SOCIEDAD › OPINIóN
› Por Javier Auyero *
D. murió la semana pasada. Tenía 17 años. Se mató o lo mataron. Nadie sabe. Entró en la escuela donde enseña Flavia, la maestra de una escuela del conurbano, con la que colaboro en un proyecto de investigación desde hace algunos años. D. estaba desorientado, se cree bajo el efecto de alguna droga. En la escuela intentaron contenerlo. Llamaron al hospital para que envíe una ambulancia o un médico. Nadie vino. A la media hora, con claros síntomas de paranoia según quienes lo vieron, D. salió corriendo de la escuela; llevaba una gomera en mano con la que amenazaba a sus fantasmas. Después de una hora, el director de la escuela recibió la noticia de que D. había muerto. Se había ahogado en el riacho podrido y pantanoso que atraviesa el asentamiento lindero a la escuela. Dicen en el barrio que tuvo una pelea con unos vecinos, y que terminó en el río, estancado, y que no pudo salir. Lo velaron en su casa. Su muerte no se reportó en ningún diario.
Durante los últimos dos años hemos realizado observaciones y hemos mantenido innumerables conversaciones y entrevistas con los habitantes de tres barrios aledaños a la escuela donde trabaja Flavia y donde fue D. desesperado a buscar ayuda. Inicialmente nuestros objetivos eran determinar los efectos que las grandes transformaciones del neoliberalismo tuvieron en la vida cotidiana de los territorios urbanos relegados y evaluar los efectos que los esfuerzos actuales por aliviar la pobreza y la desigualdad tienen sobre la vida cotidiana de los más destituidos.
Junto a las carencias materiales (falta de ingresos suficientes para satisfacer las necesidades básicas) y de infraestructura (falta de pavimento, alumbrado, contaminación ambiental, ausencia de recolección de residuos, alcantarilla, etc.), una de las preocupaciones centrales en la vida cotidiana de los más desposeídos gira alrededor de los distintos tipos de violencia –delictiva, relacionada con el consumo de drogas, doméstica, policial, sexual– que hacen que sus vidas estén en riesgo permanente. En un comienzo pensamos que estos distintos tipos de violencia eran, como buena parte de las ciencias sociales aún sostiene, fenómenos discretos, separados, independientes unos de otros. Pero hechos como la muerte de D. demuestran que las violencias están imbrincadas unas con otras. En otras palabras, la muerte de D. revela la cadena de violencia que amenaza a quienes viven en lo más bajo del orden social y simbólico.
Días antes de su muerte, asesinato o suicidio, los vecinos cuentan que D. fue violentamente agredido por la policía local. “Lo confundieron con un chorrito, lo metieron en el patrullero y lo cagaron a palos.” Nos lo cuentan con temor de las posibles represalias, y repiten, “si lo ven drogado, ¿por qué no lo llevan a la casa?”.
Dicen que cuando D. salió de la escuela agredió a unos vecinos. Estos no llamaron a la policía (¿por qué han de hacerlo si, como nos han relatado innumerables veces, “la gorra siempre llega tarde, a levantar el cuerpo si hay un muerto o a coserte si te violaron”?), sino que tomaron la justicia en mano propia y castigaron a D. Nadie sabe y nadie quizás quiera saber si fueron ellos quienes lo arrojaron al riacho contaminado y letal.
¿Murió D. por el efecto psicofarmacológico de las drogas a las que era adicto? ¿Lo comenzó a matar la policía días antes? ¿Lo asesinaron sus vecinos en un acto de retaliación? Este es un caso cerrado. Olvidado por todos, menos por sus familiares más íntimos, moradores de un conurbano bonaerense en donde muertes como las de D. parecen importar poco.
* Departamento de Sociología, Universidad de Texas, Austin.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux