de La Rioja, nos dijo que la habían vendido por dos mil quinientos pesos. Pero Baaclini hizo excavaciones ilegales en el fondo de mi casa queriéndome hacer creer que mientras yo estaba en el centro, David –pareja de Marita– la había matado y la había enterrado ahí. Nosotros insistíamos con La Rioja y aparece alguien que dice que estaba en La Ramada –a 30 kilómetros de la capital tucumana–; me dicen que la vieron, yo lo creo, agarro una mochila con ropa de ella, cargo la chiquita, la mamadera, y cuando llego ahí me encuentro al Ruben Ale haciendo circo con cuatriciclos y reflectores, haciéndose el gran héroe. Yo caminé por los cañaverales gritando ‘Marita, aparece, hija, aparecé, te estamos buscando’. Pero estábamos perdiendo el tiempo porque ya nos habían dicho que estaba en los cabarets de la Liliana Medina.”
Trimarco no pudo contener los calificativos hacia los acusados entonces. Fue inútil que ellos se pararan, ofendidos, que intentaran gritar por sobre la voz de la madre. “Acá se hacen la inmaculada Virgen María, pero yo vi los lugares que tienen estos proxenetas, yo vi lo que hacen. Ahora me están torturando con que está enterrada acá o allá. Yo rescaté a una chica a la que me llevé del lugar de la Medina en ropa interior porque como tenía 23 años la policía no la rescató. Ella me pidió llorando que no la dejara porque no iba a salir más. Dos meses durmió en mi cama esa chica muerta de miedo, con la luz prendida. Le dije que la iba a proteger, que era la mamá de Marita Verón. Ella la había visto, hasta me describió unas zapatillas a las que yo le había puesto un parche de gamuza, no lo podía inventar. Las víctimas dicen siempre lo mismo: Anahí Manacero, Paola Celaya, Patricia, Andrea, Pamela ¿todas mienten? No, yo lo sé, lo viví, lo palpé, a mí casi me violan por buscar información porque estos tratantes mafiosos no dicen nada, me tuve que hacer pasar por tratante yo también.”
Eran casi las dos de la tarde cuando se hizo el primer silencio de un discurso en el que el dolor y la bronca se trenzaron con las denuncias para delinear diez años de búsqueda. Si hubo golpes bajos, sólo aparecieron cuando Trimarco repitió lo que dicen los mensajes de texto que llegan a su celular con tenaz regularidad: “Puta, con lo que nos da tu hija estamos pagando a los abogados”, por ejemplo. No hubo lágrimas. La mamá de Marita Verón se obligó a no llorar desde que una de las víctimas que ella rescató le dijo que eso era lo que querían los captores de su hija.
“Por eso señores, jueces, yo lo que hago es buscarla. Porque si no ¿quién busca a mi hija? ¿La Justicia la busca?”, preguntó Trimarco como si lanzara un guante sobre el estrado. De inmediato se pasó a cuarto intermedio. Las sesiones seguirán hoy, cuando Susana Trimarco conteste las preguntas que podrán profundizar en cada uno de los pasos que ella siguió en estos diez años. Sobre cada una de las acusaciones que enunció, así bajita como ella misma se describe, acusaciones como piedras que tal vez empiecen a hacer tambalear al Goliat de la impunidad.
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