SOCIEDAD › LA OLA DE CONTROLES QUE SE DESATó EN BRASIL TRAS LA TRAGEDIA DEL BOLICHE DE SANTA MARíA
Otros dos jóvenes murieron por el incendio y las víctimas fatales suman 238. En todo el país, las autoridades se lanzaron a inspeccionar todo tipo de locales. Los repentinos controles evidencian la incapacidad de los órganos estatales de fiscalizar espacios públicos.
› Por Eric Nepomuceno
Página/12 En Brasil
En la tarde del lunes 5 de febrero, y luego de ocho días internado en Porto Alegre, capital de Rio Grande do Sul, murió Rodrigo Almeida, de 20 años. El sábado 2, otro joven, Bruno Fricks, había muerto en un hospital de Santa María, ciudad donde el domingo 26 de enero un incendio en la discoteca Kiss provocó una de las mayores tragedias de la historia brasileña. Almeida ha sido el muerto número 238. Hay otros 81 jóvenes todavía internados en hospitales de Rio Grande do Sul. En la noche del pasado lunes, 23 de ellos recibían respiración mecánica a través de aparatos clínicos. Su estado era considerado muy grave y, en al menos diez casos, crítico.
Desde la nefasta madrugada de aquel domingo de horror, fue de-satada en todo Brasil una oleada de súbita preocupación por la seguridad de casas nocturnas, boliches, restaurantes, cines, teatros, locales de show, casas de fiesta y discotecas. Es como si de un momento a otro alcaldes, gobernadores, concejales, diputados y una larga lista de autoridades de todo calibre se diesen cuenta de que hay que cuidar la seguridad. Y en ese espectáculo de repentina preocupación pública saltaron, y saltan, datos que serían cómicos si no fuesen tan preocupantes.
La cuenta de las víctimas fatales de la tragedia de Santa María todavía no estaba cerrada cuando el alcalde de Rio anunció, con pompa y circunstancia, una severa ronda de vigilancia en la ciudad. Primer resultado: en una semana, 209 establecimientos fueron visitados por fiscales municipales y miembros del cuerpo de bomberos: 127 fueron cerrados y otros 50, multados.
Otra curiosidad: al menos 20 locales que eran alquilados para fiestas infantiles jamás fueron fiscalizados porque jamás pidieron licencia municipal para existir. Pese a ser casas de fiesta conocidas y frecuentadas por batallones de niños y niñas, para la municipalidad no existían.
Y no sólo en Rio se verificó la absoluta ineficacia de los órganos responsables por fiscalizar establecimientos públicos. En San Pablo, mayor ciudad sudamericana y centro financiero del país, se pudo comprobar que además de ineficaz, la fiscalización también abría generosas brechas para la corrupción. Al menos 754 denuncias de pedidos de coima fueron registradas el año pasado. Es decir, al menos dos veces al día algún fiscal pedía algún dinero para liberar licencias a casas y locales públicos.
La ciudad, cuya población ronda los 12 millones de habitantes, cuenta con casi seis mil bares y alrededor de 300 discotecas registradas. Menos de 10 por ciento fueron fiscalizadas el año pasado. En Río, la segunda principal ciudad brasileña, las irregularidades súbitamente encontradas sirven más para confirmar la incompetencia olímpica de las autoridades a la hora de autorizar y fiscalizar que para cualquier otra cosa. La discoteca 00, una de las más frecuentadas por los jóvenes, tenía licencia para funcionar como “bombonnière” –así de elegante– y nada más. Otro local de moda, el Barzin, en Ipanema, presentó un permiso de los bomberos que caducó hace seis meses. Además, no tenía autorización para funcionar como discoteca.
Quedó evidente, en Río, que tanto el Estado como el municipio son absolutamente incapaces de fiscalizar hasta a sí mismos. De los 56 espacios culturales del municipio, 36 funcionan sin autorización, sin fiscalización, sin nada. De los 23 establecimientos estaduales, 13 no cuentan con el certificado del Cuerpo de Bomberos, exigido por ley.
El alcalde de Río, Eduardo Paes, un tránsfuga político (frecuentó al menos cuatro partidos distintos en los últimos diez años), acaba de ser reelegido el pasado octubre. Lleva cuatro años en la alcaldía. Sergio Cabral, un parlanchín dispuesto a aliarse a cualquier poder (ahora mismo es fidelísimo a Dilma Rou-sseff, como antes lo fue a Lula da Silva y antes a Fernando Henrique Cardoso) lleva, entre uno y otro escándalo, siete años depositando su robusto cuerpo en la silla de gobernador. Ambos saltaron de repente de su largo letargo para trasvestirse de cuidadosos responsables por la población que frecuenta espacios de cultura y entretenimiento.
Con pequeñas variantes, la escena se repite en todo el país. De las diez capitales estaduales más pobladas de Brasil, solamente cuatro (Río, Belo Horizonte, Salvador y Curitiba) dijeron saber cuántas casas nocturnas funcionan en sus territorios. Aun así, la fiscalización es inconstante y no hay información precisa sobre el número de veces a la semana que la capacidad máxima autorizada se desborda.
Cálculos informales indican que el sector de casas nocturnas, mayor fuente de empleo en el segmento del turismo en Brasil, obtiene ingresos anuales de más de dos mil millones de dólares. Pese a eso, no hay reglas claras para su funcionamiento. Son leyes municipales, o sea, cambian de un municipio a otro. La fiscalización también es municipal, lo que refuerza su ineficacia.
Santa María quedará, por los tiempos, como sinónimo de tragedia e irresponsabilidad. Pero no es más que la síntesis de un abandono criminal e irresponsable que abarca a todo el país.
A propósito: en Santa María, ni la alcaldía ni la comisaría tienen licencia de los bomberos para funcionar. Nada podría ser más ilustrativo. Nada podría ser más coherente con lo que pasó. La diferencia es que alcalde, funcionarios de su despacho, comisario y otros policiales siguen vivitos. Y 238 jóvenes fueron muertos con un gas tóxico similar al cianeto utilizado en las cámaras de gas de Hitler mientras conmemoraban la vida. ¿Quién responderá por ese crimen absurdo?
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