SOCIEDAD › OPINION
› Por Pablo Esteban
Querido Leonardo: Usted fue mi primer maestro. Usted cambió mi perspectiva, me sacó los lentes que traía puestos y me los cambió por unos diferentes. Me hizo ver que la creatividad era el arma más poderosa con que contaba el ser humano para transformar la realidad. Luego, me hizo ver que la realidad no interesaba tanto, que la literatura era más noble y no nos prometía el mundo, porque –en cambio– nos entregaba el mundo. Nos permitía crearlo a nuestra manera, con nuestras armas, con nuestras virtudes, con nuestra mente. Con el corazón.
Usted me escuchó cuando nadie lo hacía, me acompañó cuando nadie me acompañaba. Le parecí interesante cuando a nadie le interesaba. Me escogió como su amigo y yo me sentí admirado, reconfortado. Me sentí nuevo.
Usted me dio vida. Créame, usted es la persona más importante que conocí en los últimos años. Mi maestro, mi guía, mi amigo. Es el ser más mágico que me crucé en este mundo tan de papel, tan cuadrado, tan mecánico. El ser más ficcional –y por eso más sincero– con que di alguna vez.
Tan certero en sus actos que sabía cuándo presionar y cuando aflojar. Me enseñó entre otras cosas a pensar, a no repetir viejas fórmulas. Me inculcó el amor a la literatura. Conversó sobre fútbol cuando no le gustaba, me hizo parte de su vida cuando ni siquiera era dueño de la mía.
Me dio aire. Como usted siempre decía, la vida es una sucesión de momentos. Desde su cabeza –profundamente matemática– la vida dura aproximadamente unos 30 mil días si es que se tiene suerte y si el humano en cuestión supera la barrera de los 80 años. Decía que los individuos ocupamos una porción mínima en la historia del universo. Que somos insignificantes si nos comparamos con los procesos cósmicos, esos que ocurren sin que nos demos cuenta. Esos que ocurren sin nuestro permiso.
Decía que nuestra existencia era prácticamente nula.
Y yo, hoy, le digo que estaba equivocado en algo. Le digo que ha fallado y que no ha sido preciso –sólo– en algo. Usted no murió cuando su corazón dejó de latir. Eso es estúpido. Esto no es ciencia. La vida no es una ecuación. La vida no es una incógnita que se resuelve con regla de tres simples. Pitágoras, Tales, Platón, Copérnico: ninguno aplica a ello. Que vengan de a uno, no van a poder con mi argumento. Ninguno penetrará mis ideas. Ninguno ingresará a mi cuerpo teórico, ninguno conmoverá mi paradigma. Ninguno hará temblar mis premisas, ninguno modificará mis conclusiones. Mi conclusión.
Usted no morirá hasta que yo lo haga, porque yo lo voy a recordar hasta que me muera. Quizás mañana, quizás en una semana, quizás en cincuenta años. Nadie lo sabe. Ni Dios. Yo no creo en Dios. Pero sí creo en el recuerdo. La memoria como lo opuesto a la muerte. Desde que nacemos, sabemos que nos vamos a morir, pero la muerte no resiste a la memoria y yo lo voy a recordar por siempre amigo. Lo prometo.
Lo voy a recordar hasta que me muera. Por eso, no tema. Usted no se va a morir hasta que yo lo haga.
Pablito.
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