SOCIEDAD
› A DIEZ AÑOS DE LA DESAPARICION DE BRU A MANOS DE LA POLICIA BONAERENSE
Miguel, el símbolo
En aquel momento, la Maldita Policía era aún la “mejor del mundo”. Y Cabezas estaba vivo. Al martirio por la muerte de su hijo, Rosa Schönfeld debió sumarle la dura tarea de que le creyeran todo lo que contaba sobre la Bonaerense. Aquí, su visión de aquella lucha, emblema del reclamo de justicia
en democracia.
› Por Horacio Cecchi
“Cuando desapareció Miguel todavía la gente común creía en eso de ‘que en algo habrá andado’; todavía no había pasado lo de Cabezas; todavía la Bonaerense no era la Maldita Policía; y todavía los jueces eran personajes intachables”, dice Rosa Schönfeld. Pasaron exactamente diez años de la desaparición de su hijo Miguel Bru, estudiante de periodismo ilegalmente detenido por policías de la 9ª de La Plata, muerto tras las torturas recibidas y cuyo cuerpo jamás apareció. Hoy, dos policías cumplen cadena perpetua. Hoy ya se sabe que la Bonaerense es el aparato de corrupción y violencia más especializado del país. Y de ese saber no es ajena la brecha abierta por Rosa y por un grupo de amigos de Miguel. Hace un año conformaron la Asociación Miguel Bru para asesorar en casos de violencia policial. Hoy, con una abigarrada base de datos sobre denuncias, patrocinios y asesoramientos gratuitos, la Asociación convoca a una vigilia frente a la puerta de la 9ª. Como todos los años, como cada 17 de agosto, a las 19, a la misma hora en que Miguel entró en la maldita 9ª para no aparecer jamás.
“En el ‘93 todavía estaba el ‘Polaco’ Klodszyck como jefe de la Bonaerense, todavía había otro concepto de la policía entre la gente común –Rosa hace un esfuerzo por que no se le quiebre la voz–. Era fácil que la gente pensara todo lo que la policía o el juez Amílcar Vara echaban a rodar por ahí. Que Miguel era gay, que en algo raro debía andar, que algo habrá hecho, que se habrá ido a Brasil. Si a mí misma me costaba no creer que uno de esos días iba a aparecer, que iban a llamarme para decirme que lo pasara a buscar.”
Alrededor de Rosa se nucleó un grupo de seis o siete amigos íntimos, amigos de la carrera de periodismo dispuestos a demostrar la responsabilidad de la patota de calle de la 9ª, y la cobertura desde la cúpula de la Bonaerense y desde el despacho del juez Amílcar Vara (finalmente destituido). Estaban convencidos de que la clave para empujar el caso eran los medios, y ellos, como estudiantes de periodismo tenían la llave. La primera nota sobre el caso fue publicada en Página/12, el 19 de septiembre del ‘93. La primera marcha de reclamo tuvo lugar el 28 de ese mes. Fueron unos 40 o 50 manifestantes. “Llovía, llovía, decíamos que San Pedro era vigilante, éramos pocos, mirábamos alrededor, nos dábamos fuerza entre nosotros.”
Después, el caso estalló. La segunda marcha ya reunía a unas 300 personas. La tercera sumó alrededor de tres mil. El Polaco seguía al frente de la Bonaerense, pero ya se empezaban a delinear los hábitos de la Maldita Policía. El juez Vara seguía en su despacho, todavía no había saltado el caso de Andrés Núñez (otro desaparecido de la Maldita en democracia) –con el que Rosa Bru demostró la cobertura de Vara a las ilegalidades de la Bonaerense–; el caso Bru aún no había arrastrado a Vara a la exoneración de la Justicia, y aún no había iniciado el juicio que condenó a perpetuidad a los policías Walter Abrigo y Justo López, de la patota de la 9ª, por secuestrar, torturar, dar muerte y desaparecer a Miguel Bru.
Hace un año, cuando Abrigo y López ya se aferraban a las rejas del lado de adentro, y Vara desaparecía pero de los padrones de la jubilación judicial, Rosa y el mismo grupo motor que abrió la brecha fundaron o dieron forma legal a la Asociación Miguel Bru, que de hecho ya existía. La idea: defender los derechos humanos frente a los abusos del poder policial e institucional. En un año de labor ad honorem y con un equipo de abogados que ofrecen sus servicios en forma gratuita, “La Bru” logró armar trabajosamente una base de datos de 78 casos (ver aparte). Otros 20 son patrocinados por los abogados coordinados por Marcelo Mendy.
