SOCIEDAD › DEBATE
No existe un “buen” prohibicionismo y la mejor “guerra contra las drogas”, advierte el autor y plantea que no se puede optimizar el actual paradigma: hay que reformularlo. Señala que todo intento por confundir el actual debate sobre despenalización con legalización busca generar miedo ciudadano. Y propone tres ideas de un futuro plan integral en materia de drogas.
› Por Juan Gabriel Tokatlian *
Según el Drug World Report de 2011 de la Oficina de Naciones Unidas contra las Drogas y el Delito (Unocd, por su sigla en inglés), en el mundo hay entre 149 y 272 millones de consumidores de drogas de base natural y sintética (cuyas edades oscilan entre los 15 y los 64 años). De acuerdo con dicho informe, los denominados problem drug users (aquellos que abusan sistemáticamente del consumo de marihuana, cocaína, heroína o metaanfetaminas) son entre 15 y 39 millones de personas. Si se considera que en la actualidad hay aproximadamente unos 6.841.000.000 habitantes, el porcentaje de consumidores más problemáticos representa entre el 0,2 por ciento y el 0,57 por ciento de la población mundial. Asimismo, la Onudc afirma que las hectáreas de amapola llegan a 195.700 (151.500 en 2005) y las de coca alcanzan a 149.100 (159.000 en 2005); no hay datos precisos sobre marihuana (Estados Unidos es el principal cultivador mundial) y tampoco de metaanfetaminas (mercado en el que sobresale Europa). A su vez, dicha oficina calcula que anualmente el total global de lavado de dinero se ubica entre el 2 por ciento y el 5 por ciento del Producto Bruto Mundial; esto es entre 800 billones de dólares y dos trillones de dólares. Cabe destacar que, según fuentes oficiales y análisis independientes, los montos mundialmente decomisados cada año son bajísimos. En breve, es en nombre de aquellos que abusan del consumo de drogas, de la invariable disponibilidad de sustancias ilícitas y de un impresionante y poco confiscado volumen de narcodólares que se viene justificando y librando una prolongada “guerra contra las drogas” que ha resultado un fracaso estrepitoso a nivel planetario.
Esta “guerra” descansa en un prohibicionismo que apunta a lograr la quimera de una sociedad plenamente abstemia: un paraíso terrenal “libre” de drogas. Esta meta (inalcanzable) se pretende obtener mediante una severa política punitiva en todos los países. Pero es bueno no confundirse: la prohibición actual –como tantas otras en distintos momentos históricos– no es homogénea, constante ni impoluta. El prohibicionismo vigente es impuro, desequilibrado y turbio.
En general, y de manera elocuente, los más directamente afectados con las prácticas coercitivas y persecutorias son los campesinos y trabajadores temporales vinculados al cultivo de plantíos y al levantamiento de las cosechas; los indígenas y pobres rurales que deben sufrir los efectos de políticas de erradicación forzada y química de plantaciones; las “mulas” cargadas con narcóticos para ser trasladados a los centros de demanda; los habitantes de barrios humildes que son el escenario de pugnas territoriales violentas en la que participan traficantes adiestrados, cuerpos de seguridad corruptos, políticos deshonestos y organizaciones criminales; los jóvenes que son víctimas y victimarios de luchas intramafias; los consumidores ocasionales que son perseguidos como si fueran terroristas en potencia; los que usan drogas asiduamente pero que no incurren, directa o indirectamente, en actividades violentas para satisfacer su hábito; las familias perjudicadas por la imposibilidad de que un miembro que resultase adicto pueda recibir algún tipo de asistencia médica y tantos otros que constituyen el eslabón débil de una extensa cadena que culmina en un negocio enormemente lucrativo para unos pocos.
Los grupos humanos vulnerables que de algún modo son fuertemente castigados por una prohibición de doble rasero terminan muertos, en las cárceles, sin acceso a la salud y carentes de oportunidades alternativas de una vida digna. Los que obtienen beneficios jugosos de un emporio ilegal gozan de sus lujos e inversiones intocadas, a pesar de la parafernalia de normas y restricciones de diverso tipo; de su fama social entre clases pudientes que suelen darles la bienvenida a los “nuevos ricos”; de su inserción económica y política en los intersticios entre la ilegalidad y la legitimidad y ante un Estado parcialmente inmovilizado por la colusión de intereses entre algunos funcionarios y las organizaciones criminales; de su poder de cooptación y corrupción nacional e internacional, y de las garantías de defensa personal que se proveen a través del mercado desregulado de armas ligeras y el avance de los compañías privadas de seguridad. La dualidad prohibicionista sólo ha servido para ampliar las brechas sociales, las inequidades económicas, las diferencias políticas y las asimetrías internacionales. Por ello, no existe un “buen” prohibicionismo y la mejor “guerra contra las drogas”: no se puede retocar parcialmente u optimizar significativamente el actual paradigma en materia de drogas; hay que reformularlo.
