Lun 16.07.2012

SOCIEDAD  › OPINIóN

Sobre paquetes tecnológicos y estilos de desarrollo

› Por Erica Carrizo *

El proceso judicial iniciado en Córdoba por la contaminación por fumigación de agroquímicos en cercanías a áreas urbanas merece ciertos planteos.

En primer lugar, sorprende y enorgullece la entereza y conciencia ciudadanas con que las Madres de Ituzaingó han encarado y sostenido su lucha y denuncia contra el glifosato durante los últimos once años.

Por otro lado, el caso posibilita volver a insistir sobre dos dimensiones clave asociadas a la aplicación de los desarrollos de la ciencia y la tecnología: la democratización del conocimiento y la evaluación del riesgo.

Las condiciones para la democratización del conocimiento que propone la interacción, negociación y participación democrática del conjunto de los ciudadanos en aquellos temas con consecuencias directas sobre sus formas de vida –como la salud, el ambiente y el trabajo–, reconociendo que el perfil científico-tecnológico de la sociedad actual impregna los aspectos más básicos de nuestra realidad inmediata, se encuentra en un horizonte todavía distante.

Pese a esta distancia, el proceso judicial en cuestión surge asociado al reclamo incansable de estas Madres, que sin muchas precisiones técnicas –dada la información científica y no científica, ambivalente y poco clara difundida sobre el tema– alertaron tempranamente sobre la presencia en el ambiente de una sustancia química nociva, que comenzaba a afectar la salud de su comunidad.

No obstante, si bien el inicio de esta causa pareciera representar un avance, intentando aleccionar a dos productores agropecuarios y un piloto que habrían infringido la ley, debemos ser cuidadosos en no desviar el eje de la discusión hacia el “mal uso” de esta tecnología cuando todavía nos debemos un debate serio y profundo sobre las implicancias del actual modelo de producción agrícola, que desde luego trascienden este aspecto.

Recordemos que los reclamos frente a este modelo no se restringen al barrio de Ituzaingó sino que abarcan múltiples denuncias de científicos, médicos y ciudadanos afectados provenientes de diferentes puntos del país.

Desde la comunidad científica nacional se observaron tres posturas bien diferenciadas: por un lado, la de algunos pocos científicos que han investigado los riesgos y daños sobre la salud y el ambiente, dando a conocer resultados preocupantes que fueron minimizados; la de otros expertos cuyos informes –principalmente de revisión bibliográfica– han sugerido que no existen pruebas científicas “suficientes” para justificar la evaluación de riesgos de manera concluyente aunque, paradójicamente, no por ello asumen ni sugieren la necesidad de aplicar el principio precautorio; y el resto de la comunidad que ha evitado pronunciarse sobre la problemática, lo cual vuelve a poner en jaque el grado de compromiso ético, político y social de nuestra ciencia con los problemas de relevancia local.

Y por si fuera necesario aclararlo, no se pretende sembrar una desconfianza indiscriminada en los productos de la ciencia y la tecnología, como así tampoco caer indefinidamente en la trampa retórica que señala a los “ambientalistas” –entiéndase por ambientalista, en este contexto, a toda persona que refiere al cuidado del medio ambiente– como opositores irracionales al desarrollo, derivado linealmente en progreso social, si bien, repetitivamente, estas posturas estereotipadas han sido esgrimidas como argumentos suficientes para anular el debate, más allá de su carencia obvia de valor argumentativo.

Por el contrario, se intenta profundizar el análisis sobre la noción misma de “estilo de desarrollo”, que lleva implícita la necesidad de evaluar ex ante y ex post los impactos de los desarrollos tecnocientíficos, lo cual debería ser un condicionante indispensable a la hora de guiar su selección. Las lecciones de los últimos cien años son contundentes: así como la ciencia y la tecnología han demostrado ser componentes clave en el desarrollo de las sociedades contemporáneas, la aplicación de sus productos se asocian, en muchos casos, a riesgos que deben ser analizados y evaluados con rigor y apertura democrática para asegurar al máximo los beneficios que de ellos se deriven, minimizar los efectos indeseados y permitir la circulación y debate de la información necesaria que posibilite el consenso social en estos procesos. Basta, para ejemplificar, recordar algunos nombres: talidomida, amianto, aspartame, agente naranja, DDT, PCB, accidentes nucleares en Bhopal (1984), Chernobyl (1986) y Fukushima (2010), entre otros.

El lugar clave otorgado actualmente a la ciencia y la tecnología en los países de la región resulta de su reconocimiento como recursos capaces de contribuir significativamente al desarrollo de nuestras sociedades. Sin embargo, la evaluación del riesgo es una dimensión pendiente de incorporar al proceso de toma de decisiones, en pos de impulsar un estilo de desarrollo que privilegie valores tales como la equidad, la inclusión, la producción de empleo, la soberanía alimentaria, la calidad de vida y los derechos de las futuras generaciones.

En este sentido, el indiscutido valor estratégico que adquieren nuestros recursos naturales para la economía nacional, así como el papel de la salud pública como amperímetro del desarrollo inclusivo, justifica la necesidad de superar las miradas parciales, para no perder de vista las consecuencias en “contexto” derivadas de la adopción de tecnologías importadas.

La complejidad de las consecuencias sociales, ambientales y sobre la salud pública que se desprenden del actual modelo de producción agrícola, basado en la aplicación de un paquete tecnológico instalado masivamente en el país desde fines de la década del ‘90, nos plantean hoy más que nunca la urgencia de reflexionar y debatir seriamente sobre las características del “estilo de desarrollo” que se está propiciando.

* Magister en Política y Gestión de la Ciencia y la Tecnología (UBA). Investigadora de la Universidad Nacional de San Martín (Unsam).

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