Esa costumbre de torturar
La madrugada del 11 de mayo pasado, policías del Comando Patrullas de Berisso a bordo del patrullero 28.030 intentaron detener a Guillermo Lurbe mientras aguardaba el colectivo en la esquina de Montevideo y 33, a la vuelta de su casa. Como Lurbe ya tenía experiencia previa sobre el estilo de las detenciones, se resistió. Cayeron tres patrulleros más, uno de ellos de la Comisaría 2ª de Berisso. Resultado: Lurbe recibió una paliza brutal en la misma esquina. A las 3, inconsciente y sangrando, fue esposado y trasladado en ambulancia hasta el Hospital de Berisso, con la correspondiente custodia policial. Tras las primeras atenciones, fue trasladado al Cuerpo Médico de Policía y al Hospital Romero, donde le realizaron una tomografía. Se constataron politraumatismos, cortes, y el tabique nasal y el maxilar superior fracturados.
A las 4, Lurbe fue enviado, esposado, a la 2ª de Berisso. Hasta las 8 de la mañana lo mantuvieron sin recibir un vaso de agua. Luego, en un tardío reflejo legal, lo trasladaron a la fiscalía de turno, a cargo de Leandro Heredia, en La Plata. Ante el deplorable estado en el que se encontraba, ni Heredia ni el defensor José Luis María Villada le quisieron tomar declaración. Pidieron a los médicos del Poder Judicial que lo revisaran y luego lo devolvieron a la 2ª para que procediera a la inmediata libertad. La inmediatez policial recién se cumplió una hora y media más tarde, sin razón para la demora. Sólo al salir de la 2ª Lurbe pudo internarse en el Hospital de Berisso. La versión policial apuntó contra el Maldito Cordón de la Vereda: el maxilar y el tabique nasal de Lurbe se fracturaron al tropezar y golpearse contra el cordón. De paso, lo acusaron de resistencia a la autoridad.
En julio pasado, la Asociación Bru recibió la denuncia de la madre de un menor. El 14 de ese mes, M., de 16 años, fue detenido a las 8 de la mañana por un cabo de la Comisaría 11ª de Ringuelet. El adolescente se dirigía a su trabajo en automóvil junto a un familiar. El cabo le apuntó con su arma y lo trasladó a la seccional. Allí lo obligaron a desnudarse y a arrodillarse de cara a la pared. Según la denuncia, después empezó la lluvia de golpes. Los guardianes del orden pretendían que los golpes ablandaran al joven al punto de que confesara haber cometido un robo junto a su hermano. Pero antes de los golpes, cumpliendo con los trámites procesales, el menor fue conducido ante el Cuerpo Médico policial, para que se constatara que no había sido golpeado. “Nos vemos después”, le susurraron al oído mientras lo dejaban en manos de la ciencia.
La madre de M. jamás pudo acercarse a su hijo menor de edad. Ya en la comisaría se inició el ablande con el objetivo de arrancarle una confesión. Los policías conocían cómo argumentar ante la Justicia. Repartieron puntapiés y golpes de puño envueltos en una toalla.
La insistencia de la madre de M. logró, finalmente, abrir una segunda denuncia y realizar una segunda ronda de revisión médica. Allí fue que se constataron las lesiones. Según la madre, la detención de M. no figura en el libro de entradas, lo que implica una falta gravísima ya que se trata de un menor de edad. Desde antes de ser detenido, M. era constantemente hostigado por los policías.
Luego de su liberación, el joven permanece encerrado en su casa aterrorizado. La presión ahora se extendió al resto de la familia. Según señalan los familiares de M., no es éste el único caso de menores arbitrariamente detenidos en el barrio. Según la madre de M., en la comisaría intentaron tomar una foto de su hijo con un cartel en el que habían escrito su apellido, aunque en teoría no pudieron hacerlo porque carecían de rollos fotográficos.
Los casos de Lurbes y de M. forman parte de las 78 denuncias recibidas por la Asociación Miguel Bru (ver aparte) y dos de las que su equipo de abogados patrocina contra los métodos de impunidad más habituales de la Maldita Policía.
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