Lun 20.10.2014

SOCIEDAD  › OPINIóN

La desaparición indiferente de personas

› Por Esteban Rodríguez Alzueta *

Después de 30 años de democracia, las policías siguen siendo la misma maldita policía. Pasaron presidentes y gobernadores, rotaron funcionarios, pero las policías continuaron en sus prácticas. También los jueces y fiscales. Si la policía puede ensañarse con los pobres será porque no se siente llamada a tener que rendir cuentas con nadie. La policía es una institución descontrolada y la Justicia, otra institución pituca, clasista, que mira a los pobres por el ojo de la cerradura, es decir, a través de sus escribas que, dicho sea de paso, suelen cuidarle la espalda a su señoría a cambio de salarios altos y mucho tiempo libre.

Que conste que no estamos hablando de una política de Estado, sino de prácticas de Estado. La diferencia es sustancial. La desaparición no es una decisión ejecutiva, pero sigue siendo una rutina institucional que involucra a policías, jueces, fiscales y médicos. Una práctica regular hecha con muchas prácticas, enmarcada según rituales y normas más o menos informales. Una práctica amparada en la indiferencia de estas instituciones. Una práctica avivada en la pirotecnia verbal de algunos funcionarios, que se sostiene en las frases filosas que muchos sectores de la sociedad van tallando cotidianamente para legitimar y habilitar la discriminación y brutalidad policial.

La desaparición forzada se confunde con la indiferencia de todos. Para las agencias judiciales, los pobres no son sujetos de derechos. Han sido despojados de su condición ciudadana. Los pobres, sobre todo cuando son jóvenes, son objeto del destrato y el maltrato policial, y cuando son adultos empiezan a vivir en carne propia la indolencia administrativa y la desidia de la corporación médica. La espera, que averiguamos en las colas interminables que realizan en las oficinas, consultorios o salas de emergencia de los hospitales públicos, es la misma espera que debieron soportar cuando fueron seleccionados para pasar una temporada en las cárceles argentinas con la expectativa de que su señoría y sus defensores se encarguen de sus expedientes. Una espera interminable, encadenada, que les revela constantemente su condición: ser ciudadanos de segunda.

La aparición de Luciano Arruga, lejos de cerrar una puerta la abrió del todo. Luciano, como muchos jóvenes de las barriadas donde se concentra y hacina el precariado y persiste la desigualdad, corrió el riesgo de ser reclutado por la policía. A través de las detenciones sistemáticas se empujan a estos jóvenes para que asocien su tiempo a las economías ilegales o empiecen directamente a patear para la policía.

Luciano, su familia y los amigos fueron objeto de las múltiples formas que asume la desaparición indiferente de personas. Las prácticas brutales que alguna vez conocimos y denunciamos las vemos reeditadas en las amenazas que recibieron sus amigos, en la denegación de los hábeas corpus a sus abogados, en la prepotencia judicial, la indolencia de los médicos y la intolerancia de los empleados públicos. Para todos ellos, los pobres no merecen la hospitalidad, sino la hostilidad. Por eso, después de aquellas largas esperas, los pobres pueden ser despachados rápidamente de las comisarías, los juzgados, hospitales, oficinas públicas o las morgues del país.

No estamos en el grado cero, pero lo que se avanzó no alcanza. Luciano Arruga junto a la militancia social y las organizaciones de derechos humanos interpelan la Argentina toda. Son muchas las tareas inconclusas. La violencia institucional sigue siendo una pregunta pendiente.

* Investigador de la UNQ, miembro del CIAJ, autor de Temor y control: la gestión de la inseguridad como forma de gobierno.

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