SOCIEDAD › OPINION
El autor, defensor oficial del Fuero de Responsabilidad Penal Juvenil de La Plata, muestra cómo el sistema punitivo otorga un trato desigual entre jóvenes de clase media y otros de clase baja.
› Por Julián Axat
Esa noche salimos a cazar negros / cerca de la villa del Bajo.
Le dimos paliza a una parejita de quince. / Me acuerdo bien / porque fue la primera vez que probé culo.
Santiago Llach
El hecho es el siguiente: durante un turno como defensor juvenil recibo un llamado policial al teléfono de guardia que me avisa que un grupo de adolescentes acaba de intentar abusar sexualmente de una joven que caminaba por la calle a altas horas de la noche. En principio, luego de un forcejeo, la joven sorprendida en la noche logra escabullirse y avisa al 911 desde su teléfono celular. La policía realiza un operativo e identifica el auto. Lo detiene. En la requisa encuentra envoltorios con marihuana, además de la característica dada por la víctima sobre los jóvenes. El automóvil es de alta gama, con vidrios polarizados. Ninguno de los adolescentes tiene carnet de conducir. Trasladados a la comisaría, esperan ser atendidos por un abogado. Pero antes de que llegue a la comisaría, para mi sorpresa, me llaman nuevamente y el oficial de servicio me explica que ya no es necesaria mi presencia, que el criterio del fiscal ha sido liberarlos de inmediato, “... el fiscal no pedirá la detención por el momento, y acá están las familias que ya mandaron a llamar a un abogado”. Los condimentos del caso (de los que más tarde me iba a enterar) eran más o menos los siguientes: la víctima era una supuesta prostituta, los adolescentes eran amigos y se conocían de una escuela privada, el padre de uno de ellos era un conocido empresario. El caso fue archivado poco después.
Hechos como el relatado son más comunes de lo que parece y constituyen una forma de comportarse del sistema punitivo. Durante años presté mucha atención al delito juvenil cometido por adolescentes hijos de los sectores medios de la ciudad de La Plata (graves accidentes con el auto sacado a los padres y bajo el efecto de alcohol y otras drogas; robos agravados cometidos en banda; comercio de estupefacientes; lesiones graves y homicidios en reyertas durante salidas nocturnas, etc.). El seguimiento de estos hechos es lo que me permitió entender el funcionamiento de la selectividad inversa del poder punitivo hacia otro tipo de jóvenes (los nunca prisionalizados), pues los estudios de criminología juvenil más tradicionales focalizan la selectividad de las agencias penales desde la vulnerabilidad de sus clientes, y no desde su capacidad de defenderse de la captación.
En efecto, siempre son los adolescentes pobres de las periferias urbanas atrapados por las agencias policiales que friccionan con ellos en base a los clásicos estereotipos discriminatorios negativos (color de piel, de pelo, forma de vestirse, de hablar, posición social, etc.); pero nunca se analizan en profundidad los casos de rechazo por parte de dichas agencias cuando se presentan casos de jóvenes infractores que se salen de los estereotipos negativos. Pese a la existencia de fricción (presuntas infracciones graves cometidas por estos adolescentes), aparece en ellos la capacidad de desmarcarse de entrada y neutralizar la captación y –de ese modo– lograr impunidad y trato privilegiado. En estas situaciones, el grado de miserabilismo de las agencias penales queda expuesto más que nunca. Por eso me interesaba realizar un estudio sobre tácticas y estrategias que utilizan los jóvenes de clase media y sus familiares para no quedar vinculados con causas penales que puedan deteriorar su posición y status. Si bien en la mayoría de los casos los familiares de estos jóvenes han decidido colocar abogados particulares y estudios jurídicos costosos, he tratado de informarme sobre el trasuntar de esas causas. En algunas de ellas, he intervenido en forma circunstancial y, en alguna otra, en forma total. Durante años he ido acumulando algunos apuntes para una criminología de selectividad inversa, aquí dejo algunas de mis notas de campo, que finalizaron en una tesis de maestría:
- Mirar bien para corregir errores de entrada. En muchos casos he notado que adolescentes captados por la policía, ante una presunta infracción, reciben un trato igual, dado que poseen pautas y estilos culturales de presentarse, hablar, vestir y gestualizar que tienen los jóvenes de otros sectores (así: llevar una gorrita-visera, usar ropa deportiva, zapatillas inflables con altura, el buzo canguro con la capucha colocada, estar tatuados, usar piercing, hablar subrayando con las manos, etc.). Ocurre que, más tarde, la agencia policial y judicial hacen notar que hubo una confusión, entonces buscan una forma sutil de determinar que los estereotipos iniciales son algo aparentes y que contradicen la posición social del joven. Al presentarse la familia a dar explicaciones en las comisarías o estrados, exige un trato preferenciado que borre las etiquetas negativas. Lógicamente, esto también puede venir de la mano de uso de influencias y dádivas de todo tipo.