En ese contexto, el debate sobre la despenalización de las drogas que se ha abierto en el Congreso es, sobre todo, bienvenido. Pero, cabe una precisión inicial: despenalizar es distinto a legalizar. La legalización implica la liberalización completa de las drogas. Puede adoptar distintas formas y tiene diferentes alcances. Pueden considerarse de libre acceso todas las sustancias psicoactivas hoy declaradas ilegales o puede liberarse sólo lo que tiene que ver con la marihuana. Puede determinarse legal el consumo de una o varias drogas o establecerse la legalidad de toda la cadena vinculada al fenómeno de las drogas: cultivo, producción, procesamiento, transporte, distribución y venta. Puede ser una liberalización completa de una o todas las drogas con un sistema controlado únicamente por parte del Estado o puede ser una legalización con un Estado regulador y un esquema competitivo de comercialización dejado al libre mercado.
La despenalización, por su parte, es una iniciativa que modifica específicamente la legislación de drogas: puede despenalizarse la dosis personal de sustancias psicoactivas ilícitas, al tiempo que no se altera lo que corresponde a la persecución y desmantelamiento de la criminalidad organizada. En ese marco, pueden despenalizarse algunas drogas (por ejemplo, Holanda despenalizó las llamadas drogas “blandas” como la marihuana) o todas (por ejemplo, Portugal). Pueden establecerse topes precisos a la dosis personal. Por ejemplo, la República Checa contempló la despenalización siguiente: hasta 15 gramos de marihuana, 1,5 gramo de heroína, un gramo de cocaína, dos gramos de metaanfetamina y cinco píldoras de éxtasis.
El debate legislativo argentino es sólo sobre la despenalización de la dosis personal y no sobre la legalización de las drogas. Todo intento por sobredimensionar la naturaleza y el alcance de las principales ponencias en curso tiene por objetivo generar miedo ciudadano, eludir la polémica pública y preservar un statu quo impúdico en detrimento de los más vulnerables, desprotegidos y marginales. Que no haya duda: se trata de una cuestión política y ética. Mantener la actual lógica de abordaje del fenómeno de las drogas nos llevará a un precipicio que ya han conocido muchos países de la región. La despenalización de la dosis personal es un paso prudente y promisorio.
La literatura sobre el tema ya ha identificado y reconocido el conjunto de factores de riesgo que inciden en el uso y abuso de las drogas. Se trata, a partir de un nuevo enfoque posdespenalización, de establecer y aplicar los factores de protección que ayuden a superar el recurso y la adicción a las sustancias psicoactivas declaradas ilegales. Si la despenalización es razonable desde el lado de la sociedad, es exigente en lo que hace al Estado: de aprobarse la legislación en curso el país debe concretar a la brevedad un plan integral en materia de drogas: plan hoy inexistente. En esa dirección, sería interesante contemplar tres ideas directrices.
Primero, las políticas antinarcóticos vigentes se enmarcan en la existencia de un régimen global sobre las drogas que informa genéricamente cada estrategia nacional a seguir. Hay, junto a dicho régimen los regímenes globales en materia de derechos humanos, medio ambiente, salud, entre otros. Hoy cada régimen (y las medidas que se desprenden de ellos) son analizados y practicados de forma independiente. Se trata, en cambio, de entrelazar los regímenes globales existentes. Esto implica que las medidas que emanan de un régimen –por ejemplo, el de drogas ilícitas– deben cuestionarse y no deben implementarse si entran en colisión con el régimen de derechos humanos, con el de medio ambiente, con el de salud, entre otros.
Segundo, siempre es bueno tener en cuenta que la mejor política antinarcóticos es una buena política pública en materia de educación, empleo, seguridad ciudadana democrática, lucha contra la corrupción, relaciones cívico-militares, entre otras. El problema de las drogas es un síntoma de algo mucho más hondo y su eventual superación requiere afrontar las dificultades y retos estructurales que lo nutren y multiplican. De lo contrario, se tenderá a reforzar la idea de que se necesita un arsenal de medidas cada vez más punitivas para afrontar los dilemas derivados de la cuestión de las drogas.
Tercero, en última instancia la polémica prohibición o legalización es ideológica y puede tornarse cada vez más dogmática. Una alternativa para evitar una controversia frustrante es mediante la consideración de una política de regulación modulada. Esto implica diseñar y ejecutar un tipo de regulación específica por droga de acuerdo con los daños que cada sustancia psicoactiva ilegal causa. En consecuencia, se busca desagregar el universo de las drogas ilícitas existente, pues no todas son idénticas en su naturaleza y efecto. Por lo tanto, se requiere el establecimiento de distintos regímenes de regulación.
* Director del Departamento de Ciencia Política y Estudios Internacionales de la Universidad Di Tella.
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