- La solución rápida en comisarías. He notado un aprovechamiento al máximo del margen de maniobra policial por parte de las familias a las que pertenecen jóvenes de clase media involucrados en delitos. Las tácticas de neutralización que llevan adelante el joven y su entorno en la seccional policial para favorecer una salida que evite la judicialización del caso (dádivas, presión, influencia, sobreactuación, etc.) terminan siendo las que dan una impronta al tratamiento posterior y que otorgan impunidad.
- La empatía de los peritos. He notado una utilización sesgada de informes psicológicos y ambientales que tratan de explicar y “justificar” las conductas desplegadas por estos adolescentes involucrados en delitos, como algo atípico y excepcional en sus vidas, de manera de convencer a los jueces de que se trata de un desvío de cauce “corregible”. Se resaltan el hábitat, las condiciones de vida, etc. Advierto una empatía de los peritos oficiales, modificando el sesgo tradicional que utilizan con los clientes de selectividad cotidiana, a los que –a través de sus informes– confinan con etiquetas y frases lapidarias.
- Esto se arregla en privado. Los policías y funcionarios judiciales reciben en sus despachos a las familias de estos jóvenes en forma previa a las audiencias y actos en los que se determinará la resolución del caso y aconsejan salidas y soluciones, pero que no se note en público cuál fue el consejo.
- Salidas alternativas, nula prisionalización y absolución. En los casos que he observado, no he advertido situaciones en las que adolescentes pertenecientes a estos sectores sociales hayan quedado privados de la libertad o incluso que hayan pasado por un juicio. Se realizan suspensiones de juicio a prueba, se ofrecen altas sumas de dinero para reparar los daños o compensar a víctimas, etc. Dado que el decreto ley 22.278 permite eximir de pena y reducirla al mínimo, transcurrido un año sin mal comportamiento, los jueces absuelven de pena en delitos graves. Algo que muy pocas veces ocurre con otros jóvenes, que son prisionalizados de entrada, se les rechaza cualquier salida alternativa, son juzgados y pocas veces acceden a la cesura y absolución de la 22.278.
Como vemos, el sistema punitivo juvenil formal tiene contacto con diferentes sectores sociales, pero su poder de selectividad se escabulle y funciona en forma distinta según esos sectores. Se las rebusca para tratar de confeccionar recorridos paralelos para aquellos que no considera que deben transitar por su seno, o directamente transitarlo en una “forma especial”. Es decir, el otorgamiento de un trato desigual en igualdad de circunstancias (formales) entre jóvenes de clase media y otros de clase baja. El trato ocurre lo más solapado posible para no exponer la empatía de clase de la agencia judicial, aunque –para un nativo no incauto– se torna grosero en los hechos. La diferencia los casos sirve –en el fondo– para generar contraste con los casos cotidianos, donde “la media” de los jóvenes resulta vulnerable y vulnerabilizada por el propio sistema punitivo. De modo que la gestión “discriminante” de la circulación de la sospecha (policial-judicial) se perfecciona en el campo por memoria de su fricción selectiva inversa. Este esquema lleva a que las reincidencias de desvío en los casos de adolescentes que se convierten en personas adultas pasen a ser una clara demostración del fracaso de los sistemas penales para la infancia como prevención general, por el marcado uso de selectividad clasista de burocracias judiciales autoritarias (algo muy común en los sistemas penales juveniles latinoamericanos).
La desigualdad en la aplicación de la ley penal entre sectores sociales es una construcción de una cultura policial y judiciaria, con énfasis en el populismo punitivo, y que por sentir empatía “de clase” con lo mismo que pueda estar siendo juzgado, genera recorridos y tácticas de rechazo-neutralización desde adentro, que hacen permeable y facilitan la impunidad para aquellos sectores a los que –los jueces– se sienten pertenecientes. Por eso la selectividad punitiva debe explicarse como revancha social de una estructura reproductora de las diferencias. Por eso la criminología hoy debería pensarse más como criminología de las técnicas de neutralización de los sectores opulentos que de la ya clásica criminología de los pobres. Y los legisladores, cuando diseñan leyes, deberían pensar estos problemas.
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